Un hallazgo buscando mis ojos
Buscando nada terminamos dando con un preciado tesoro. Puede llevar varios días, semanas, meses, incluso, terminar de recorrer (mucho más sentir como suya) una casa arrendada, donde suponemos se hizo la vida de otros seres, con sus anhelos y fracasos, y de los que resisten sus vestigios. Fuertes dosis de un pasado que no pudieron llevarse consigo. Entonces es mejor irse con calma, o con las ansias que mueven la curiosidad, pero hacerlo. Sólo hacemos nuestro un lugar cuando lo conocemos. Así llegamos a la pieza al fondo del patio, un lugar separado de la casa, bodega de tres por tres, donde ubicamos la lavadora, la mesa del planchado, los artículos de camping y la ropa fuera de temporada. Ahí estaban. Decenas de libros empastados, arrumbados dentro de una caja que a su vez dentro de otra caja se encontraban escondidos en un desvencijado clóset por cerca de media década. Antes debimos forcejear con mi mujer, en unas deterioradas puertas, fijadas con tornillos y clavos, pero dejando a la vista los indicios que nos harían pensar que entonces debíamos violar el escondite. Un desatornillador, un alicate y un trozo de alambre fueron las herramientas de la instantánea faena. Que el verso sea como una ganzúa.
Tal vez no como una advertencia, pero sí un dato a considerar habíamos sabido por la Corredora de Propiedades que el antiguo dueño de nuestra casa había sido un policía de investigaciones, de la PDI, dijo. “Un DINA”, comentamos en el auto, una vez que nos entregaron las llaves en la Notaría. Y acaso sin darle mayor importancia, aparte de bromear durante los primeros días condimentando el hecho con imágenes de sicarios y matones uniformados, en calabozos, en puertas cerradas, pero curiosamente, también en libros, no volveríamos sobre el hecho.
Mientras yo introducía la punta del desatornillador, mi mujer sostenía las puertas de corredera, por entre las que ya podía apreciarse una caja y un viejo aparato eléctrico empolvado. La falta de luz nos impedía figurar de qué sé trataba. Bajamos las puertas cuidando no se desbandaran y ahí los tuvimos ante nuestros ojos:
Un rec antiguo, con perillas de dial y radio con dos grandes, al decir la época, bafles. Eso, más la suma nada despreciable de varios libros ordenados y numerados, que en sus lomos eran divisados los nombres de Voltaire, Baudelaire, Ovidio, Plutarco, Horacio, Lorca, Tolstoi, Balzac, Montaigne, Proust, Leopardi, Góngora, Faulkner, Woolf, Stendhal, Colette, Homero, Stevenson, Heródoto, Vilon, Flaubert, Chéjov, Kafka. Y una larga lista de otros títulos. Así hasta completar, un muestreo, de cincuenta ejemplares de la colección Orbis, característica de comienzos del ochenta.
Sorpresa mayúscula por el hallazgo.
Pero también algo de recelo, mezcla de devaneos éticos y otras aprehensiones con lo ajeno mal avenido. Resultado: Una caja a la intemperie que, por insistencia de mi mujer para expulsar toda carga de esas cosas recién halladas, aseguraba debíamos dejarlos un día con su noche a la intemperie. Libros viejos en casa nueva, suena extraño, pero esa es la historia.
Pero devino un accidente. Al otro día, como jamás lo esperábamos a mediados de abril, corría el 2007, se asomaría el invierno con un fuerte aguacero. Dejándose caer sobre los libros y la ropa colgada al sol de la mañana. Toda el agua que debía caer en el barrio se vacío sobre nuestro patio trasero. Toda esa agua corrió por nuestra casa. ¿Por qué no los dejamos en el corredor? (Ese mismo año también nevó, cómo olvidarlo.)
Simple: Porque los libros como la ropa del fin de semana, debían recibir directamente los rayos del sol. Luego del trabajo llegué desesperado a recoger, lo que yo pensaba, sería un amasijo de hojas anegadas. Pero no. Unos juegos de madera hicieron de altillo para proteger los libros encontrados. Ladrón que roba a ladrón, pensé, cuánto valía en este caso. Nada tampoco que un secador de pelo o la misma estufa no ayudara a recomponer.
Luego formaron parte de la biblioteca que nos llevó algunas semanas terminar de armar. Ahora no sé cuánto me lleve leerlos, o si llegue a hacerlo alguna vez. Son tantos los libros pendientes que ni con todo el tiempo del mundo conseguiría terminarlos. Y me hace recordar lo que decía Bolaño, que uno al final ya no los lee, sino que los acaricia. Y es cierto, hay libros que se huelen, los llevamos a la nariz, los ponemos frente a los ojos, nublando la vista, para abrirlos de golpe, y saber que existen.
Ahora estoy tranquilo, como si el hallazgo, hubiera abierto posibilidades que no esperábamos encontrar, como puertas dentro de puertas, que se abrieron sin saber, con la única certeza de pensar que conducen a algún lado. Los caminos se bifurcan. Momentos dentro de un momento. Pero, en verdad, son esas sorpresas las que nos mantienen vivos. Acaso como la vida que seguimos compartiendo, en el valor de decir ojalá por siempre. Libros que son, al decir del personaje de Liniers, un mundo portátil.
Los años como una acumulación de libros, en la memoria, entre las manos, buscando nuestros ojos. Aunque nosotros insistamos en mantenerlos cerrados.
2007 - 2013