El “arcarde” de Valparaíso
Interpretando el sentir de todos los de su especie, binominales, ganadores, poderosos, ignorantes y prepotentes, el arcarde, con minúscula, espeta a un poblador que si él vive en las condiciones en que lo hace, es por su propia voluntad. Él, el arcarde, no los invitó a vivir en los cerros.
Así le habla la máxima autoridad porteña a un poblador castigado por el fuego y, peor aún, por la pobreza, ésa que abre y cierra el círculo inflamable que lo enciende.
Y por ahí cerca, muchos estarán asintiendo y diciendo que el arcarde tiene toda la razón. Quién les manda a vivir ahí, arracimados. Quien les manda a ser pobres. Quien les manda a ser. Quién les manda. Quien.
En este país se pringó todo lo que se había avanzado en decencia cuando los poderosos derrumbaron esos sueños delirantes de los pobres y sin más trámites, bombardearon La Moneda, y gente como el arcarde se hizo del poder. De todo el poder.
Y desde esos años, que ya parece un sueño nebuloso, se viene criando una lacra humana que ha hecho del engaño, la mentira, el cohecho, la manera de ascender social y económicamente en un país que para la mayoría de sus habitantes, ha llegado a ser una mierda de país.
Quienes se llenan las fauces con batallas, historias, héroes, pero que son capaces de prostituir a sus madres y a sus tías monjas con tal de echarle un poco más de dinero a sus insaciables bolsillos, son los que mandan y disponen de todo.
Quienes tienen la batuta y el resto de la orquesta son esa estirpe cuasi humana cuyo único destino en esta vida y cuántas hayas más allá, es hartarse de dinero. Tanto, que ni ellos mismos ni sus hijos zánganos ni sus hijas promiscuas pero piolas, podrían decir para qué mierda tanto, si al final gastan la vida eludiendo el peligro del robo, el asalto, la violación, en estas calles atestadas de perdedores.
Esta gente es la que hace que este país sea cada día más agresivo y maldito con su propia gente. Que abandone a su suerte a la gente condenada por el sólo hecho de no haber sido invitados al festín. Que le importe un soberano rábano el sufrimiento de millones.
Cuando un país logra tener como autoridad a personajes como el arcarde, que ha hecho fama, fortuna y relaciones sociales por la vía de engrupir a un populacho ahueonado que ha creído más en lo concreto de un paquete de mercadería, que en lo inasible de la ideas que prometen reformas cambios y revolución, es cuando el país cagó.
Cuando un al-caldillo se enfrenta a un poblador, que hasta votó por el mismo que ahora lo ofende, que lo advierte, que lo amenaza con sus capangas uniformadas, que se burla, para demostrarle que él jamás invitaría a un guatón poblador de la altura porteña ilegalmente ocupada, comedor de sopaipillas de carritos también ilegales, a vivir en esas escarpadas y polvorientas lomas, es que estamos en presencia de un país dentro de otro. O varios ocupando un mismo territorio. Pero que no se tocan.
El arcarde cree con toda justificación que la gente vive donde vive porque es invitada a hacerlo. Y del mismo modo, cree que la gente es pobre porque no ha sido invitada a no serlo. Y que las colas de los consultorios y los hospitales de burla que medio o nada se construyen, invitan no más hasta cuando se les acaban los números entregados a las cinco de la mañana. ¿Quién te invitó a enfermarte, huacho culiao, a ver?
En la cabeza manipuladora del el arcarde, no cabe que haya gente que simplemente no tiene donde vivir y que hace un esfuerzo no desdeñable para lograr algo tan simple, tan mundano y común, como una dirección que dar en algún lado cuando va en busca de trabajo, o para lo que se le ocurra. Y considera que esa dirección, lejana, polvorienta, es su dirección y eso hace la diferencia. No toda la diferencia, pero harta.
Cuando sujetos así son más encima considerados como autoridades, es decir que mandan sobre otros, es cuando debemos aceptar de una vez y para siempre que este país cagó.
Cuando una autoridad malacatosa de esa envergadura es capaz de ser la principal autoridad de un puerto que hace rato que viene siendo un pulguerío sucio y pasado a meado de gatos, con perros estirados por cualquier parte, con ascensores que se caen solos a la espera que algún emprendedor, obviamente privado, los libre de la carcoma y con, más encima, buques de guerra parados como vagos en una esquina, cimbrados por las olas llenas de basura, es que este país cagó pistola.
Con un arcarde con minúsculas como ése, cagó el puerto y se pudrió todo.
Veamos, en contraste, si invitó a los inmorales que construyen ese adefesio llamado el Mall de Barón, encima de la ciudad, afeándolo todo aún más, sólo como un mall puede hacer feos los paisajes.
Bueno, y ahí veremos que en ese caso el arcarde, ignaro por sobre la media, sí los invitó. Esos sí son de sus especie de ganadores, asegurados, fariseos, hijo de perra, travestidos delincuentes simulando decencia con terno y corbata.
Negociantes de cuanto de se pueda compra a un peso y vender a mil, así sean sus hijas su abuelas y demás vejestorios.
Aceptémoslo. Este país está en manos de ratas voraces. De fe de erratas que habría que corregir por fuleros acaparadores de millones hasta lo indecible. Indecentes, cagatintas mediocres, que hacen poblaciones sin un lugar en que la gente pueda caminar, sin árboles, ni plazas; casuchas poco más que perreras, en que la gente debe acomodarse de lo más bien, por cuanto eligieron esa vida y no otra. Falsarios con doctorados en Yale y Cambridge y la que los parió.
Parlamentarios chantas, vendedores de humo, aprovechadores de la ignorancia bien llevada de la gente que los vota y, peor aún, que les cree, forman todos una piara, con el respeto que merecen los cerdos. Y sin el aura que tuvo el Mestizo Alejo o el Loco Pepe, son igual de asaltantes.
Los estudiantes, gente lúcida y lucida como pocos, tienen la virtud inigualable de no creer. Procesan y cultivan la duda benéfica y productiva como casi nadie más. Y desde lejos saben cuando un ministro u otra autoridad se los quiere afilar con la pluma y el verbo de los acostumbrados a mentir.
Y, ojo. Harto poco se han equivocado los estudiantes. Esos que sin pensarlo mucho se subieron a los cerros y fueron bienvenidos por la gente, e hicieron lo suyo sin mayores aspavientos, ni con tanta alharaca, entre militares afirmados de sus fusiles que intentaron e intentarán asustar.
El arcarde quiso pasarse de listo. No le sirvió. Y tuvo que bajar con el rabo entre las piernas, puteando al gordito que le dijo lo que debería escuchar todo malparido que se precie de autoridad, y que no sea sino un aprovechador que en un país decente debería estar a la sombra del olvido o de la cárcel.