El fin del miedo: Más allá de sobrevivir
“El concepto de la seguridad no hace que la sociedad burguesa se sobreponga a su egoísmo.
La seguridad es, por el contrario, el aseguramiento de ese egoísmo”,
Karl Marx, “Sobre la cuestión judía”.
Si hubo algo sobre lo cual Hobbes tuvo certeza, es que el miedo podía llegar a ser políticamente productivo, y aunque la intención original de sus proposiciones podían explicarse contextualmente, no ocurre lo mismo con las derivas contemporáneas de su pensamiento. A la relevancia del tópico de seguridad pública para la vida de los chilenos, de acuerdo a las evidencias que recurrentemente entregan los sondeos de opinión, se debe adicionar que la percepción frente a los delitos de mayor connotación social obedece a más factores que su pura proliferación factual, entre ellos, la atmósfera mediática a causa de la creciente cobertura acerca de hechos delictuales[1].
Si bien no es materia de cuestionamiento la ocurrencia de robos, no es extraño que los delitos contra la propiedad sean los más frecuentes y los que involucran más altos niveles de violencia, en una sociedad donde el valor de la vida se mide de acuerdo a su productividad. Asimismo, cabría constatar que los compontes propios de la construcción de la noticia dotan de un sentido y asignan un enfoque al acontecimiento, hiperbolizando sus consecuencias o desatendiendo unas aristas en favor de otras, y pese a que la asimilación de los discursos mediáticos no es mecánica, sí inducen una cierta reacción (sincronización de afectos) que refuerza la cultura del miedo y la desconfianza azuzada por la competencia –facilitando la agresividad– que se ha instalado de forma hegemónica en Chile, dando paso a una auténtica “sociedad de la sospecha” que destruye reciprocidades creativas, como lo propugna el discurso "Aula Segura", no haciéndose cargo de múltiples variables que contribuirían a explicar el incremento de la violencia escolar, lo cual permitiría buscar soluciones alternativas.
Referenciando un pasaje de "Dialéctica de la Ilustración" (Adorno & Horkheimer, 1994), podrá decirse que "A través de la subordinación de toda la vida a las exigencias de su conservación, la minoría que manda garantiza con la propia seguridad también la supervivencia del todo". De ahí que el enfoque punitivo, asociado también a los rendimientos electorales, se ajuste a un concepto de seguridad orientado a la neutralización de las amenazas en el ambiente que obstaculizan la libertad del individuo (fomentando una racionalidad instrumental), donde las políticas de desarrollo económico en la línea de focalización del gasto público y subsidios al emprendimiento local no son distintas a la intensificación represiva.
Por eso es que resultan nimias las presuntas desavenencias entre los ministros Chadwick y Moreno, porque ambas posiciones han estado estrechamente articuladas durante la crisis reciente. No es cierto, como afirmaba Carlos Peña, que la estrategia empresarial de Moreno en la Araucanía sea ingenua (suponiendo que por ser empresarial, no es política). O de serlo, no es mucho más ingenua que su propuesta de “reconocimiento” desde la tribuna de la superioridad, como si el pueblo Mapuche necesitara nuestras credenciales de aprobación –de nosotros ¡los civilizados!– para instituirse como “sujeto” (un concepto muy occidental), acompañándolo de “justicia correctiva”, es decir ¿devolverles lo que es de ellos? Siempre y cuando se reconozca ante el mundo el hurto violento por parte del Estado; y “anamnética” ¿para hacer de la memoria Mapuche un museo, para que su bandera sea exhibida en la etiqueta de un pantalón o para que Ripley y Falabella financien campañas publicitarias con “rostros Mapuche”? Y más consenso todavía, trayéndolos a nuestro parlamento, y a nuestra versión de la modernidad. En fin: se puede hacer un uso abusivo de Aristóteles y Derrida (o de cualquiera) cuando se habla la lengua de la elite, de los dominadores, de los oficiales de la palabra.
