Prólogo de Atilio Borón a "Max Weber: poder y racionalidad" de Pablo Salvat
Tómese cualquiera de los grandes temas de nuestro tiempo: el capitalismo, la burocracia, el Estado, el liderazgo político, la dominación, la ideología, los valores, las religiones, la historia económica y social… Sobre todos ellos Max Weber tendrá algo (siempre muy interesante) que decir y sobre lo cual reflexionar. Si aparte de todo esto, un estudioso de estos temas como Pablo Salvat Bologna aporta una reflexión filosófica profunda sobre la agenda weberiana inspirada en los avatares de la vida social y política del Chile de hoy, entonces el resultado de tal combinación no puede sino ser una obra fascinante. Y esto es lo que la lectora, o el lector, tiene hoy en sus manos, razón por la cual no puedo sino agradecer la posibilidad que se me brinda de escribir estas pocas palabras con el propósito de invitar a los jóvenes de este país —y a quienes aún siguen siéndolo por el vigor de sus sueños de justicia— a internarse en sus páginas para nutrirse con sus enseñanzas.
Lo que nuestro autor ha hecho es una meticulosa exégesis del rico pensamiento de Weber (con toda razón caracterizado, con ribetes positivos, como “el Marx burgués”), cuyas principales categorías fueron movilizadas para repensar las limitaciones del pensamiento convencional sobre la teoría y la práctica de la democracia, proponiendo una concepción fundada en una nueva formulación de los derechos humanos que permita superar lo que Salvat Bologna califica, en uno de los pasajes más penetrantes de su argumento, como “los tres malestares” del capitalismo contemporáneo: el cultural, el democrático y el ético.
Malestares que no admiten solución en los marcos de una sociedad como la capitalista, en la cual la alienación del individuo, convertido en simple portador de una prodigiosa mercancía, la fuerza de trabajo, constituye un rasgo absolutamente esencial e irreformable de ese sistema. Si aquel recupera su condición de persona humana, y subvierte la cosificación que le ha impuesto la lógica del capital, el capitalismo se desploma. Si la democracia burguesa supera la hendidura que aparta las necesidades colectivas de la gestión de la cosa pública, o sea, si hace realidad la fórmula de Abraham Lincoln que la concebía como “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, entonces dejará de ser la expresión sublimada de una dictadura clasista para convertirse en una democracia ciudadana, absolutamente incompatible con las necesidades de la reproducción del capital.
Lo que torna tan interesante y sugerente este libro es que, a partir del cuadro conceptual y teórico weberiano, su autor trasciende ampliamente el legado del gran pensador alemán. Subido sobre los hombros de un gigante, para usar la conocida metáfora de Isaac Newton, Salvat Bologna expande el rango de los problemas ya avizorados por Weber y para muchos de los cuales su respuesta era insatisfactoria. El siglo transcurrido entre el momento en que Weber diera a conocer algunas de sus principales elaboraciones sobre ciertos asuntos y nuestra época permiten sentar un veredicto que, en muchos casos, aquel no tuvo condiciones de conocer. Por ejemplo, su creencia en las virtudes revolucionarias del carisma, desencadenante —según Weber— de profundos cambios a nivel de las conciencias, fue desmentida por los trágicos hechos acaecidos en la propia Alemania con el ascenso de Adolf Hitler al poder. Y su convicción en los méritos de una democracia cesarista o plebiscitaria —plasmada en su célebre diálogo con el mariscal Von Ludendorff— que condenaba al demos soberano a un papel completamente pasivo y en el marco de un régimen político que de democracia solo tenía el nombre(1).
Sintetizando: si algo hemos aprendido a lo largo de estas últimas décadas es que la gestión de la cosa pública es algo demasiado importante en nuestras vidas como para ser dejada en manos de los políticos, los economistas o los militares, y que la única democracia digna de ese nombre es aquella en el cual el protagonismo, la movilización y la organización populares aportan su impulso vital. Ese y no otro es el sentido profundo de la democracia.
