Cortázar, el revolucionario de la lengua (101 años)
Cortázar no es sólo un enamorado de subterráneo, es también un científico y transgresor de la palabra, del relato occidental cartesiano, donde todo tiene un comienzo y un fin. Actualmente, se difunden por las redes sociales imágenes con extractos de las hermosos versos o reflexiones de las obras literarias del argentino. Más allá de las románticas estrofas, ese fallecido escritor prefiguró la hipertextualidad de los relatos, la capacidad de linkear contenidos y la libertad de leer, elementos fundamentales para entender hoy las comunicaciones y los relatos que nos entrega internet.
El concepto que hay detrás de Rayuela y los cuentos cortos es la emancipación del lector como sujeto inmóvil, como un mero receptor de mensajes que pasan frente a sus ojos. Cortázar hizo de la lectura un acto de acción en donde el lector se puede convertir también en productor de la historia. Un acto artístico profundamente político. Todo lo que sabemos sobre las formas de cognocimiento moderno, se fundan en actos transgresores de artistas como Cortázar.
Contar historias llenas de reflexiones profundas y hermosas debe ser una tarea compleja, pero proponer una nueva forma de contar, es revolucionario.
La militancia política de Cortázar reside en fondo y forma, la lectura de una Latino américa marcada por el desplazamiento político de los sujetos marginados, aún así ha sido criticado por su preocupación estética por sobre la política tradicional. A fin de cuentas, las interpretaciones de sus obras son muchas, lo que queda es el relato de un continente al sur que se compone de fisuras, imaginarios colectivos y cotidianidad del ser. Cortázar fue en busca del hombre nuevo pero encontró la lengua y en ella reside la politicidad para dar a los consumidores de la historia, una nueva manera de relatar, una nueva forma de construir historicidad.
La magia y la realidad, tal como lo propuso el recientemente fallecido Gabriel García Márquez, nos habla de esa América del sur mística, profunda y contradictoria. 100 años han pasado desde su natalicio, horas han pasado -tal vez- desde la última vez que alguien construyó un nuevo relato de Rayuela. Y finalmente nos preguntamos: quién es el que escribe cuando leo, quién es el que entiende cuando escribo. Desde donde nos situamos para construir la historia, mágica o realista, el problema es el sitio histórico desde donde nos miramos.
Dejamos aquí, un cuento y quizás la mini ficción más estudiada en la literatura universal: “Continuidad de los parques”
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.