La genética y su ética social
A principios de los años noventa, el revolucionario y millonario proyecto de investigación sobre el genoma humano atrajo miradas de todo el mundo. Su ambicioso objetivo era conocer la secuencia completa del ADN de los seres humanos y se coronó con un rotundo éxito en 2003, dos años antes de su programada finalización, con un mapa completo del genoma humano. En el ínterin despertó un amplio debate entre científicos e intelectuales acerca de las implicancias de este descubrimiento. Se trataba especialmente de las consecuencias éticas de estas investigaciones.
Había precedentes para este debate. El término bioética ya se conocía desde los años setentas y la historia de la ciencia del siglo veinte atestiguaba diversas disputas sobre los límites de la investigación científica. Una de sus primeras formas –y aún persistente- fue la disputa nature/nurture (naturaleza/crianza) que marcó el inicio de la antropología cultural en Estados Unidos a principios del siglo veinte.
A mediados del año 1925 una joven estadounidense llamada Margaret Mead, entonces estudiante de una desconocida disciplina llamada antropología cultural, iniciaba un viaje a las remotas islas de Samoa, ubicadas en pleno Pacífico sur y bajo la administración colonial de los Estados Unidos. Su objetivo era conocer y explicar las costumbres y estilos de vida de los habitantes nativos de estas islas, empleando un método de observación directa conocido como la etnografía.
Mead había sido una estudiante brillante y siendo muy joven se había decidido por esta nueva disciplina científica, la que tenía por objetivo comprender las costumbres de pueblos primitivos y exóticos, y alejados geográficamente de las grandes metrópolis, mediante métodos de investigación tomados de la historia, la geografía y otras humanidades. Recién concluidos sus estudios de maestría, se embarcó en un viaje hacia Samoa para contrastar empíricamente las ideas de su maestro en la Universidad de Columbia y fundador de la antropología cultural, Franz Boas, y de este modo obtener también su doctorado en esta rama científica.
Como resultado de su experiencia etnográfica, publica en 1928 el libro “Adolescencia y cultura en Samoa”, el que se convierte rápidamente en un best seller y da una inusitada popularidad a ella y a esta nueva antropología. Su relato sobre la vida de los nativos de Samoa era de un estilo literario sencillo y sin los formalismos típicos de la escritura científica. En cierto modo, se trataba de un diario de viaje, semejante a los antiguos escritos de Heródoto o a las novelas de Robert Louis Stevenson. A pesar de estas semejanzas, el libro de Mead contenía una propuesta radical que creía haber demostrado a raíz de su viaje a Samoa.
Las exóticas costumbres de los samoanos y muy especialmente su desinhibida moral sexual, no eran para la autora el resultado de un supuesto “atraso” evolutivo racial o biológico. La causa debía buscarse en otro lugar. Su argumento era que los samoanos son diferentes debido a su educación, esto es, a la manera en que se enseña a los niños y niñas. Por esto, sostuvo, los samoanos no experimentan una crisis cuando entran en la adolescencia y las actitudes de rebeldía, frustración y desorientación que se consideraban universales a la especie humana, no eran en realidad más que un producto histórico y social de un grupo humano particular. Si bien el ser humano posee un cuerpo y una naturaleza, es su sociedad y su cultura lo que determina su conducta y formas de vida.
El impacto que produjo esta obra en la opinión pública estadounidense fue fuerte y duradero. Mead había dado fundamento científico a un estilo de vida liberal y de paso había cimentado una actitud hostil hacia toda forma de determinismo biológico, como el que habría de dominar posteriormente a la política racial de la Alemania nazi. En definitiva, la disputa nature/nurture se decidió a favor del segundo término y, de este modo, se prestó especial atención a la educación y la crianza como causas de la conducta humana.
Historias como la de Margaret Mead encuentran parangones por doquier en el siglo veinte. No solamente en el plano de la antropología o las ciencias sociales, sino también en la política, el derecho o la ciencia. La “cultura” o “sociedad” (para este caso, el término es un mero tecnicismo) pasó a ser el factor determinante de la diversidad de conductas y formas de vida humanas. El concepto de raza desapareció prácticamente de la ciencia luego de la segunda guerra mundial, y toda correlación entre biología y conducta humana fue luego vista con sospecha.
El triunfo de esta visión de mundo estaría hoy en día incubando una profunda pero silenciosa crisis. Presenciamos periódicamente logros espectaculares de las neurociencias y la investigación genética aplicados a la conducta humana, y con ello ha surgido de manera desapercibida una nueva “sociobiología”, antes estigmatizada por su peligrosa afinidad con ideologías fascistas y prejuicios raciales. Su consolidación se debe a una feliz mezcla, entre el éxito de sus investigaciones y una cortés condescendencia hacia todo lo relacionado con la sociedad y la cultura. Al menos en lo que concierne a la conducta humana, se reconoce hoy que existe un terreno aún desconocido e inexplicable. Con esto, esta nueva perspectiva se asegura contra el reproche de favorecer un determinismo biológico y también evita afrontar consecuencias morales y políticas indeseadas. Sin embargo, no ha logrado zafarse del escrutinio de la ética.
Examinemos por un momento un caso ejemplar.
