¡Qué sabes de cordillera!
Texto y fotos de Juan Domingo Urbano Foto de Manuel Rojas. Archivo familiar. Fundación Manuel Rojas.
Dedicado a mis amigos de Navaja Fue una semana antes de que Nicanor me dijera que iba a ser papá, cuando me confesó que se quedaría a vivir en Santiago, por su cordillera. Luego supe que había sido por la pequeña Agatha, pero esa es otra historia. Nicanor fue nacido y criado en Valparaíso, pero como muchos de los porteños, debió emigrar por trabajo a la capital; su viejo hizo lo mismo por más de veinte años, aunque este se trasladaba todos los días en bus (a falta de un metrotren), durante el tiempo en que fue dirigente del sindicato de imprenteros de la V Región, y hoy ya se recogió a sus cuarteles, sin una pizca de nostalgia por la estación Los Héroes o los veteranos del barrio Avenida Matta. También tuve como muchos en la infancia, un amigo al que decíamos “el chino” en el colegio y que vivía en Hualpencillo, Concepción. Pancho, que se así llama, también se dice admirador de la cordillera –aunque evidentemente no se vino a Santiago solo por ella– y hoy trabaja en la calle República, en aquel barrio, tan pretenciosamente, llamado “universitario”, aunque él nunca estudió nada, pero mira lindas chicas desde un andamio, escuchando The Clash y departiendo con colombianos entre sus labores de gasfitería y el estuco. Pero no quiero hacer una galería de mis amigos. Sino que solo busco dejar constancia de que hay personas que, ante la consulta sobre qué rescatarían de esta ciudad de la furia, pueden decir sin pensarlo un segundo: la cordillera. Cuesta mirar Santiago desde esa perspectiva, pero es verdad. La cordillera –ya lo saben los productores de fósforos nacionales– por definición es uno de nuestros mayores símbolos. Los Andescomo un muro, una cortina, un biombo, un cortafuego natural. Cuando supe que se llamaba “límite de aguas” a la línea divisoria con la Argentina, no pude si no pensar en poesía. En un macizo de rocas, donde las aguas van/ desde donde las aguas vienen. Por suerte no se les ha ocurrido a nuestros genios creativos, ir con un pedazo de montaña a un certamen o expo-mundial, aunque cerca han andado: llevando un trozo de Iceberg a Sevilla o una mediagua al pabellón del libro a Guadalajara. ¿Quién dijo que acaso no les basta con cómo se han robado el mineral? ¡No sean insolentes, señores! Yo solo hablo de la emotiva declaración de mi amigo Nica, sobre mirar la cordillera cada mañana, cuando pedalea a dar sus clases de Diseño en Apoquindo. Tiene razón, recuerdo noches de insomnio buscando el brillo de sus metales pesados… A pie por Chile Manuel Rojas, como todos saben, no es chileno, pero fue uno de los escritores más importantes de nuestras letras. Nació en Argentina por accidente a comienzos de 1896 y murió por (des)gracia en Chile, en marzo de 1973. Revolucionario de pluma y corazón, viajó por primera vez a la edad de tres o cuatro años cruzando con sus padres –compatriotas nómades del siglo XIX– por los gruesos murallones de nieve y escarpados precipicios de los Andes. Volvió a Buenos Aires, recorrió la Pampa, los barrios arrabaleros del centro-urbano y trabajó en la construcción del ferrocarril Trasandino que viajaba desde Mendoza. A los dieciséis años decidió retornar al país de sus padres junto a un grupo de anarquistas –de esos que dinamitaban puentes, robaban los primeros bancos– y sin pensarlo mucho quiso quedarse en esta patria lejana, sobre la que intuía tenía tanto qué decir. El resto es parte de la historia de la literatura social de los ’50, que lo convirtió en el mejor narrador de su generación. Sus novelas Hijo de ladrón, Punta de rieles, Mejor que el vino, Sombras contra el muro, los cuentos de “El Bonete Maulino”, “Laguna”, “El delincuente” o su archicitado “El vaso de leche”, son algunos de sus títulos. Pero también fue un patiperro, como queda demostrado en uno de sus libros de ensayos y crónicas, A pie por Chile (1967). Acaso uno de los más íntimos y arrojados textos, en que da cuenta de sus pasos por esta tierra de piedras, quebradas y cerros. Páginas que hablan de un Santiago antiguo, la ciudad de 1939, una reducida urbe rodeada de campos, caseríos y canales; cruzada por carretas, por góndolas y tranvías. Se denominaba Andinista, y nos cuenta una de sus mejores hazañas: la expedición al cerro Purgatorio, a los pies de las localidades de Las Vertientes, El Canelo y El Manzano, en