El gesto iconoclasta de The Young Pope
Lucrecia Martel, cuyo último filme Zama (2017) representará a Argentina en la nueva versión de los Oscar, acertadamente ha sostenido que las series, a excepción de Twin Peaks (1990/2017), son una vuelta atrás en el lenguaje audiovisual. Aunque parezcan de mejor calidad que los productos televisivos, las series hacen uso de narrativas conservadoras al favorecer diálogos cargados con excesiva información. Y entonces, tal como le ocurre a un zurdo que mientras avanza en la escritura borronea lo ya escrito, las series a medida que avanzan en temporadas borronean la complejidad narrativa-audiovisual que estaba alcanzando el cine. La potencia de esta tesis no podía sino ser desafiada por Paolo Sorrentino con The Young Pope (2016), serie -hasta ahora- de una temporada de diez capítulos de una hora cada uno, en la que experimenta obsesivamente con todos los elementos audiovisuales disponibles al punto tal de parecer un filme de diez horas compuesto por una sucesión acelerada de obras de arte.
La serie muestra los entretelones de la elección de Lenny Belardo como el nuevo Papa en contra de todos los pronósticos. Lenny es un cura norteamericano de un poco más de cuarenta años que, sabremos de a poco, fue criado en un orfanato por Sor María y el cardenal Spencer tras ser abandonado por sus padres hippies, y que a los ojos de la selecta facción más poderosa de la Curia se alza como el perfecto candidato por su aparente docilidad y juventud. Como lo dicta el ritual de investidura, inmediatamente electo anuncia que ha de ser llamado por todos “Pio XIII”. A medida que avanzan los capítulos este nuevo Papa actuará contrario a como se proyectó, adoptando una posición intransigente y soberbia, privilegiando el misterio de un rostro que le es negado a la multitud, levantando la consigna “una Iglesia de fanáticos, y no de creyentes part-time”. Así, se vuelve más clara la razón por la cual se decide por dicho nombre; el que sería su antecesor, Pio XII" , ha sido polémicamente sindicado por algunos historiadores como cómplice de los horrores nazis, tanto es así que es conocido con la etiqueta “el Papa del silencio”. Lenny seguirá con maestría dicha disposición no para evadir lo que ocurre fuera de la Iglesia, sino que para cerrar sus puertas y entonces volverse impenetrable, deseable, hasta configurar una comunidad de creyentes en los que confiar. Todo aquel tránsito es mostrado con ciertas dosis de humor a través de su interacción con distintos personajes que, al igual que Lenny, están trazados por profundas contradicciones que se van develando capítulo a capítulo.
Entre ellos destacan el Cardenal Voiello, quien antes de la asunción de Pio XIII fuera el consejero inamovible del Vaticano y urdidor de las redes del poder, rol del que descansa sólo cuando ve jugar a su equipo de fútbol predilecto, el Napoli, y cuida clandestinamente tras caer la noche a un niño con retraso mental que más bien hace las veces de su confesor; la Sor María, quien se preocupa de Lenny desde que era un niño y que reemplaza al Cardenal Voiello en su calidad de consejero, siendo la primera mujer nombrada en el cargo, que usa un pijama que contiene la leyenda “soy virgen, pero esta es una polera antigua”, que es aficionada al básquetbol, y que se irá involucrando afectivamente con Voeillo; el Cardenal Gutiérrez, quien está recluido en el Vaticano por un asunto personal que le significa ser castigado por la vía del encierro, y que al ganarse la confianza del Papa es nombrado juez investigador de un caso de un cura norteamericano acusado de pedofilia, en contra de la opinión de la mayoría de los cardenales; y por último Esther, una mujer devota que vive en el Vaticano por estar casada con uno de sus guardias, quien se prenda de la hermosura del Papa y es utilizada por otros para seducirlo y luego chantajearlo haciendo uso de su genuino temor de no poder concebir un hijo a pesar de sus persistentes oraciones dirigidas a Dios.
Sin embargo, antes de convertirnos en testigos de la variación de dichas relaciones, lo primero que llama la atención de la serie es que su radicalidad audiovisual está notablemente sintetizada en la cortina con la que se abre cada capítulo. Lo que parte siendo una estrella fugaz se va convirtiendo en un meteorito mientras cruza junto al Papa una galería de cuadros que vemos pasar uno tras de otro. El objeto celeste va transformándose al ritmo de la caminata del Papa hasta que, tras un giro de este último hacia la cámara para guiñarnos el ojo, impacta a una escultura que representa a Juan Pablo II que entonces cae batida en una alfombra roja.
Esta última obra citada corresponde a “La nona ora” del artista italiano Maurizio Cattelan que fue exhibida por primera vez en 1999 en el Royal Academy de Londres. El título hace referencia al término teológico utilizado para identificar la última hora de vida de Jesús posado en la cruz. Que Sorrentino la haya elegido para cerrar la cortina puede leerse en dos sentidos complementarios. En primer lugar, como una advertencia para todo quien está acostumbrado al modo en que operan las series; basta un guiño de ojo para hacernos cómplices no sólo de la destrucción de algo más que una idea conservadora de lo que debe ser una serie, sino que de la resurrección definitiva del cine. En segundo lugar, como anticipo a la forma en que la serie, a través de la figura de Pio XIII, se relaciona críticamente y en clave humorística con las posiciones en disputa al interior de la Iglesia, y más profundamente a la forma en que la Iglesia, por ser una institución como cualquier otra, expresa una contradicción constitutiva; al ser parte de este mundo se vincula con la despiadada lógica del poder, pero al mismo tiempo crea las condiciones de posibilidad para su destrucción.