El cinco de diciembre pasado, el periódico chileno La Tercera, en un artículo llamado La discusión científica del año, comenta parte de un reportaje aparecido previamente en la revista estadounidense New Yorker. El tema central es una nueva técnica de ingeniería genética llamada CRISPR/Cas9. El método en cuestión es una especie de “editor” genético, el cual permite intervenir cualquier tipo de célula para favorecer o suprimir determinados aspectos genéticos de ella. Si bien la práctica en sí posee precedentes más antiguos, lo que resulta novedoso es su bajísimo costo y fácil aplicación. Los materiales para su uso se podrían conseguir por menos de 30 dólares y no se requiere de un entrenamiento altamente especializado, al punto que incluso estudiantes de postgrado podrían dominar fácilmente la técnica y aplicarla para obtener resultados en plazos muy breves.
Las implicancias para la investigación con seres humanos son evidentemente enormes. Desde esperanzadoras terapias contra enfermedades todavía incurables que se encontrarían programadas en nuestro ADN, hasta una nueva herramienta de eugenesia para crear seres humanos con rasgos físicos e intelectuales superiores al resto de la población. Las múltiples posibilidades que abre este desarrollo, motivan no solo a la abigarrada imaginación de médicos y científicos, sino también a la preocupación por los alcances éticos de la ingeniería genética.
Está de más preguntarse si es posible evitar un uso indebido de esta técnica. La respuesta rápida pero inequívoca es que es altamente improbable. Jennifer Doudna, pionera en la investigación y aplicación de CRISPR/Cas9, teme que a pesar de lograr determinados consensos en comunidades científicas occidentales sobre sus límites de aplicación, no existen prácticamente barreras éticas o jurídicas en países como China, donde incluso se está gestando una industria basada en la ingeniería genética animal. Es decir, para esquivar prohibiciones y sanciones, bastaría con el outsourcing.
Para el antropólogo y sociólogo francés Bruno Latour este tipo de problemas no serían un caso aislado. Según este autor, esta clase de desarrollo de las ciencias naturales resultaría en una amenaza a una cosmovisión que mantiene la supremacía de la sociedad por sobre la naturaleza –como ejemplificamos con Margaret Mead. La diferencia entre naturaleza y sociedad no sería más que una ilusión de la modernidad, y dado que dicha distinción no es más que una convicción en parte científica y en parte política, es que “nunca hemos sido modernos”.
Siguiendo a Latour, CRISPR/Cas9 sería un ejemplo paradigmático de lo que este autor denomina un “actante”. Un actante es un híbrido entre naturaleza y sociedad, en este caso uno compuesto de científicos, laboratorios, genes, ideologías, políticos, jueces, periodistas, reputaciones, disputas, etc., los que en conjunto forman un colectivo. En el actante, naturaleza y sociedad se mezclan y se funden.
Es prematuro aún concordar con Latour acerca de la disolución de la frontera entre naturaleza y sociedad, así como lo es insistir con Margaret Mead en la preponderancia de una por sobre la otra. Tanto Mead como Latour se valen de una tradición filosófica cartesiana, la que distingue a un sujeto que conoce de un objeto conocido, solo que Latour juega ingeniosamente a invertir los papeles. En ambos casos, sin embargo, se esquiva la pregunta por el observador de la naturaleza y la sociedad, aún si se cambia el sujeto por el objeto.
Cuando en cambio se entiende la ciencia como una praxis comunicativa, naturaleza y sociedad aparecen como resultado de un observador que divide al mundo en estos dos polos. La ciencia es así un complejo sistema de comunicación que se reproduce sobre sus propios acuerdos o desacuerdos. A fin de cuentas, incluso los libros de Latour son objetos que forman actantes de la ciencia solo cuando los científicos los leen y comentan, es decir, cuando comunican sobre ellos.
El modo de vida occidental y liberal tiende a favorecer el crecimiento de estos sistemas de comunicación que siguen sus propias lógicas, como es el caso de la investigación científica y genética. Estos sistemas crecen internamente y pueden contener, tolerar e incluso fomentar contradicciones en su interior. Así, la ciencia que es comunicación y por tanto es social, puede introducir a la naturaleza como comunicación propia, mezclar ambos términos en una teoría de actantes e híbridos, o desarrollar técnicas genéticas para modificar la naturaleza humana a corto y largo plazo, con la incertidumbre y perplejidad que implica esto último. La técnica CRISPR/Cas9 nos muestra el lado menos iluminado de la ciencia, donde el ansia de conocer muestra su carencia de límites y puede llegar a lugares que posiblemente no quisiéramos que llegue.
Para esto, la ética de la genética no puede ser meramente una ética de la investigación científica, esto es, una ética profesional. El alcance y relevancia de la investigación genética indican que esto es insuficiente. Muestra de ello es la importancia que le ha otorgado la UNESCO que en 1997 proclamó una declaración universal sobre el genoma humano.
La ética de la genética ha de probarse como ética global si es que ha de hacer frente a la investigación científica y a su uso no científico. La mayor incertidumbre a este respecto es si existen hoy en día los elementos, los avances preadaptativos para una ética de este tipo en una sociedad tan compleja como la nuestra.