Donde caerse muerto
texto y fotos de Daniel Noemi
La tumba de Humayun, una imponente construcción de estilo Mughal, del siglo 16, está rodeada de palacios y de apacibles jardines. Fuentes de agua la rodean y uno puede olvidarse, por unos instantes, del bullicio de Delhi. El gigantesco edificio de tonos rojizo es eso: una tumba del emperador susodicho que mandara a construir una de sus esposas, Haji Begum. Qué duda cabe: el emperador tiene donde caerse muerto. A menos de doscientos metros de la entrada al recinto, por donde pasan carreteras y el ruido nos devuelve a la realidad, la visión es otra: una población donde niños se entretienen con lo que tienen a mano, desechos, restos, animales. Apenas vestidos, al vernos pasar se acercan raudos repitiendo una de las pocas palabras que saben en inglés: Money, money. Los ojos perdidos, la voz perdida, sus manos pequeñas buscan asir mi ropa. Money. Sigo caminando sin responder. Un rickshaw me ofrece llevarme, un tuk-tuk, un taxi, continúo caminando y en la vereda alguien duerme envuelto por completo como si fuera una momia que alguien ha largado en el camino. ¿Duerme? ¿O será alguien que no tenía donde caerse muerto, ni nadie que lo recuerde y lo lleve a la pira incendiaria? He decidido no fotografiarlo (como he optado por no sacar fotos de los niños pidiéndome dinero. ¿Culpa? ¿Hacer de la pobreza un espectáculo?) Cerca del hotel, junto a las tiendas para turistas –bellos saris, rebuscados adornos de dioses inverosímiles, fantásticas alfombras- los mendigos se reúnen. Algunos piden dinero, otro ya han dejado de intentarlo y simplemente están ahí. Fuman algo que con suerte es un hachís de pésima calidad y sus huesos resaltan a través de la piel. Mujeres salen de las tiendas vestidas en colores alucinantes, en púrpuras y amarillos, telas verdes y calipsos, alguien orina en una esquina, alguien defeca, unos tacos altos, traje rojo que se mueve junto a la bienvenida brisa pasa como pasa un sueño en medio de la noche. Alguien me ofrece droga. Alguien me ofrece guiarme por la ciudad. Entro a un café y pago por uno lo que uno de los tipos que duerme tirado a diez metros de ahí con suerte gana en un día. Buscando algo que no sé que es, llego a la Universidad de Delhi. Nadie viste “tradicional” en estos lados. Estudiantes van de un edificio a otro, parejas tomadas de la mano, clases de física y de literatura; se anuncia una vigilia para conmemorar un mes del ataque a la estudiante que fue violada y asesinada. El día es gris pero ya no hace frío. En la facultad de letras leo las lenguas y literaturas que se enseñan. Mi ignorancia se revela más que absoluta; sin embargo, hay algo familiar en esos edificios a mal traer, que se merecen una mano de pintura, donde en placas apenas legibles se anuncia que aquí enseño alguien que luego llegó a ser importante. Un grupo de estudiantes se ríe. Alguien habla por su celular. Igual que en otras partes. Regreso al centro. Llego a la estación de metro. Detector de metales. Guardias palpan los cuerpos asegurándose que no lleves nada peligroso (luego en los carros el anuncio es claro: un paquete, un termo, un regalo puede ser una bomba). El metro va atiborrado, lleno a más no poder. La sección para solo mujeres un poco más desocupada. Cuando llega el tren, la gente se arroja al interior impelidos por una fuerza que borra toda noción de cortesía. Mi compañera protesta por la falta de caballerosidad. Noto que a un hombre mayor sí le dan el asiento; además hay asientos exclusivos para mujeres. Pero es cierto: el que agarra, agarra; el metro –impecable- se convierte en una procesadora de cuerpos. Cuando te escupe y sales al exterior se agradece el aire e incluso el ruido del tráfico, los vendedores y del tipo que me vuelve a preguntar qué ando buscando. ¿Qué decirle? ¿Qué ando buscando? Intento con Yeats: I’m looking for the face I had before the World was made; busco la faz que tenía antes que el mundo fuese hecho. No hay respuesta. No, al menos, a esa interrogante. Salimos a dar una vuelta más. Llegamos a la tumba de Safdarjang. No tan impresionante como la primera, es capaz aún así de albergar a unas diez mil personas en su espacio. De nuevo, este espacio pensado para un muerto es un remanso de calma. El espacio se amplía y devuelve, paradójicamente, la vida de quien se ha ido hace siglos. Camino sin rumbo por entre las paredes, los arcos y ojivas. El sol está a punto de ponerse. Delhi sigue vibrando con su feroz y brutal belleza y contradicciones. En un bar me pido una Kingfisher, Imperial, por supuesto, como si fuera un lugar (y un tiempo) para caerse muerto.