La Teletón y aquella discapacidad que no tiene rehabilitación
Cuando el escritor Enrique Lafourcade osó exponer abiertamente sus discrepancias respecto de la Teletón, por allá por 1982, el juicio de la opinión pública fue lapidario en contra del crítico, siendo quemado en la hoguera. Cualquier opinión que cuestionara la obra encabezada por Mario Kreutzberger, figura intocable y verdadera “vaca sagrada” de la televisión chilena, representaba un sacrilegio. Ningún argumento, por muy inteligente y atendible que pudiese ser en cuanto el planteamiento de la legítima duda sobre la transparencia de los mecanismos, procesos y destinos de los recursos obtenidos, podía ser considerado en serio. Hacerlo, siquiera pensarlo, resultaba una afrenta. La sociedad entonces era bastante más inocente y crédula que la actual, el miedo a pensar distinto estaba latente y mordía fuerte. Era una época llena de censuras y autocensuras, de miedos y silencios. Manifestar dudas respecto de la campaña masiva, del tipo que fuesen, significaba quedar con el estigma de la “oveja negra”, una mala persona, fría, sin sentimientos. Nadie podía restarse al llamado, a la convocatoria. Al mensaje omnipotente que surgía desde todos lados y al que todos debíamos plegarnos. Desde entonces, el número de la cuenta bancaria para el depósito solidario, repetido una y otra vez por el animador, incansable creador de jingles publicitarios, ha quedado grabado en el inconsciente colectivo como un verdadero clásico de aquella década en la que él fue amo y señor de la pantalla chica. Los periodistas Patricio Bañados y Pedro Carcuro también se sumaron, posteriormente, a las incipientes, minoritarias y condenadas críticas, las que jamás hicieron mella en la iniciativa. Al contrario. El cuestionamiento al procedimiento fortaleció la defensa cerrada de la campaña, la que a pesar de todo sigue de pie.
Claramente, nadie que posea un grado básico de sensibilidad y empatía podría negarse al buen propósito de ayudar a niños y niñas con problemas de la naturaleza de quienes son atendidos por la Teletón, más aún si los resultados concretos de la obra muestran ser de gran ayuda para la calidad de vida de miles de pacientes, quienes no podrían haber sido atendidos ni tratados de la misma manera en el sistema público. Otra deuda más del estado chileno. A modo de ejemplo, hace unos años la región de Aysén –en donde los casos de niños y niñas con este tipo de problemas son de los más altos del país-, no contaba con un centro Teletón. El único hasta entonces existente resultaba insuficiente para atender la demanda, a pesar de todos sus esfuerzos. Los pacientes entonces debían trasladarse a Puerto Montt, con el costo que ello representaba en términos de pasaje de avión, que es la forma más directa de poder salir de la región dada la inexistencia de conectividad directa vía terrestre por territorio nacional. La inauguración del centro Coyhaique en 2013 vino a entregar a las familias que lo necesitaban un nivel de prestación de primer nivel, con profesionales médicos y especialistas -algo tan escaso en la salud pública chilena, sobre todo en zonas extremas- que otorgan un servicio de calidad y dignifican la situación de estas familias, muchas de ellas provenientes desde zonas rurales carenciadas. Y eso se agradece harto. Pero el punto es otro. Se trata de la forma, no del fondo. Algo que muchos dicen que no importa. Pero sí importa.
Recuerdo haber escuchado de pequeño, en más de alguna ocasión, críticas a aquellas mujeres que en cada semáforo en rojo se acercaban a los automóviles para pedir dinero con un niño en los brazos. “Para dar lástima”, decían no pocos, negando la moneda. “Puro show”, y como en un acto de extraña justicia castigadora del engaño las miradas pasaban de largo y la pobreza era ignorada, volviendo a ser invisible. Lo mismo podría decirse, con ese criterio, acerca de la cadena televisiva que durante 27 horas se toma la pantalla nacional, con un nivel de producción importante que incluye la presentación de diversos artistas. Todo diseñado de acuerdo a la lógica del show business, mediante la cual la ciudadanía es compelida a donar dinero para ayudar. “¡Levántate papito!”. Cómo quedar mal con los niños, hay que darles buen ejemplo, valores. Y ahí va el papito. Nadie puede quedar fuera de esta iniciativa, a riesgo de quedar como una persona insensible, fría, egoísta. De poco importa que el directorio de la fundación esté conformado por personajes ligados estrechamente al retail, a farmacias coludidas, a Penta. Que juntos conformen un círculo dentro del cual la filantropía no sea precisamente la inspiración de sus motivaciones. De acuerdo a un estudio realizado por el economista Germán Polanco a raíz de la colusión del confort, el total estimado de ganancias obtenidas por las empresas involucradas supera los 800 millones de dólares. Es decir, 20 veces la meta de la Teletón de este año. Durante 2012 las isapres obtuvieron, por concepto de cotizaciones, más de 66.000 millones de pesos en ganancias, monto suficiente para cubrir 3 teletones más. ¿Es necesaria una campaña masiva para obtener recursos que permitan ayudar, estando ellos sobradamente disponibles para los fines solidarios pretendidos sin que sea necesario escarbar aún más en los bolsillos de los consumidores? ¿De verdad da lo mismo?
Guardando por cierto las proporciones de la comparación, las actividades oscuras llevada a cabo por personajes como Pablo Escobar también daban lo mismo a quienes recibían parte de los beneficios de sus operaciones. Personas que contaban con la satisfacción de algunas de sus necesidades en tanto derechos sociales no cubiertos por el estado, gracias a una generosidad a la que se debía lealtad y defensa. Es entendible. Dicen que nadie muerde la mano que le da de comer. Ahí está la clave del negocio. Pero eso no puede ser aceptable. No puede dar lo mismo, porque si da lo mismo, quiere decir entonces que como sociedad estamos mal, que preferimos hacer la vista gorda porque lo que importa son los resultados, no los cuestionamientos. Pero éstos, porfiados, siguen siendo necesarios, porque tienen sentido. No son críticas sin fundamento hechas desde la amargura o el resentimiento que varios gustan de señalar como los motivos de estos comentarios. Por ello, no se trata de oponerse a la rehabilitación de personas, sino de reflexionar respecto de un modelo de ayuda que más que solidario representa una oportunidad de negocios para el lucro de las empresas patrocinadoras, las que podrían perfectamente financiar iniciativas de este tipo con los recursos que obtienen permanentemente a costa del abuso de los consumidores, sin que sea necesario además montar un show mediático destinado a incentivar emocionalmente la entrega de todavía más dinero.
En un contexto de grandes revelaciones que han dejado al descubierto la verdad acerca de cómo han funcionado y siguen funcionando las cosas en nuestro país, ante el descubrimiento que hace la ciudadanía sobre esta realidad solapada bajo el traje de decencia y el lento despertar de la conciencia aturdida de un culatazo en 1973, la publicidad reacciona. “No se dé tantas vueltas y aporte”, instruye Kreutzberger en un comercial. No lo piense tanto, no se lo cuestione. Haga su donación. Coopere. La obra de la Teletón lo demanda. Sin embargo, no alcanza, nunca alcanzará para rehabilitar tanta discapacidad ética y moral de quienes hacen de la solidaridad otro millonario negocio más.