El artefacto para derrotar el algoritmo de su criptodemocracia
Lo que se dice es que la representatividad política se volvió mejor negocio cuando los sistemas de análisis demográficos de la KGB fueron capitalizados por computines a sueldo de las mafias rusas, en el capitalismo post soviético de los '90 y '00, de manera que Vladimir Putin y sus secuaces pudieron rápidamente enfocar las campañas electorales de la naciente democracia en los grupos que el nuevo algoritmo arrojaba como determinantes: las personas que irían a votar, voluntariamente o acarreadas por los poderes locales, en las localidades de población más densa y de convicciones más volátiles.
Lo que se dice es que la nueva representatividad política nació en la bisagra del gran espionaje de posguerra, del Internet aún en búsqueda de su explosión comercial y de la voluntad de los capitales locales mayores de comprar ya sin vergüenza el gobierno.
Lo que se dice es que se dice que se dice criptodemocracia.
Lo que se dice es que los dictadores de la minería africana, la ultraderecha israelí, el partido institucional narco mexicano y los príncipes petroleros de medio oriente pagan suscripción mensual al servicio.
Lo que se dice es que Mauricio Macri fue uno de los primeros en Sudamérica con las conexiones empresariales suficientes como para comprarle el sistema a Putin & Co. A esa altura la empresa era trasnacional y se había sofisticado lo suficiente como para ofrecer, entre otras herramientas, análisis y aplicación publicitaria de los discursos afectivos de las demografías ya identificadas por el algoritmo como aquellas en que la campaña debe enfocarse, tanto para convocar a las urnas como para alienar del sistema a grupos críticos importantes, de manera de manejar a voluntad la abstención electoral. En la confección del corpus de esos relatos afectivos de base en Latinoamérica se dice que han sido tan invaluables las novelas sobre la infancia en dictadura de escritores como los comportamientos del rating televisivo o, sobre todo en Brasil y en Centroamérica, los archivos no letrados de las iglesias evangélicas.
Lo que se dice es que luego vino la empresa de Donald Trump y compró el servicio cuando su candidatura hacía agua, en junio del '16. El diagnóstico fue rápido y certero: la campaña debía concentrarse en unos cuantos condados específicos de población blanca, pobre, cristiana, rural y potencialmente racista en Wisconsin, Florida y Michigan; es decir, en quienes decidirían la elección según el sistema electoral yanqui.
Lo que se dice es que a fines de octubre del '17, la campaña de Sebastián Piñera en Chile se decidió por fin a comprar el algoritmo adaptado ya por los socios vecinos Temer y Macri. Lo que se dice es que el diagnóstico fue exitoso: concentrar la campaña en Atacama y en La Araucanía, en los pentecostales, en los cuentos de desabastecimiento en la Unidad Popular y en la violencia discriminatoria latente, primordial en el magín de cualquier chileno agotado por siglos de explotación y ninguneo, que lo hace aborrecer cualquier posible proyección comparativa entre nuestro país austral y la idea de un país caribeño donde se dice que la atmósfera es fácil y no se trabaja mucho, para lo cual se dice que crearon la doblemente difamatoria marca Chilezuela.
Lo que se dice es que el algoritmo es infalible, porque es una fórmula matemática, absoluta, sin posibilidad de variables de práctica humana, y que además la empresa se enmienda constantemente por su creciente biblioteca de casos exitosos y aparentes contradicciones, lo que explicaría por qué en Perú vendieron el servicio paralelamente a PPK y a los dos hermanos Fujimori por separado.
Pero lo que se dice no es cierto.
Pero todo esto no es cierto, simplemente porque lo que se dice no tiene un sujeto que pueda hacerse responsable y probar sus palabras.
Pero lo que se dice tiene verdad, aunque sea sólo una imaginación crítica.
Pero lo digo yo –en carne y hueso lo digo yo, Carlos Labbé-. Digo que existe otro artefacto que destruye el algoritmo y el cuenteo de barrio cerrado, un dispositivo que cura el dolor de ojos y la ansiedad de las redes sociales, una máquina contra la fragmentación temporal y la incomprensibilidad de ese mundo que sólo cabe en una pantalla: un libro. Un libro firmado, un documento público en que alguien se hace responsable de lo que dice. Un libro que explica en su propia narrativa eso que parece demasiado opaco o demasiado transparente y que nos gobierna. Un libro que explica satisfactoriamente aquello que desde el principio está fuera del límite de lo razonable –ese sistema de pensamiento importado hace 500 años–, y que lo hace a través de la intuición con que hemos vivido por más de 2000, con que hemos sobrevivido y disfrutado cada día fuera del agobio, de la discriminación y de la desconfianza elitista.
Ese libro es cualquier libro.
Ese libro no es cualquier libro.
Ese libro, más temprano que tarde, será el que escribamos, corrijamos y autoricemos en conjunto todas las personas chilenas y no chilenas, adentro y afuera, pero incluidas en un territorio común.
Ese libro, más temprano que tarde, nos dará gusto que aparezca firmado con nuestro nombre junto a una lista interminable, en la secuencia de cierre más emotiva del relato. Ese libro será una carta, una carta fundamental, una carta magna para hoy y que enviaremos adelante en el tiempo, hacia todos los lugares donde vivimos a la vez.
Ese libro tendrá que ser la constitución de la república federal plurinacional de Chile, el resultado de las asambleas populares con que, más temprano que tarde, impondremos nuestra representatividad a cualquier presidente ilegítimo.