La Hipótesis Securitaria, el otro fracaso del modelo

La Hipótesis Securitaria, el otro fracaso del modelo

Por: El Desconcierto | 18.07.2015

[caption id="attachment_49135" align="aligncenter" width="610"]/Foto: Presidencia de la República /Foto: Presidencia de la República[/caption]

El populismo punitivo en política es como el delantal médico para Bachelet: grito y plata. La retórica cortoplacista ayuda a apaciguar la percepción de temor de la población frente a la posibilidad de ser víctima de algún delito y, de paso, evadir el tratamiento eficaz de un problema de raíces estructurales. Pero este fenómeno, que ha generado controversia las últimas semanas a partir del cacerolazo contra la delincuencia realizado en las comunas más ricas de la capital, es de larga data.

En 1998 el Informe de Desarrollo Humano del PNUD llevó por título Las paradojas de la modernización. En él se señalaba que el modelo neoliberal chileno generaba sus propias externalidades negativas: el crecimiento económico no alcanzaba los niveles de bienestar social esperados. Al contrario, el malestar se instalaba junto a fenómenos como la inseguridad y el miedo al otro. Lo más sorprendente de estas paradojas es que a lo largo de toda la década de los ’90 se habían ejecutado políticas de Seguridad Ciudadana, acompañadas de la creación de la Fundación Paz Ciudadana, la concesión de cárceles, la Tolerancia Cero, botones de pánico, patrullas municipales, y una fuerte campaña publicitaria de la mano de Don Graf para darle Un mordisco a la delincuencia. Todas ellas fracasaron. El bombardeo mediático lo único que logró instalar fue una sensación de alarma pública que trajo como resultado que los índices de percepción de inseguridad subjetiva aumentaran considerablemente, mientras que objetivamente las estadísticas de delitos mantenían sus cifras en una constante. Lo mismo revelan los datos más recientes. Es decir, el paradigma securitario asumido por el Estado no fue la respuesta al problema de la inseguridad sino su detonante.

Sin embargo, a pesar de no obtener los resultados esperados, cabe la pregunta ¿por qué transversalmente todos los sectores políticos insisten en aplicar la misma estrategia punitiva como respuesta al problema de la inseguridad?

El mito del alza en las tasas de delincuencia fue el recurso discursivo de la derecha, utilizada sobre todo los primeros años de transición democrática, como argumento para ejercer oposición política a la Concertación. La democracia se presentaba como un escenario incierto, propicio para la emergencia de nuevos desordenes, al que sólo la derecha podía atender justificándose en su experiencia previa: la dictadura como generadora de orden social. Sin embargo, dado el impacto mediático que alcanzaba este mito en la opinión pública, la Concertación subordinó su discurso –y su voluntad política– a la terminología punitiva, castigadora y represiva del otro bloque político, cediendo ante la perspectiva ideológica de quienes diseñaron los pilares fundamentales de la sociedad durante los diecisiete años previos.

La Concertación, hoy Nueva Mayoría, fracasó desde el momento en que asumió el lenguaje de sus adversarios, lo internalizó y se sintió cómoda utilizándolo. Además, se rindió ante el proyecto neoliberal de la dictadura, profundizándolo, perfeccionándolo y promoviéndolo. Este es a grandes rasgos el argumento que defiende Ahumada y Mayol en su reciente obra: Economía política del fracaso. La falsa modernización del modelo neoliberal. La característica del modelo chileno es definida por los autores como un régimen de acumulación rentista dependiente (financiero, extractivista y comercial), que aseguró crecimiento económico durante décadas pero no logró modernizar al país. Cuestión que ideológicamente es tomada como la misma cosa por la Hipótesis Modernizadora y que es adscrita transversalmente por todo el espectro político, al menos de los dos bloques hegemónicos.

La Concertación no sólo asumió la Hipótesis Modernizadora en el terreno económico, como identifican los autores de la obra antes señalada, sino también la Hipótesis Securitaria en el terreno de la regulación social, desplazando la seguridad amparada en derechos para pasar a un estado de control que construye otredad bajo la idea de temor. El delincuente es la amenaza latente que atenta contra las libertades ciudadanas, que se materializan en la propiedad privada.

Aquella Hipótesis Securitaria es, básicamente, una consecuencia de la matriz socio productiva chilena y la función asumida por el Estado dentro del proyecto modernizador. Desde los gobiernos radicales hasta el golpe de 1973, el proyecto desarrollista instaló la voluntad por garantizar ciertos derechos sociales que permitían sellar un pacto de seguridad entre un Estado de compromiso y la sociedad. La seguridad era entendida como el acceso a la vivienda, salud, educación y trabajo digno. Sin embargo, la dictadura, como contrarrevolución capitalista, desmanteló al Estado desindustrializando la economía, mientras el entreguismo concertacionista ahondó las reformas neoliberales otorgándole un rol subsidiario frente a las áreas que el mercado no puede resolver por sí solo. Empleos precarios, constante endeudamiento, precarizan la vida de la población que ve mermada toda expectativa de futuro por la atención inmediata de las necesidades. Es aquí donde la gestión de estas inseguridades se vuelca la modalidad de gobierno, reafirmando el fracaso de un modelo de sociedad que otorga excesivo protagonismo al mercado.

Mientras el Estado, regido bajo el principio de subsidiaridad, niega derechos universales focalizando el gasto, despliega una función criminal activa desde dos perspectivas. Primero, criminalizando la pobreza al homologarla con el ejercicio de delitos. Que fácilmente puede observarse en la centralidad de los noticiarios en la crónica roja, buscando persuadir a la audiencia para que haya empatía con las víctimas mediante la dramatización de los reportajes. Instalando una batalla moral entre los ciudadanos “honrados”, que respetan el trabajo y la propiedad, versus los “antisociales”, resultado de la misma sociedad. Y, segundo, como lo denominó hace unos días Paula Ahumada, en una columna titulada El eterno retorno de nuestro individualismo posesivo: sobre propiedad y policía, la función represiva en la instalación de un Estado policial que busca resguardar los derechos de propiedad para que el mercado se desarrolle libremente.

El desmantelamiento del Estado, ejecutado por todo el espectro político, redujo su capacidad a las funciones más conservadoras que se le atribuyeron, la de aparato represivo. Hoy, en medio de la crisis de legitimidad de las instituciones democráticas, junto con los escándalos de corrupción económica, la prerrogativa punitiva se presenta como el último bastión del poder: el lucro como mito redentor se derrumbó, la democracia de los tecnócratas murió ahogada en el flujo de propinas del capital rentista y el gobierno reformista clama la llegada de la vieja guardia para imponer orden y estabilidad. Hoy la policía (no la democracia, no el mercado, no la república) es la institución que más genera confianza.

La falsa idea de modernización generó su propia tipología de gobierno: el control policial de la población junto a la alianza rentismo-tecnocracia en las altas esferas del poder. 

El control social es la herramienta para salvaguardar la legitimidad del modelo hoy agónico, y la función policial del Estado no es más que la continuidad de la máxima de Thomas Jefferson: el precio de la libertad es la eterna vigilancia. Por cierto, la libertad de mercado.