Las huellas del Siluetazo. A 40 años del Golpe de Estado Argentino
El Siluetazo es una de las prácticas estético-políticas más conocidas entre las que, en Latinoamérica, intentaron generar actos de resistencia frente a la violencia del terrorismo de estado. Ana Longoni[1] definió a esta experiencia –que consistió en trazar las siluetas de los desaparecidos a escala humana sobre los más diversos soportes urbanos en varias ciudades argentinas en octubre de 1983- como una consecuencia de la voluntad de representar la « presencia de una ausencia ». Se trató de la iniciativa de tres artistas visuales (Rodolfo Aguerreberry, Julio Flores y Guillermo Kexel) que, para ponerla en obra, se asociaron con las Madres de la Plaza de Mayo y otros organismos de militantes y resistentes a la dictadura. La idea fue tomada de un trabajo previo del artista polaco Jerzy Skapski, el que, a fines de los años 1970, realizó una obra que fue reproducida en El correo de la Unesco en la que se podía observar 24 filas de pequeñas siluetas de mujeres, de hombres y de niños, acompañadas del texto que sigue : « Cada día en Auschwitz morían 2370 personas, el número de figuras aquí reproducidas. El campo de Auschwitz funcionó durante 1688 días, el número impreso en este afiche. Se estima que el número de muertos en Auschwitz alcanzó los 4 millones ».
Una vez la idea fue puesta a punto, ella se presentó a las Madres, quienes la aprobaron. Sin embargo, y ateniéndonos a la reconstrucción de la acción realizada por Longoni, pueden destacarse algunos puntos que muestran la sagacidad política, filosófica y estética de las Madres, respecto sobre todo a la cuestión de la desaparición. En primer lugar, ellas se opusieron a la idea de « singularizar » las siluetas con características tomadas de los retratos de los desaparecidos. Para ellas, era preciso encontrar otra solución para indicar el carácter « transpersonal » de la desaparición, más allá de todo crimen determinado en el cuadro del derecho penal (hasta el día de hoy no existe la figura de un delito por la « desaparición », sino que se castiga a los responsables por el delito, imprescriptible, del « secuestro permanente ») . Se mata o elimina siempre a alguien determinado, con un nombre y un rostro, pero cuando se hace « desaparecer » a alguien, no hay rostro, y su nombre es el nombre de un fantasma. Por otro lado, se produjo una discusión entre las Madres y algunos artistas en torno a la idea –defendida hasta el día de hoy por las Madres y que es el motivo de que se las llame « las locas de la Plaza de Mayo »- de la « reaparición en vida » de los desaparecidos. Esta idea suponía, para las Madres, que no se debían representar las siluetas desplegadas en el suelo ya que ello significaría que se las identificase inmediatamente con cadáveres, la que era –siempre según Longoni- la idea de ciertos artistas que querían trabajar con la metonimia sugerida por la técnica policial de los dibujos de las siluetas de cadáveres en una escena del crimen, desginando directamente a los militares como asesinos (sin embargo, desde un punto de vista filosófico y jurídico, sabemos que el crimen, propiamente indefinible, de la desaparición, es peor que el del asesinato).
Por otra parte, es preciso señalar que los efectos estético-políticos (en el sentido del « reparto de lo sensible » descrito por Rancière en su teoría política) del Siluetazo corresponden a lo que podemos definir como los « efectos sociales » de la reproducción mecánica de la imagen (aunque en este caso se trata de la técnica del stencil y no de la fotografía propiamente). Estos efectos, como se sabe, fueron descritos por Walter Benjamin. Según éste, ellos se situaban en el contexto de una gran crisis de la imagen : el fin del reino del « valor cultual » de las imágenes y el principio del que define su « valor de exposición ». Esta crisis, según Benjamin, implicaba que, si desde sus orígenes más arcaicos, la imagen poseía una función que podía definirse como « mágica », es decir, manifestando –en el culto- la presencia real de seres invisibles que controlan el devenir, con el advenimiento de la reproducción mecánica la aproximación secularizada ya instalada en el Renacimiento (el valor de exposición) va a imponer una relación propiamente política con las imágenes. Esta relación está determinada por las condiciones de producción que permiten un desarrollo tecnológico particular. El conflicto se manifiesta con una potencia particular, según Benjamin, en los retratos fotográficos, ya que si por una parte toda fotografía, en tanto que producto de la reproducción mecánica, implica la exacerbación del valor de exposición contra el valor cultual, por otra parte el retrato señala, en tanto que representación del rostro humano, « el último refugio del valor cultual », es decir, del aura. Según Benjamin, « el culto del recuerdo de los seres amados, ausentes o difuntos, ofrece al ritual de la obra un último refugio.
En la expresión fugitiva del rostro humano, en antiguas fotografías, el aura parece arrojar un último fulgor. Es lo que hace su incomparable belleza, toda cargada de melancolía ». Sin embargo, con las fotografías tomadas por Atget en torno al 1900 puede verificarse una emancipación casi total del momento político de las imágenes como consecuencia de la desaparición del rostro humano en esas fotos –tomadas en las post-comuna de 1871-, y entonces el fin de la autonomía de la imagen respecto al « culto del recuerdo de los seres amados » (culto, dicho sea de paso, que está en la base del término latino « imago », de donde deriva nuestra « imagen »). Vaciadas de toda humanidad, Benjamin definirá a las fotos de Atget como las fotos de la « escena del crimen », donde todo nos obliga a buscar indicios, huellas y rastros de esta inhumanidad criminal.
La relación, entonces, entre el Siluetazo en tanto obra colectiva nacida de la alienza entre artistas y militantes políticos de la resistencia en torno a la « realidad espectral » de la desaparición, y la imagen producida gracias a la reproducción mecánica –el stencil como desplazamiento o extensión de lo fotográfico-, es una relación propiamente política, en el sentido de Benjamin. La idea de las Madres de no reproducir los rostros de las siluetas es asombrosa en su proximidad a la definición benjaminiana del momento político de la imagen moderna. Los artistas, más cercanos a una concepción mágica de la imagen, consideraban que la representación del rostro haría más « humanas » dichas siluetas. Al mismo tiempo –para decirlo con Lyotard- el asunto fundamental del pensamiento político después de la catástrofe, es aquel de la inhumanidad de lo humano. Es tal vez por ello que será preciso, en la elaboración de una filosofía política de la desaparición, que debe considerar el fenómeno de la reproducción mecánica como un momento esencial, distinguir entre las nociones de « huella » y « marca » : la primera conduciéndonos más bien por el lado de aquello que, no estando ya más allí, permite que su inscripción permanezca bajo el signo de la espectralidad ; la segunda por el lado de una identidad a sí del objeto inscrito como inamovible. La huella abriendo entonces hacia un pensamiento de la política moderna (la inhumanidad de la violencia extrema como parte esencial de nuestra cotidianidad), la marca hacia un pensamiento de una religión de la imagen (el Santo Sudario). El Siluetazo fue un conjunto de huellas que cubrieron las ciudades argentinas como una serie de cicatrices.
[1] LONGONI, Ana, BRUZZONE, Gustavo (comp.), El siluetazo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2008