La conservación de la vida en el ámbito económico en un contexto marcado por los altos niveles de desempleo y una creciente flexibilización laboral, justifica las iniciativas individuales de adaptación –por ejemplo, a través del sobreendeudamiento– a una realidad económica que es presentada como natural e inmutable (y que prescribiría nuestra subordinación a ella), consecuencia del avance progresivo y teleológico de la historia, según dicen. Además, contribuye a estimular una percepción negativa y refractaria frente a la inmigración asociada a la búsqueda de empleo. En el plano policial, la figura del delincuente, y ahora la del presunto terrorista, permite la consagración de modelos normativos de conducta considerados como universalmente válidos, en un canónico país que no deja de parecerse a la fusión distópica entre un fundo y una parroquia.
Paradójico es el hecho de que en una sociedad donde lo que dota de sentido la existencia y legitima las trayectorias personales es la capacidad adquisitiva para el incremento en la posesión de bienes, se castigue la transgresión de la norma y no se reflexione sobre aquello que lo motiva, más allá de la criminalización y la patologización punitivas. Es probable que si no hubiésemos convertido el automóvil en un "símbolo consagratorio" del éxito individual, no tendríamos que hoy centrar nuestra atención en legislar una ley antiportonazos, que sirve de tema de conversación a los matinales y a la farándula para fortalecer el individualismo propietario.
El confinamiento de la vida humana a su pura supervivencia, se inscribe en ese umbral biopolítico del que nos hablaba Foucault. La vida es objeto de un poder que emana de sí misma pero que, reificado, la trasciende y la somete a su dominio. La vida inmunizada de los riesgos que la circundan (parafraseando a Esposito), se paraliza en su conservación y sacrifica su potencia, quedando resguardada por unos mecanismos que a su vez deben asimilar aquello que quieren contrarrestar, multiplicándolo y volviéndose la principal amenaza, como ocurre con la militarización del Wall Mapu, similar a un cerco eléctrico que puede dañar no sólo a los enemigos sino a los propios aliados (como la figura antigua del phármakon).
Tras el crimen de Catrillanca la reacción de las comunidades no se hizo esperar (¿no era acaso previsible?), frente a lo cual se decide fortalecer el despliegue policial en la zona. Es una profecía autocumplida, donde las desafortunadas e irreflexivas declaraciones de Piñera –a las que ya nos tiene acostumbrados– afirman esta vez que “Carabineros tiene derecho a su defensa”, sin que nadie tenga el derecho a defenderse de Carabineros so pena de ser calificado como violentista (“maltrato de obra”).
Ya sabemos: no es el contenido de la violencia lo que se recusa sino su ubicación. El derecho a la defensa frente a Carabineros podrá ser, por el contrario, no un derecho sino una “violencia divina” (en los términos de Walter Benjamin) frente a todo un dispositivo jurídico que ejerce la “violencia mítica” para la conservación y restauración del orden, y sólo allí será cierto que, como dice Agamben, “Un día la humanidad jugará con el derecho, como los niños juegan con los objetos en desuso no para restituirles su uso canónico sino para librarlos de él definitivamente” (2005: p. 121).
Chile transita por un peligroso derrotero. Sin una transformación cultural –en un sentido genuinamente gramsciano– que permita la emergencia de nuevas imaginaciones y relaciones humanas de nuevo tipo, las estrategias punitivas y las políticas económicas neoliberales seguirán contribuyendo a la reproducción de un orden que se nutre del miedo, y en esa medida lo proporciona imaginariamente para administrar el temor contra aquello que es resultado de su propia consagración. Sólo destituyendo sus premisas, es posible disolver sus consecuencias.
[1] Ver al respecto Santa Cruz, E & Corrales, O. (2012). Las imágenes del miedo: discurso televisivo y sujeto delincuente, en Comunicación y Medios (26), 69-83.