La generación Touch
Vivo frente al Parque Bustamante. Cuando vuelvo a mi casa por las tardes –habitualmente– se encuentra repleto de familias que llevan a sus hijos a jugar para disfrutar de este pulmón verde a la entrada al centro de Santiago. El parque, en ese sentido, me llama a sentarme a leer, pero hay veces en las que me cuesta concentrarme, porque los juegos, las risas y los gritos de los niños, a ratos, me sacan de la lectura.
Al presenciar esa escena, no puedo dejar de reflexionar sobre cómo han ido cambiando los tiempos, recordándome inevitablemente de mi propia infancia cuando salíamos a la calle con los amigos del barrio. Éramos unos callejeros que jugábamos a la pelota, andábamos en bicicleta y hacíamos otras travesuras que disfrutábamos en la agonía de una dictadura que al menos nos permitía ser libres en la calle cada tarde.
Con los años, sin embargo, el panorama fue cambiando paulatinamente. La proliferación de los computadores, las consolas de juegos portátiles y otros tantos elementos electrónicos comenzaron a provocar un cambio radical en el comportamiento de los niños de la generación del 90.
Realizo todo este preámbulo, porque el pasado 25 de diciembre pensaba en eso. Caminando por el parque me llamó poderosamente la atención cuando constaté que habían pocos niños probando sus juguetes nuevos. Lo habitual para un 25 de diciembre es que haya mucha pelota, bicicletas, juguetes, entre otros, esto como una forma de estrenar lo que les trajo el viejito. Poco de eso había.
Quise creer que esta Navidad había sido austera y que finalmente la sociedad había entendido que este día se trata de compartir y reunirse en familia más que de comprar una suculenta cantidad de regalos o de decorar de forma exagerada la casa con luces y arbolitos de Navidad. Pero me equivoqué.
Casualmente –horas después– leí un titular en un portal de Internet: “Artículos electrónicos explicarían baja presencia de niños en parques”. Sólo en ese momento hice la relación. La idea no es generalizar, pero según me enteré después, la escena también se repitió en algunos parques del resto del país.
Lo que ocurre es que en esta oportunidad, los niños decidieron pedirle al Viejo Pascuero otro tipo de elementos electrónicos como tablets, celulares y iPads, entre otros, básicamente artículos que hoy se encuentran de moda y que los padres ya no tienen temor ni pudor en regalarles. Si antes el foco de discusión estaba en cuestionar la edad para recibir este tipo de regalos, hoy se analiza cuál es el modelo más adecuado para que el niño se sienta cómodo.
Entendiendo aquello, los niños parecen estar cada más ensimismados en este tipo de elementos dejando atrás el callejeo, el rinrin raja, las pichangas en la calle, las carreras en bicicleta y las pandillas que se formaban en los barrios para hacer travesuras. Estamos frente a la generación Touch, aquella que para entretenerse necesita tocar una pantalla para sentirse tranquilo. Asombra cómo niños de 3 años en adelante manejan mejor que un adulto las distintas aplicaciones que poseen estos elementos, pero sorprende mucho más cómo los juegos antiguos, aquellos que implicaban estar en contacto directo con la calle, el barrio y los demás amigos han ido desapareciendo.
Los dardos en todo caso, de ninguna manera podrían apuntar a esos pequeños. No, la culpa es –en primera instancia– de los padres, de las grandes empresas de Retail y también de quienes se están encargando de destruir nuestros barrios para erigir grandes edificios impersonales, sin vida y sin ningún concepto de compartir con los demás vecinos.
Los padres tienen la responsabilidad de no darse el tiempo de jugar con sus hijos, porque efectivamente no tienen tiempo. A cambio, prefieren dejarlos embobados con pantallas táctiles para suplir esa carencia de lazo afectivo. Nadie dice que no lo hagan, pero pareciera ser desmedido la cantidad de tiempo que los niños dedican a este tipo de entretenimientos. En tanto, las inmobiliarias, han invertido su capital destruyendo los tradicionales barrios en los que los niños salían a las calles a jugar reemplazándolas por plazas de cemento y sin ningún tipo de árboles; a cambio, enormes edificios han obligado a que los niños se replieguen en sus casas buscando su entretención en estos mismos artículos electrónicos. Y, por último, las grandes empresas de Retail parecen entregar mensajes contradictorios en cuanto a la Navidad. Por un lado, el mensaje apunta a compartir en familia disfrutando del verdadero sentido de estas fechas, pero parece sospechoso que la megaempresa realice ese tipo de llamados, invitándonos al final de su comercial a comprar en su tienda comercial. Para colmo, utilizan a niñitos de distintos países, de distintos colores, de distintas religiones, aludiendo a un mal concepto de tolerancia, respeto e igualdad, como queriéndonos decir que las megaempresas también están en la línea de la diversidad. Y son esos mismos niñitos quienes nos invitan a comprar en Navidad ¿Es que ya no hay ética?
Quisiera creer que con el tiempo esta situación puede revertirse, pero francamente en ese sentido me declaro un pesimista, dado que se ve muy difícil reflotar antiguas tradiciones de niños chicos jugando en las calles y en las plazas. La tecnología por supuesto que ha facilitado la vida a las personas y ha hecho que las funciones que desempeñamos diariamente sean muchísimas más efectivas (de lo contrario ni yo podría estar escribiendo esta columna ni usted podría estar leyéndola), pero la crítica y el miedo apunta a dilucidar hasta qué punto vamos a llegar. ¿Qué será de esta generación Touch en un par de años más cuando sean grandes y se den cuenta de que perdieron casi toda su infancia con esas maquinitas en sus manos? ¿Qué tipo de relación tendrán esos niños con sus hijos? ¿Qué juegos practicarán con ellos? ¿Qué historias le contarán a sus nietos cuando éstos le pregunten a qué jugaban cuando eran niños?
Son preguntas que me hago constantemente. Parecen extremas, pero necesarias. Quizás el próximo año, cuando salga a caminar por el parque, ni siquiera un puñado de niños estará jugando en el parque el día después de Navidad. Para ese entonces ya ni siquiera podré leer con tranquilidad, porque faltarán esos niños que me distraigan con sus gritos, sus juegos y sus risas.