En esta última línea, el capítulo quinto es quizá el punto más alto de la temporada. Los cardenales, al igual que todos los feligreses que sólo han recibido del “Papa sin rostro” un discurso escalofriante, esperan que cumpla con la tradición de dirigirse por vez primera a todos ellos. Tras varios días de vacilación respecto al contenido del discurso, el Papa se decide por convocarlos. Mientras los cardenales de traje rojo aguardan alineados en el salón según orden de importancia, el Papa se prepara en la sala contigua como si fuera el ritual más preciado. La postura de los zapatos rojos coronan el sofisticado procedimiento de cubrirse con lujosas alhajas al ritmo de la canción Sexy and I know it. La ridícula majestuosidad con la que ingresa a la sala cargado por funcionarios del Vaticano como si se tratase de un faraón, coincide con la forma del discurso que les dirigirá luego. Su idea central es que la Iglesia debe replegarse estableciendo una separación entre el exterior y el interior para ser capaces de realizar una honda reflexión acerca de cuánta responsabilidad les cabe por el hecho de que las plazas se hayan llenado pero los corazones se hayan vaciado de Dios; porque el amor “no es un asunto de números, sino que de intensidad”. Con un “Toc toc! Toc toc! no estamos dentro” llama la atención de los cardenales y los insta a empaparse del misterio implicado en posicionarse tras una puerta pequeñísima e incómoda que sólo pueden atravesar quienes logran descubrir cómo superarla. Con ello Sorrentino da vuelta más de un lugar común: la juventud no es garantía de progresismo; el progresismo no es idéntico al relativismo; el poder no es el lugar de la popularidad; de la política no se sigue el consenso; los dogmas no clausuran el modo en que opera una institución; por nombrar sólo algunos.
Las diversas instancias en las que Sorrentino subvierte lugares comunes pueden reunirse bajo una única operación de la que esta escena del capítulo quinto es el ejemplo paradigmático. Que Pio XIII se presente cubierto con un velo de santidad al tiempo que se permita pronunciar palabras fuertes como “Infierno” forzando irónicamente a los cardenales a su obediencia, es la muestra perfecta de cómo la política y el poder se relacionan con la performance, y a su vez cómo la performance produce una ruptura con el estado anterior a su emergencia. Pero lo más notable es que dicha operación adopta una delicada forma en la que priman potentes elementos audiovisuales sin los cuales no se podría haber desplegado la potencia de la ruptura. Es así como esta serie (que ahora deberíamos poner entre comillas) refuerza lo que Boris Groys ha llamado la instauración del procedimiento de la iconoclastia por parte del cine. Porque no sólo destruye las pretéritas expresiones artísticas desplazando la importancia del mensaje a favor de la del medio, sino que a pesar de ser un medio que adora el movimiento obliga al espectador a su inmovilidad durante diez largas horas, conteniendo en sí un gesto iconoclasta.[1] Y entonces con esta “serie” Sorrentino continúa en la senda que con sus filmes ha trazado de destruir aquellas imágenes que se han fijado con estuco de sacralidad. Con El divo (2008) la del Guilio Andreotti demócrata, con Un lugar donde quedarse (2011) la del rockstar apático, con La gran belleza (2013) la del intelectual bohemio, con Juventud (2015) la de la sabia vejez.
Aprovechando la eventual venida de Francisco a Chile y la polémica desatada por el alto costo que ello supondría, no está demás ponerle atención a esta última entrega de Sorrentino que no sólo puede ser vista como un revival cómico de disputas teológicas recientes, sino que, por lo mismo, un ensayo de la relación entre la política, el poder y la estética, sobre la cual los entretelones del Vaticano tienen todo que ver. Porque tal como dice Pio XIII en el discurso que dirige a sus feligreses en el último capítulo, “Dios es una línea que se abre”, esperamos que The Young Pope sirva para producir vía destrucción una apertura hacia la complejidad narrativa-audiovisual de la que nos habla Martel. En otras palabras, que sea el primer eslabón de una cadena que desvíe definitivamente la mirada de la serie que adopta la forma de un guión atiborrado de información. Por mientras habrá que contentarse con el anuncio de una segunda temporada que, consistente con lo anterior, tendrá a otro Papa de protagonista, Papa que se ha escuchado que no se caracterizará por su juventud, sino que solo por la novedad de su elección. Amén.
[1] GROYS, Boris. “La iconoclastia como procedimiento: estrategias iconoclastas en el cine”. En: Iconoclastia. La ambivalencia de la mirada. Madrid, España: La oficina de arte ediciones, 2012. pp. 60-64.