No estuve en Arica (porque no subí el Morro)
Afirmo esto, porque como me dijo el taxista –que me llevó al aeropuerto Chacalluta, la noche cuando volvía a Santiago– que si no había subido el Morro no había estado en Arica. Sé que deben ser unas cinco veces las que estado en esta bella ciudad con vista al mar y al desierto. Pero no me canso de reparar en este tipo de comentarios, y que nada tienen que ver con los taxistas –aunque suelen ser en ocasiones, tan buenos o como malos guías turísticos– sino con los lugares comunes asociados a ciertas ciudades, localidades, pueblos o avenidas de algún país o nuestra propia tierra. Si es así, no estado en Buenos Aires porque no he visitado Caminito, tampoco en Río de Janeiro, por no subir al Cristo Redentor, tampoco haber ido a Barcelona, porque no tengo fotos en las construcciones de Gaudí, o finalmente menos estuve en Chiloé porque no entré a la Catedral de Castro. Me aburren los viajes turísticos, nunca tengo plata –porque no la destino– para llevarme suvenires, ni busco fijar con mapas los lugares cronometrados que me lleva visitar, caminar, acaso gastar más de lo debido en taxis, para cubrir cierto itinerario, obligado, de los viajeros. Yo viajo para leer. Creo haberlo dicho antes, o si no lo he referido, digo que todo me confirma, que para eso salgo de casa, para hacer de ese espacio suspendido del tiempo, un momento ideal para viajar dentro de un libro. O hasta más de uno, si la ruta se viene extensa y la única distancia posible es mi nariz de unas páginas donde mis ojos avanzan mejor que cualquier transporte.
En la línea de la rompiente
Ha vuelto la vista. Me impresiona la nitidez de las olas, al reventar en el malecón. En esos bloques de cemento, llamados tetrápodos, que dispuestos como protección en la costanera, serpentean desde el muelle hasta la primera playa. Las olas agitadas, mar verde espumoso, se azotan al salir de golpe, van y vienen, para formar cada tanto una explosión. A mis espaldas el Morro de Arica. Una cara derruida, que en el último terremoto, supo marcar como amenaza que hasta las rocas más firmes pueden un día convertirse en polvo. Los albatros graznan como niños gritando mientras juegan. Una pareja a escasos metros míos se baña en solitario –toda la playa es para ellos– desafiando el frío de un atardecer a comienzos de mayo. Ella lleva un bikini negro y una prominente panza que indica un embarazo de unos cinco o seis meses. Él la mira unos pasos más atrás, viendo llegar la espuma en la explanada que recoge y trae vestigios de minerales y conchas a sus pies. Ella va a dar a luz en julio tal vez. Este puede ser un deseo, un antojo por su estado, el ir a bañarse por la tarde. Él, a quien falta una pierna, sin poder esconder su ausencia, por su bermuda veo correr el agua que baja por ambas piernas de un pantalón rojo con listas blancas. La escena es sencilla. Puede concentrar la soledad, pero, por sobre todo, un rapto de luz y amor cobijándose en el ocaso frente al mar.
Tiempo de calidad
En eso estaba cuando me llamó un amigo. La verdad los días previos, fue muy dificultoso comunicarnos, entre mis reuniones y sus fotos en terreno, dimos con el encuentro a escasas horas de tomar el vuelo. Juan estaba igual, aunque los años habían dibujado una cara de adulto, distinta a la de un adolescente dedicado a la fotografía que le había conocido, en tiempos de la redacción de El Ojo Blindado, en parque Bustamante. Seguía haciendo fotos (trabaja en dos diarios locales y uno de los emblemáticos de la capital) y para sorpresa mía, muchos de los autores que a mediados del 2000, le había sugerido, ahora ya los había leído. Me habló con efusividad de Bolaño y hasta de Zambra, a quien dijo alguna vez hizo unas tomas en su casa de Ñuñoa, pero que nunca había revelado. Y que seguía asociándome con algunos poemas de Bertoni, acaso, porque habíamos comentado, que si existía un mejor fotógrafo en Chile, era el poeta de Concón. Recordó Juan que entonces pensó nos referíamos a la imagen de sus versos, y que luego supo que de verdad éste hacía fotos. Con esa curiosa forma suya de ubicar la cámara a la altura del ombligo para captar el instante casual, esos “momentos de un momento” al decir de Lihn, que le hacía llevarse las mejores escenas de la casualidad, mayoritariamente, de las mujeres que llamaban su atención y él no se animaba a pedir hacerles una foto. No sé si recordamos los manidos conceptos del flaneur y el voyeur, pero ambos sabíamos de qué estábamos hablando. Me contó había sido papá, que la decisión de quedarse en Arica y buscar empleo acá fue su hija, que con apenas ocho meses, le da sentido a ver la vida veinticuatro horas al día detrás de un lente. Mientras lo escucho, pienso aparte de mi propia noción de paternidad –tan lejana a su relato– en que acabo de dejar de usar lentes, luego de una intervención láser, y que la promesa de visitas quincenales con mis hijos, solo se ha ido extendiendo, apenas reducida a unos llamados al celular o salidas semestrales al cine o a comer algo, con dos adolescentes para los que hace tiempo, según sus propias palabras, me ven más como un amigo, que como a un padre. Cuestión que no debería dejarme muy tranquilo, supongo.
Fue grato reencontrarme con Juan en su tierra natal. Viene a confirmar esto del sentido de los viajes, ser un aliciente para ecualizar la vorágine de una ciudad engulléndose a sí misma, tan opuesto a este remanso a pleno sol, donde la espuma de las olas cada día brega por alcanzar la cúspide de una montaña de rocas. La despedida fue sencilla, casi sin palabras, salvo un mensaje de texto a las horas, muy escueto, donde mi amigo me decía, que había sido una reunión un poco breve, pero un tiempo de calidad. Me quedo con esa idea mientras escribo, “tiempo de calidad”.