Obama en La Habana. Estados Unidos, Cuba y los cubanos
Cuba forma parte del imaginario de la justicia social desde el triunfo de la revolución en 1959, en plena Guerra Fría. Contra todo pronóstico, el país caribeño se ha mantenido para muchos en ese estadio más próximo a la ficción que a la realidad por dos razones: la primera y quizá la más importante es que durante décadas los Estados Unidos de América han sido incapaces de resolver un problema que, desde la caída de la URSS, era exclusivamente de orden interno en la medida que la política hacia Cuba influía de forma determinante en el estado de la Florida; la segunda, también relevante, es que el régimen castrista, además de ser denostado por Washington, ha sido capaz de convencer a muchos de que era lo que dice ser y no lo que realmente es.
Los Estados Unidos subordinan su política exterior a sus estrictos intereses nacionales, como hacen todos los países, pero su proverbial pragmatismo unido a su no menos habitual arrogancia hace que las contradicciones entre los principios teóricos y la realidad de su puesta en práctica resulten con frecuencia hirientes para los otros países. En buena medida, Washington siempre ha practicado aquella vieja doctrina de Franklin D. Roosevelt cuando se refería a un gánster de Estado nicaragüense diciendo "Tal vez Somoza sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta". Luego vinieron más: desde Franco, Salazar o los coroneles griegos, a Pinochet, Videla, Stroessner y tantos otros.
En su reciente visita a Cuba, el presidente Obama ha sido muy pragmático también. No movió un músculo cuando Raúl Castro dijo que en su país no hay presos políticos. Ni cuando sostuvo que en todo el mundo se violan los derechos humanos. Obama debió pensar en sus contradicciones: no ha podido cumplir -y está finalizando su mandato- su promesa de cerrar la ignominiosa prisión instalada en Guantánamo. Además, en su lucha contra el terrorismo yihadista, mantiene la condición de aliado a un país como Arabia Saudita, una teocracia medieval que alimenta, literalmente, el fanatismo integrista islámico en el mundo. Hablar de los derechos humanos en este país amigo de los EEUU es simplemente aberrante. Eso por no hablar de China, aquel inmenso país en el que los DDHH se violan de forma masiva a diario, sin que ello sea obstáculo para que todas las democracias occidentales hagan como que no lo ven.
A este tipo de contradicciones se acogen aquellos que consideran que la doctrina de los derechos humanos es poco más que un invento de los países centrales del capitalismo para atacar y doblegar la supuestamente inviolable soberanía de los otros estados.
Se utilizan, pues, de manera interesada los incumplimientos, las contradicciones o las violaciones que se pueden cometer en las democracias occidentales para negar la validez de los principios sancionados por las Naciones Unidas en 1948. ¿Qué autoridad moral pueden invocar los estados de la Unión Europea en cuanto a la necesaria preminencia de los derechos humanos a la vista del cierre de fronteras de la Unión a los refugiados sirios, iraquíes o afganos que se amontonan en Lesbos, tras atravesar el Egeo desde Turquía?
Debiéramos, no obstante, separarnos de los árboles para poder ver el bosque. Esas argucias, esas tergiversaciones burdas son propias de los Estados, y no debieran ser aceptadas por los ciudadanos que defienden la libertad, la igualdad y la solidaridad como valores inviolables de cualquier ser humano.
Es decir, que en los Estados Unidos de América o en la Unión Europea se vulneren los derechos humanos básicos no convierte en aceptable lo que se hace en Arabia Saudita, Corea del Norte, China, Israel, Irán o Cuba. Toda violación es denunciable y sancionable, independientemente de dónde se produzca, así que no debe atenderse exclusivamente a las posibles violaciones, sino también a la existencia o no de mecanismos efectivos de denuncia y reparación de éstas.
Cuando Raúl Castro responde a un periodista norteamericano que le dé una lista de presos políticos para liberarlos inmediatamente está haciendo gala de un nivel de cinismo al que sólo pueden acceder los que llevan décadas practicándolo. Pero es que, además, el presidente cubano niega la categoría de preso político a aquellos que para él no son más que mercenarios al servicio del imperialismo. Es decir, son el enemigo interior de la Revolución. Y al enemigo interior no hay más que localizarlo y neutralizarlo.