Obviamente, todo lo anterior trasciende de lejos la formulación weberiana. Y es aquí donde se encuentra uno de los principales méritos de esta obra: la de haber recuperado la densa y significativa agenda de preocupaciones de Weber sin quedar atrapado en la camisa de fuerza de las premisas valóricas e ideológicas del gran sociólogo, historiador y politólogo alemán, cuyas teorías se inscriben irrefutablemente al interior del perímetro ideológico delimitado por la economía capitalista y la democracia liberal. Apoyado en las nuevas concepciones acerca de los derechos humanos y en sus previos trabajos en el campo de la filosofía política, Salvat Bologna está en condiciones de plantear incómodos interrogantes al saber convencional de las ciencias sociales y, simultáneamente, aportar valiosas orientaciones filosóficas para los sujetos sociales que hoy en Chile quieren retomar la abortada empresa lanzada por Salvador Allende de construir una sociedad más justa y una democracia genuina, sustantiva, superadora del tosco simulacro político con el que hoy se la confunde(2).
El trabajo de nuestro autor demuestra las insalvables limitaciones de la epistemología weberiana, con su inverosímil exigencia de construir una ciencia libre de valores amparada por la ilusoria “neutralidad valorativa” del científico social. La grandeza de Weber, y una de las razones por las cuales todavía se lo debe estudiar con seriedad, radica paradojalmente en su repudio práctico a esa norma. Allí donde, con un esfuerzo supremo Emile Durkheim pudo “tratar a los hechos sociales como si fueran cosas”, el pensador alemán hubo de arrojar por la borda sus reglas metodológicas en sus escritos políticos, sobre todo en aquellos que brotarían de su pluma luego del estallido de la Primera Guerra Mundial y de modo francamente desorbitado (perdiendo casi por completo el equilibrio del que hiciera gala en La ética protestante o en sus estudios sobre las grandes religiones mundiales) una vez producida la Revolución Rusa, confirmada la inesperada derrota de Alemania en la Gran Guerra y alterado su espíritu ante las tremendas convulsiones de la posguerra alemana. En esas amargas reflexiones, las figuras de Rosa Luxemburg, una enorme intelectual y gran dirigente político, y Karl Liebknecht, otro notable líder político comunista, fueron objeto de ataques de una virulencia que absolutamente nada tenía que ver con las asépticas prescripciones del canon epistemológico weberiano, críticas que ni siquiera menguaron luego de que ambos fueran brutalmente asesinados en Berlín.
La imposibilidad de cumplir con las reglas del método de Weber, puesta dramáticamente en evidencia en los escritos de su propio creador, abre la puerta para una demorada discusión en las ciencias sociales de nuestro tiempo, atrapadas todavía en las redes del paradigma positivista tan repudiado por Weber pese a lo cual compartía con aquel la ilusión de que en un mundo social saturado de valores el observador, en un alarde de hiperracionalidad cartesiana, podía separarse por completo de los influjos emanado de aquellos. Hoy, tan absurda pretensión reaparece oculta bajo nuevos ropajes, donde, por ejemplo, la trágica construcción de un orden democrático —por doquier, en el Tercer Mundo tanto como en los capitalismos metropolitanos— que tuvo como una de sus precondiciones lo que el gran pensador estadounidense Barrington Moore Jr. acertadamente denominara como “una ruptura violenta con el pasado” es falsamente representado en el saber convencional como una serena y pacífica transición desde el autoritarismo a la democracia. Transición cuyo pacifismo se construye a partir del abandono del ideal democrático y su acomodación a las sórdidas realidades de la dominación clasista. Al ignorar estas enseñanzas de la historia, la “ciencia política oficial” redujo la épica construcción de la democracia a un amable compromiso entre elites, que efectivamente se selló, solo que al precio de reducir la democracia a una nueva forma de dominio oligárquico que hace que aquella casi invariablemente terminara siendo una fraudulenta plutocracia en donde la venerable fórmula política de Abraham Lincoln fue sustituida por otra que reza así: “democracia como gobierno de los mercados, por los mercados y para los mercados”.
