El cuerpo palestino. Sobre la modernidad y el boicot a Israel
Sería absurdo que alguien tratase de engañarnos diciendo que los ataques a Gaza por parte de Israel son una reacción a la muerte de los tres adolescentes israelíes asesinados por desconocidos en Cisjordania, sobre todo después que, a pesar que ningún grupo palestino se adjudicó el crimen, extremistas judíos quemaron vivo a un menor de edad y trataron de raptar a otro de sólo nueve años. Sin embargo, desde Estados Unidos se escucha decir a Barak Obama que “Israel tiene derecho a defenderse”, como si aquello fuese algo que nadie tiene derecho a discutir, en tanto un “Estado en forma” debe proteger sus intereses frente a esa gran masa indiferenciada que le rodea, amenazando su existencia. Una masa que posee el rótulo de “terrorista” tatuado por el poder en la piel, lo que justifica plenamente que niñas y niños sean blanco de los bombardeos que presenciamos por televisión. Ellos, futuros terroristas deben ser frenados antes que tomen un arma, porque a diferencia de quienes son libres –libres incluso de matar-, portan en su cuerpo una potencia que tiene ya inscrito el contenido de su acto.
Un cuerpo destinado a obrar es el que se atribuye a la masa amenazante, por eso se le coloca en contraposición a la modernidad, al progreso y a la libertad. Es un cuerpo demasiado presente y homogéneo, opuesto al del hombre blanco que porta con la individualidad, con la idea de que en él lo inteligible es capaz de dominar a sus facultades sensibles, tan peligrosas. Por eso los niños palestinos pueden morir por decenas, porque su muerte es la de la masa, como si todos los cuerpos fuesen uno, el del terrorista irracional, que se ubica históricamente en otro tiempo, como un remanente peligroso de la medievalidad en los bordes del proyecto moderno por excelencia que es el Estado nacional. Sin rostro más que el genérico, el árabe es similar a lo animal, ese que amenaza con penetrar en el pensamiento y volcarlo hacia el descontrol. A este animal, que la modernidad ha tratado de controlar y asesinar por todos los medios, incluso disponiendo para ello de toda la técnica y la racionalidad instrumental como ocurrió en el nazismo, lo llaman hoy palestino.
Lo que está en juego en Palestina es algo más que una ocupación brutal, una limpieza étnica que convive con un sistema de Apartheid (es decir la mezcla de las dos formas más terribles de dominio y exterminio que conoció el siglo XX), es la construcción paradigmática del proyecto humanista y moderno, donde se plantea con mayor claridad una realidad planetaria, en la que hombres y mujeres son sometidos al poder sobre la vida en tanto vida misma, gestionados para ser productores empobrecidos pero jerárquicos, gustosos de vivir no una vida justa sino una mera vida. Así, quienes se oponen a las reglas del gobierno de la vida son expulsados o asesinados con total impunidad. A los palestinos les ha tocado representar como pueblo una condición vivida en el cuerpo singular de los modernos, la reducción de lo sensible, la imposición de lo inteligible como esfera separada pero dominante. La parte del cuerpo que no se deja dominar, debe ser extirpada para que el organismo no perezca.
En los últimos meses los dos partidos palestinos más importantes, Hamas y Al Fatah, habían llegado a un acuerdo tras largos años de disputas violentas. Habían creado un gobierno de unidad nacional que Israel no podía aceptar, al punto de amenazar a las autoridades de la Autoridad Nacional Palestina de dar por terminado el “proceso de paz” que, a su vez, no es otra cosa que la consolidación de la amalgama entre Apartheid y limpieza étnica. Proceso en que los palestinos obtuvieron apenas un control policial sobre un territorio diminuto, segregado, entrecortado y rodeado por asentamientos israelíes en permanente expansión. La búsqueda de los palestinos por establecer un gobierno de unidad remite precisamente a la unificación que el propio poder ha establecido al interior de su cuerpo y volver indiscernible la parte racional del oprimido que acata suponiendo que es libre (Al Fatah) y aquella animal que se revela a cualquier sujeción (Hamas) y, por tanto, debe ser exterminada.
La verdadera razón de los ataques a Gaza se encuentra, desde esta perspectiva, en la búsqueda incesante de Israel de mantener la excepcionalidad sobre la vida de los palestinos, tanto sometiéndolos a las vejaciones cotidianas que ellos debieran aceptar gustosamente como exterminando a una parte de ellos declarados “ingobernables”. Aún así, que esta atrocidad tenga a Israel como principal responsable, no debe desviar la mirada sobre una comunidad internacional que asume la excepción sionista de forma paradigmática respecto a sus propias prácticas. Israel no puede ser verdaderamente condenado por Europa y Estados Unidos mientras ellos mismos levanten muros, segreguen a los migrantes y asesinen impunemente en cualquier lugar del planeta. Pero la mirada fija sobre el actuar de las potencias, para denunciar su complicidad y participación activa en el proyecto del gobierno de los cuerpos-poblaciones, debe ir acompañada con un gesto inverso que desarticula la lógica del poder y que nos involucra a todos. Porque si bajo la óptica gubernamental la vida destinada a obrar indefinidamente es la de todos los ciudadanos del mundo, la resistencia puede formularse como un des-obramiento. Hoy es posible, respecto de Israel, no consumar la obra inacabable hacia la que la modernidad dispone nuestras vidas, sino más bien un no-hacer. El boicot a Israel en todas sus formas es la manera en que cualquier persona asume su potencia política, y da contenido a esa ya tan escuchada idea que reza “todos somos palestinos”.