En la España de Franco los opositores al régimen no eran tales, eran agentes al servicio de Moscú. En las dictaduras latinoamericanas coaligadas en el Operativo Cóndor se libró lo que los militares llamaron una guerra sucia, ya que los enemigos [internos] eran agentes al servicio de la URSS o de Cuba. Eran combatientes que no vestían uniforme, ni atacaban como se enseñaba en las academias militares. Estaban infiltrados en todos los planos de la sociedad, y su objetivo no era sino substituir la civilización cristiana y el libre mercado por el ateísmo materialista y la abolición de la propiedad privada. Por eso, como enemigos de la Patria debían ser aniquilados, y eso incluía la persecución, detención, tortura, muerte y, en su caso, desaparición.
Es desde una concepción parecida -heredada de la Guerra Fría y que la gerontocracia cubana se niega a abandonar- desde la que Raúl Castro niega lo que niega.
No obstante, como ocurría en el pasado y como ocurre en la actualidad, las simples declaraciones de los gobernantes no cambian la realidad. Ni en los EEUU, ni en la UE, ni en Cuba. Pero -por lo que sabemos de la realidad interna de la isla- lo que actualmente preocupa más a los cubanos no es la falta de libertades de asociación, reunión y manifestación, ni la inexistencia de una información veraz.
Les angustia la vida cotidiana, la carencia de lo más básico. Alimentación, vivienda, salarios dignos, calidad de vida. Eso son los objetivos primordiales de una población que carece de lo más elemental: desde comida a ropa y calzado.
El régimen cubano fracasó socialmente hace más de un cuarto de siglo. Concretamente desde que cayó la URSS, su socio y amigo generoso. El socialismo cubano no provee a la mayoría de sus ciudadanos ni siquiera de la alimentación básica y necesaria; los servicios educativos y sanitarios, que décadas atrás dieron merecida fama al régimen, padecen los drásticos recortes presupuestarios así como carencias de todo tipo que se arrastran desde finales de los años ochenta; además, en el mundo interconectado en el que vivimos, los cubanos -particularmente los profesionales, los estudiantes y la juventud en general-carecen no solo de las libertades fundamentales, sino también de algo tan imprescindible en nuestra época como el acceso a Internet, limitación que los margina del mundo global y que lastra, también, la capacidad formativa en sus escuelas y sus universidades.
La realidad es que, en materia económica, Cuba es otro planeta. Es un país con dos monedas: el peso cubano, con el que se pagan los salarios y se compra la canasta básica de alimentación que subsidia el Estado, y el CUC que es la segunda moneda del país [que está equiparada al dólar], la que se utiliza para el mercado libre, y que equivale a 25 pesos.
El costo de los productos subsidiados que conforman la canasta básica se expresa en pesos, y el valor total de la misma está en torno a los 50 pesos, pero eso no asegura una alimentación aceptable más allá de diez o quince días del mes. El resto de lo necesario hay que conseguirlo en el mercado libre, y pagarlo en CUC. Como el salario medio es de 450 pesos [18 CUC, es decir 18 dólares, muy por debajo de los 89 dólares que es el salario medio de Haití], un cálculo fiable indica que una familia media necesitaría entre 70 y 110 CUC, es decir entre 1.750 y 2.750 pesos para una alimentación y una higiene básica adecuada.
La llamada generación de los nietos de la revolución está hastiada y desesperada por su falta de futuro, por eso buena parte de los que -por uno u otro motivo- consiguen salir del país hacen lo imposible por no volver.
Cuando Obama dice en La Habana que Cuba será lo que quieran los cubanos está demostrando el reconocido pragmatismo estadounidense y una buena dosis de inteligencia política. Sabe cuáles son los más graves problemas de los cubanos; sabe que esa generación de los nietos de la Revolución presionará en favor de los cambios cada vez con más fuerza; y sabe que la actual gerontocracia difícilmente podrá mantener un castrismo sin los Castro. Cuba, ha dicho Obama, no es enemigo para los Estados Unidos de América, y parece interesado en demostrarlo. Así pues, apuesta por los cambios económicos que favorecerán a la mayor parte de la población, convencido que de ellos se seguirán después los cambios políticos. Parece que Washington trata de dejar de preocuparse por Cuba y de comenzar a preocuparse de forma efectiva por los cubanos. Ojalá no sea un espejismo.
Una prueba inequívoca de buena voluntad política será que el Poderoso Vecino del Norte, que dijera Martí, levante el embargo que impuso hace más de medio siglo sobre la Perla de las Antillas.