Punta del Este o la breve felicidad
Lo que un intelectual duro abomina está en Punta del Este. Pero, como yo no lo soy, me di la oportunidad de un par de días para conocer al enemigo. No me fue permitido totalmente, pues mi presupuesto no alcanzaba para alojarme en el Conrad y ni siquiera para asomarme a las vidrieras de su espléndido casino. El auto que arrendé en Montevideo era un Wokswagen Gol básico y rendidor, insuficiente para competir con los costosos convertibles que lo adelantaban con la prepotencia de un 3.0. No tuve tiempo siquiera de conocer las zonas destinadas a los exclusivos resorts o villas en donde residen importantes estrellas del cine o miembros del jet set latinoamericano. Mi único flirteo con la gloria consistió en aquella noche en que, caminando con mi compañero de viaje, nos sorprendió un arduo aguacero lejos de donde habíamos estacionado nuestro vehículo y, como último recurso, se nos ocurrió tocar a la puerta de un moderno edificio (de esos que tienen un departamento por piso) donde nos recibieron dos formidables conserjes jóvenes, un hombre y una mujer, que parecían sacados de una revista de moda. Ellos, con innegable amabilidad uruguaya, llamaron un taxi y nos permitieron esperarlo en un hall que, aunque sobrio y minimalista, daba evidencias de haber sido construido con materiales nobles y costosos. Sentados, sobre alguno de sus mullidos sofás, pisando lozas de mármol y calculando que en aquella superficie cabrían dos o tres departamentos de los nuestros, vimos caer la lluvia desde adentro; mientras tanto, yo pensaba que, en esas condiciones, sería fácil escribir un poema de amor o un tratado sobre la pobreza en el mundo.
Sin embargo, esa noche de lluvias diluviales había sido precedida por el encanto de una tarde de playa en la parte convencionalmente orientada al Océano Atlántico. En medio de la barahúnda de cuerpos esculturales que lucían su trabajada complexión después de días de laboriosas sesiones de sol y bloqueador, acompañadas seguramente de no menos numerosas horas de ejercicio o de bailes gimnásticos, pudimos instalar nuestro quitasol con sus correspondientes reposeras. Internarse en el agua fue fácil, pues ese Atlántico no exige el ritual penitencial que nos impone nuestro álgido Pacífico. Habituados como estamos al juego de las olas traviesas de nuestro mar que tranquilo nos baña, cruzar la barrera que imponen aquellas sus tímidas hermanas lejanas, tampoco fue difícil. Lo hermoso vino después, cuando, alejados los niños, los nadadores timoratos y los juegos con balones de plástico, el mar parecía brindarse en forma solemne y privativa solamente para uno. En efecto, nada más delicioso que dejarse subir y bajar por esa marea encantadora, decidida a jugar con un cuerpo cansado de la gravitación insolente de la condición humana. No sé si estuve media hora, o más o menos, en ese estado de sujeción voluntaria al movimiento, pero sí sé que habría permanecido más de no ser por la preocupación que tenía por mi compañero varado en la arena cuidando celulares y otras pertenencias sin las cuales es imposible andar hoy por hoy. En ese breve lapso, sentí no obstante, la azarosa liviandad que brinda el tiempo cuando deja abrirse sobre él una brecha donde el olvido y la preocupación, con sus respectivas cargas de pasado y de futuro, se repliegan gentilmente para dar paso a la esquiva dicha del momento presente; sin arriba ni abajo, sin derecha ni izquierda, sin ayer y sin mañana, viví la percepción de la felicidad que sólo se alcanza gratuitamente cuando menos se la busca.
Días después, me detuve a escuchar el discurso de José Mujica ante las Naciones Unidas. Me llamó la atención constatar que su legado más significativo para el Uruguay y para América Latina, coherente con el agudo diagnóstico que realiza del sistema neoliberal, es lo que denominaré como una auténtica “praxis de la felicidad”, nutrida de una concepción vital sobre el trabajo fecundo, el goce del tiempo libre, el ejercicio de la solidaridad y, fundamentalmente, la capacidad de disfrutar con austeridad de los bienes materiales. Dijo, en esa ocasión, que si todos los habitantes de la tierra utilizáramos lo que un ciudadano norteamericano medio gasta cotidianamente, necesitaríamos de tres planetas. Pues bien, siguiendo con su analogía, si cada uno de nosotros necesitara para sentirse feliz de lo que ocupa cada uno de los grandes consumidores de Punta del Este, cinco o seis planetas nos quedarían cortos. Es decir, la felicidad que a veces propugnamos, disfrutamos o nos conformamos en envidiar es definitivamente depredadora. Y, lo que es peor, a menudo ineficaz, pues, tal como lo experimenté en mi corta visita al famoso balneario cinco estrellas, la dicha breve pero intensa que disfruté no la encontré en casinos ni resorts, sino en el mar ancho y solícito que, por cierto, estaba allí desde antes de que llegara el boom turístico que hoy exhibe, entre torres de mármol y cristal, los dedos de una mano emergente que parecieran representar las ansias de liberación de un hombre gigante apresado en la vida de concreto que lo tiene atrapado.