Por eso es muy apropiada la invitación que, en las últimas páginas de su libro, formula nuestro autor, para, en sus propias palabras, “ir más allá de la concepción de la política como puro ejercicio de una racionalidad formal-instrumental”. Una concepción, aclara, que vincule la teoría y la praxis política con una racionalidad substantiva que siente las bases para la construcción de un nuevo tipo de poder. Esta es, precisamente, una de las asignaturas pendientes en la historia de las democracias, lastradas por su incapacidad para dar origen a un nuevo tipo de poder. El proyecto de la democracia liberal se agota en el simple reemplazo, sea de los que ocupan las posiciones de poder o, en los casos más audaces, de alguna de las principales políticas públicas puestas en acto por el poder. De lo que se trata, en realidad, es de construir un poder de nuevo tipo, lo que exige la superación del legado weberiano —prolongado en nuestros días por la codificación que hiciera Joseph Schumpeter en los años cuarenta del siglo pasado y que marcara indeleblemente a la ciencia política estadounidense— y redefinir toda esa compleja problemática de la construcción de un poder de nuevo tipo a la luz de la línea teórica que conecta Rousseau con Marx y que, en la formulación de este, se resume en el autogobierno de los productores. Este tránsito supone no solo nuevos detentadores del poder, sino una estructuración radicalmente distinta, que lo torne altamente permeable a las demandas y reivindicaciones procedentes de la sociedad. Se trata aquí de algo que va mucho más allá de la accountability y la responsiveness anglosajonas, toda vez que estas perpetúan el abismo que separa gobernantes de gobernados, dado que lo que se propone es la construcción de un poder que condense y potencie el activo protagonismo de los actores sociales, trascendiendo los rígidos límites que abierta o veladamente impone la democracia liberal. Como en tantas otras cosas, nuestra América ha sido pionera también en este terreno: la Constitución del Estado Plurinacional de Bolivia, por ejemplo, contempla la coexistencia —no exenta de numerosas “tensiones creativas”, como las refiere Álvaro García Linera— de tres modelos democráticos: el representativo o liberal, el protagónico y el comunitario, de los pueblos originarios(3). La insatisfacción y las limitaciones del primer modelo, sin duda el más conocido y puesto en práctica, son insoslayables. Las muy elevadas tasas de apatía ciudadana en países como Estados Unidos y Chile son pruebas más que suficientes del hastío originado en un ordenamiento democrático, de raíz schumpeteriana, en donde la ciudadanía solo participa a la hora de decidir quién habrá de (mal) gobernar en su nombre y sin prestar demasiada atención a sus preferencias. Por lo tanto la necesidad de ensayar nuevos modelos democráticos que perfeccionen a nuestros mal llamados “regímenes democráticos” (en su mayoría plutocracias con un tenue barniz democrático) y empoderen a la ciudadanía es un imperativo actual. En su texto, Salvat Bologna nos invita a dar un paso que nos remueva de tan desafortunada situación, y nos ofrece un armazón conceptual que nos permite aventurarnos en estos nuevos territorios de la vida política adecuadamente pertrechados. Es otro de los méritos, y no precisamente el último, de esta obra que me enorgullezco en prologar.
Atilio A.Borón(4)
Buenos Aires, 30 de abril de 2013.
______
NOTAS
1 Recordemos, especialmente para los admiradores incondicionales de Weber en la academia, este sabroso diálogo. Según narra Marianne Weber en la biografía que hiciera sobre la vida de su marido, después de la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial el sociólogo se reunió con el mariscal Von Ludendorff, preocupado por las “amenazantes” consecuencias que para la nación alemana tenía la constitución de Weimar. Weber lo tranquiliza con estas palabras: “En la democracia el pueblo elige a su líder, en quien deposita su confianza. Después de lo cual el elegido dice: ahora a cerrar el pico y a dar el pecho’. Ni el pueblo ni los partidos tienen ya derecho a pedirle cuentas. Más tarde el pueblo emitirá su juicio, y si el Fu?hrer se ha equivocado, ¡a la horca con él!”. A lo que el viejo mariscal responde: ‘Ah, una democracia así cuenta con toda mi aprobación’”.
2 Ver su El porvenir de la equidad. Aportaciones para un tiro ético en la filosofía política contemporánea, Santiago de Chile, LOM Ediciones-UAH, 2002.
3 Cf. García Linera, A., Las tensiones creativas de la revolución. La quinta fase del proceso de cambio en Bolivia, Buenos Aires, Ediciones Luxemburg, 2012. La distinción tripartita está establecida en el Artículo 11 de la Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia, del 2009.
4 PHd. Harvard University. Investigador Principal del Conicet. Profesor Titular teoría Política, Universidad de Buenos Aires. Director del Programa Latinoamericano de formación en Ciencias.