Entre libertad, indiferencia y aperturas: el caso del jardín japonés

Entre libertad, indiferencia y aperturas: el caso del jardín japonés

Por: Francisca Quiroga | 28.01.2019
La médula del asunto, entonces, se formula así: lo ocurrido en el jardín japonés del Parque Metropolitano es sintomático de una falta de necesidad como sociedad por abrir sus formas de significación de lo real hacia otros y nuevos paradigmas, esto es, el encarar (poner en común) la polivalencia de sentidos que ofrece un Estado y un país que, quiérase o no, es multicultural; simultáneamente, en que se mantiene una suerte de voluntad social (un posicionamiento existencial) ancorado en la indiferencia y la omisión de la alteridad.

La noticia era portadora de una extraña seducción; hacía acontecer una suerte de descontrol, corrupción o dislocación de lo cotidiano, lo que, por cierto, conllevó un reguero de pólvora en las redes sociales: a pocos días de la reapertura del jardín japonés ubicado en el Parque Metropolitano de Santiago (luego de una larga labor de remodelación), se constataban los primeros deterioros derivados por la presencia del público, y cuya síntesis fue una imagen colgada en Facebook que mostraba cómo los visitantes se bañaban en los cauces de agua, hacían picnics e invadían e interactuaban con todos los espacios que, como argumentarán después los encargados del Parque, estaban dedicados sólo a la contemplación o estricta observancia.

Ante el particular suceso, era que no, las plataformas digitales se atiborraron de opiniones y reclamaciones. Vociferaciones que, en buena parte, apelaron casi a un principio de incivilidad de los asistentes para entender el fenómeno; allí, donde la militancia a la idea de una podredumbre cultural se transformó en la única lectura posible, y en cuya dinámica también deslizaba un potente juicio de clase y segregación.

Sin embargo, me parece muy riesgoso –incluso sospechoso– que todo el acto se pueda compactar meramente en un problema de conducta o de sentido de pertenencia del espacio compartido, o bien, resignable a una cuestión de uso. Mucho menos puede achacársele una dimensión civilizatoria. A contrapelo, entreveo que el suceso del jardín japonés trata, más bien, del modo en que nuestra sociedad ha pretendido posicionar su concepción de mundo frente a (y muy específicamente) otras influencias culturales, que invisibiliza.

Me explico en este aspecto, desmarcándome de lo ya señalado por otros medios. La simple remisión de los daños del jardín japonés a un asunto conductual o de sentido de pertenencia y cuidado del espacio compartido, además de una falta de conciencia del uso de la susodicha localización, es un argumento que, a primeras, intenta depositar operativamente los efectos en el jardín al individuo (respecto a su propia capacidad de autogobernarse o generarse una experiencia en lo colectivo) y las posibilidades de dar una significación del entorno citadino. El ejercicio del daño a lo público (sea intencional o no) quedaría encasquillado a la suspensión o ignorancia de un conjunto de reglas y protocolos de obediencia que configuran esa experiencia del lugar. El juicio supone que el espectador está delimitado o, incluso, interrumpido, de su capacidad de resignificar o resituarse en el espacio de lo dado. Pareciese que, con aquella sentencia de “una insuficiencia de modales” (vale decir, conciencia de las reglas que regulan la relación con el espacio), la experiencia del jardín japonés (y de cualquier emplazamiento) está dada con anterioridad (sobre lo que tengo o no permitido hacer y lo que me cabe esperar del jardín). No me parece acertada tal aseveración por sí sola y como lectura unívoca, sobre todo si se considera que el modo de habitar del ser-humano constituye un constante proceso, tanto individual y grupal, de significar y resignificar mundo. No existe algo así como lo japonés (como contenido fijo, me refiero) que se tensiona o implanta sin mediación con lo chileno.

La misma tratativa puede decirse sobre las lógicas de uso (esto es que, una silla es un útil sólo para sentarse y el arroyo del jardín es sólo para contemplarlo). Este conducto impone –si no están las adecuadas estrategias para la contextualización, nunca el agotamiento, de los fenómenos estéticos, visuales y simbólicos que acontecen en un jardín como el japonés– un simple dictamen de relaciones instrumentales y de fines, acaso también, ocasionando un problema de distancia entre lo que el espacio constituye como ocasión hacia el espectador y lo que él tiene por expectativa de la locación.

La contextualización, entonces, juega un papel más de apertura que aleccionador o disciplinario. Es la necesaria toma de conciencia de la alteridad que se tiene por desentrañar, por lo demás, en una sociedad que ha naturalizado las lógicas de los fines y las prestaciones de servicio como única frontera de sentido.

Que no se malentienda el mensaje: no he pretendido hincar el diente sobre el público asistente, respecto a sus formas de relación con un jardín japonés (a saber, en términos de posibilidades de mediación, experiencia, significación) o cualquier espacio urbano. No. Y es un “no” rotundo, pues, defiendo la absoluta fuerza de autodeterminación de las personas a concebir y dar cuenta de sí mismos y el mundo, aquí, en el orden de su experiencia sensible del espacio público. A lo que apunto es otra cosa más sutil, pero, que toca un trasfondo: a nivel social se han perpetuado ciertos discursos –por no decir paradigmas– que mantienen un efecto de indiferencia o anestésico sobre fenómenos como la multiculturalidad; hay una interrupción del interés (la curiosidad, si se quiere) por el diálogo o el encuentro con otros modos de concepción de mundo, los que orillan o se fugan de nuestros horizontes de sentido más ligados a la tradición occidental. Por ejemplo, el caso japonés y, de una manera más general, el Asia. Las razones, tal vez, gravitan en los itinerarios marcadamente comerciales que configuraron nuestras relaciones con los países asiáticos durante buena parte del siglo XX y que, sin grandes cambios en las reglas, mantienen una línea más practicista y restringida en la cooperación entre los Estados.

La médula del asunto, entonces, se formula así: lo ocurrido en el jardín japonés del Parque Metropolitano es sintomático de una falta de necesidad como sociedad por abrir sus formas de significación de lo real hacia otros y nuevos paradigmas, esto es, el encarar (poner en común) la polivalencia de sentidos que ofrece un Estado y un país que, quiérase o no, es multicultural; simultáneamente, en que se mantiene una suerte de voluntad social (un posicionamiento existencial) ancorado en la indiferencia y la omisión de la alteridad.

Lo último a indicar, para tomar un par de notas. La susodicha restricción en el ánimo del encuentro con la divergencia, lo “otro” o la batería de convergencias de sentido en la sociedad chilena –en particular con la relación de los países asiáticos–, guarda consigo dos enormes peligros: a) se seguirá invisibilizando la presencia de las culturas asiáticas en nuestro país, tanto en temas de orden migratorio, en el asentamiento de formas simbólicas (materiales e inmateriales) y sus procesos de mixtura con nuestra cultura. Cuestión que se ha vuelto un problema histórico y endémico del Estado chileno. Me refiero, por ejemplo, a tópicos relacionados con el idioma, la gastronomía, la cultura popular, la religiosidad, etcétera; b) la continuación (y saturación) de una imagen del Asia empobrecida, residual, y unívocamente entroncada dentro de un molde económico, donde los actores estatales, políticos, privados y aquellos provenientes del mundo académico tenemos una responsabilidad en su condición empaquetada. Japón, China, Corea, el Asia Oriental, el Sudeste Asiático, etcétera, son fenómenos históricos y constelaciones culturales que han influenciado nuestra sociedad, y deben ser tratados con la necesidad (intelectual, académica y política) correspondiente al mundo globalizado que Chile desea proyectar y, en el fondo, todavía inscribirse. Las anteojeras sobran.