el Cajón del Maipo. Cuenta que a la hora de almuerzo se encontró con unos de sus amigos en la Plaza de Armas, quienes lo invitaron a la cordillera. Llegó a su casa apresurado, indicándoles a sus hijos y la empleada (había enviudado hace algunos años) que se iba al Purgatorio. Gran conmoción por el nombre: “¡La mochila, los zapatos de montaña, los pantalones, los zoquetes! ¡Prepárenme algún comistrajo! ¡Vamos, pronto! ¡Necesito también dos frazadas!” La historia es una aventura. El angosto tren subiendo por las faldas del cerro, y las quebradas por un sendero de mulas al que han tirado rieles, por donde corre una locomotora tan rápido como una bicicleta actual. En el camino, describe “suben mujeres y hombres con grandes paquetes, canastos, guaguas, miramos los campos y conversamos, pasa una gran viña; después, terrenos con cebada, trigo, papas; ranchas miserables” (Alguien dice que en el cerro hay leones) “Caminamos sigilosamente. Va cayendo la tarde. En fila india, pues el sendero no permite otra cosa, llegamos hasta una pirca. Saltamos aquí y allá. De pronto, al mirar hacia arriba, veo que el Purgatorio nos está mirando”. El relato recuerda mucho a Joseph Conrad, a Horacio Quiroga, no sé muy bien en qué a Rudyard Kipling y a los cuentos africanos de Roberto Arlt. Un lujo de detalles, donde los hombres no solo se enfrentan con la naturaleza, sino que también con sus torpezas, sus contradicciones, su pequeñez ante tan inmenso abismo de roca milenaria. Into the wild. A poco andar se evidencia su falta de provisiones, pasan la noche tendidos sobre el follaje, con los pies casi dentro de una fogata y con la noche como único techo; despiertan al alba y comienzan un ascenso que anticipan será de unas ocho horas. Se internan entre arbustos, caracoleando un cerro imposible de abordar o dimensionar con la vista. No hay sombra, escasea el agua, la botella de vidrio que Manuel llevaba se le ha quebrado, no cuenta con una cantimplora, aunque ni falta que le hace, pues sus compañeros también se han quedado secos. La sed apremia. Uno se atreve a hablar de agua y lo hacen callar a gritos. “El sol saca chispas de las rocas”, apunta Rojas. Aparecen unas pequeñas manzanas, y en ese mascar en silencio, se llevará varias líneas, hasta que con asombro ven asomar a los satíridos “preciosas mariposas negras que sólo viven en nuestras montañas más arriba de los dos mil metros de altura (…) Se mueven entre los yerbajos casi a la mitad de la altura de los tallos y de un modo suave, tranquilo, que nos hace recordar, el lento deslizarse de los peces en una gran pecera con plantas”. El viaje alcanzará su clímax cuando antes de comenzar el descenso su amigo Palma construya una pirámide de piedra donde deja una tarjeta escrita con sus nombres y la fecha del ascenso, también en un tubito de metal dos fotos, una de cada uno de sus hijos, aclara Rojas, “nuestro deseo es que sean nuestros hijos los que, andando el tiempo, vengan a retirarlo”. Toda creación es una lucha Cuento por celular esta misma historia a Nicanor, la otra tarde, mientras este sostiene a su hija en brazos, haciéndole su mamadera. Me dice que no sabía de esta afición de Rojas al montañismo. Y eso que se considera un ávido lector de sus novelas. Aunque lo que sí sabe, y con mucho más detalle, es sobre sus oficios imprenteros, como linotipista, trabajando con tipógrafos y prensistas de la vieja escuela. “Todos anarquistas”, nos reímos. Me dice que espere un rato, que quiere leerme algo, luego dice, no, saca la mano, ya po, déjelo, pero no me lo dice a mí, sino que entiendo es a Agatha, que está tapando las hojas del libro con sus manitos. Lee: “La creación es, desde cualquier ángulo que se mire, y desde el momento que requiere muchísimo trabajo, una lucha contra una oposición que obra, con su inercia y obstáculos, contra el hombre que pretende crear (Nicanor se detiene, se salta unas líneas y remata) toda creación es una lucha, así como también es un placer”. La última frase se me pega como un tatuaje. “Te pasaste”, le digo. Nada más. Pienso en la aventura, pero no de su escritura y biografía, sino que en esa ruta de ascenso al Purgatorio. “¡Vamos a buscar el papel y las fotos que dejaron en el tubo!”, me dice Nicanor, con un entusiasmo que no le conocía. Después de esa llamada quedamos en subir juntos a la cordillera. No se habla más del asunto. Iremos el próximo sábado. Hay que arrojarse a los caminos…