Una Convención Constitucional para el pasado, el presente y el futuro como solución a la crisis
Habitualmente, se considera la crisis como un estado de parálisis e indecisión, poco propicio para actuar. Sin embargo, el sentido original de esta palabra es, precisamente, el de “decisión”. Las crisis profundas evidencian que nuestros sistemas de creencias y de acción no dan el ancho para tratar y hacernos cargo de la realidad. Esto es lo que ha sucedido desde hace varios años en nuestro país: el régimen de las soluciones privadas para los problemas públicos dejó de ser el marco de comprensión estable que regía las relaciones sociales, puesto que esa manera de “gestionar” la existencia humana ha producido un conjunto de desigualdades que se volvieron intolerables para muchas y muchos chilenos.
Ante el malestar expresado multitudinariamente como protesta callejera, el gobierno respondió con un lenguaje guerrero-policial obsesionado con el orden público, incapaz de escuchar y tomar el peso a las demandas, confirmando el fracaso de una política cada vez más endogámica y desconectada de la ciudadanía. Evidencia terrible de lo que afirmamos fueron los atropellos a los derechos humanos, las víctimas de mutilaciones oculares por perdigones policiales, y los manifestantes privados aún de libertad sin claridad sobre su destino. Esto no es una manera de decidir una crisis: no es posible apelar a la normalidad del país cuando justamente esa normalidad es la que estalló.
Por supuesto, no se sale de una crisis sin decisión, pero la comprensión y la voluntad requieren un tiempo para aquilatarse. Así, una crisis tiene un periodo de incubación, un brote o estallido, y un estado febril de confusión que finalmente decanta en un juicio sobre el futuro y las posibles vías de solución. Justamente, estamos en ese momento desde la instalación de la Convención Constitucional, órgano escogido por la ciudadanía para generar un nuevo modelo de comprensión de las relaciones sociales e institucionales en el Estado de Chile.
La Convención Constitucional está idealmente diseñada para pensar el futuro, pero inicia su trabajo en medio de una urgencia que exige decisiones también hacia el pasado y el presente. Esto hace de la Convención una institución inserta en un contexto social —en una realidad— en que a las personas les resulta difícil esperar que se solucionen las injusticias permanentes en el largo plazo: la paciencia se acabó con el estallido del 18 de octubre, lo cual fue confirmado por la configuración con la que quedó la Convención luego de la elección de los constituyentes. Esto significa que la situación obligará a la política institucional a trabajar en varios tiempos y con varias velocidades simultáneamente.
Lo anterior implica, en primer lugar, que existe una expectativa sobre la Convención para que esta resuelva o repare un pasado que fue diseñado sin la participación efectiva de las mayorías ni de las minorías postergadas, lo cual dio lugar a una larga deuda de reconocimiento moral, cívico y jurídico, de grupos sistemáticamente humillados y excluidos de un estatus de igualdad: pueblos originarios, mujeres, trabajadores, pobres en general, etc. En segundo lugar, la nueva Constitución no sólo es la Carta Fundamental de la próxima generación, sino la de los chilenos vivos hoy con sus problemáticas actuales, por ejemplo, referidas al elevado costo y a la mala calidad de vida, a la escasez de recursos naturales esenciales, falta de acceso a sistemas eficientes de salud o transporte, etc.
La mayor conciencia del presente y del pulso de la vida cotidiana se debe —cómo no— a la pandemia y a sus efectos sobre la situación económica de los hogares, la salud, y las libertades de las y los ciudadanos. El virus no hizo más que reforzar y amplificar la desprotección, incertidumbre e inseguridad con la que muchos conviven hace tiempo, situación que contrasta con la de los grupos que concentran el capital económico, social y cultural. Hoy, la mayoría ya tiene conciencia de que el “sálvate solo” de nuestro capitalismo local, maquillado de meritocracia, emprendimiento, competitividad y hedonismo consumista, no es un dispositivo que permita vivir el día a día y exige un cambio en tiempo real, no una promesa de largo plazo.
En este contexto de expectativas sobre el pasado, el presente y el futuro en el cual debe trabajar la Convención, se requieren varias decisiones para salir de la crisis. En primer lugar, y en el mejor de los casos, deberá producirse un diálogo entre el órgano constituyente y el resto de la institucionalidad vigente (en especial, el Poder Ejecutivo y el Congreso), con tal de que se generen cambios perceptibles por la ciudadanía. Esto, lejos de ser una intervención jurídica indebida en las funciones de otros poderes por parte de la Convención, significa, sencillamente, reconocer la naturaleza política del nuevo órgano constituyente. No resistirse a la conversación entre la Convención y los otros órganos estatales es un aporte a la descompresión del malestar, y constituye una manera de descargar a las y los convencionales del trabajo de solucionar el presente y el pasado. En todo caso, esto no puede hacerse sin una amplia participación y atenta vigilancia de la ciudadanía, sumada a la mayor transparencia y probidad del trabajo de la Convención
En segundo lugar, la Convención deberá configurar una nueva política activada, con posibilidades efectivas de maniobrar y hacer cambios desde el momento mismo en que se ponga en vigor la Constitución. Esto obedece a que pesa sobre la política del ciclo que se inicia la obligación de proporcionar un nuevo marco de comprensión de la vida en común que no genere exclusiones, no tolere abusos, ineficiencias ni corruptelas, y que repare injusticias pasadas. Frente a la ceguera, la incapacidad de escuchar y la unilateralidad de los análisis y decisiones de la vieja política, el nuevo escenario pide una política mucho más abierta, que tienda puentes entre diversos intereses y perspectivas, que renuncie a imponer desde arriba sin considerar la heterogeneidad de voces y temáticas urgentes y emergentes (cuestión que se vuelve crucial de cara a las próximas elecciones parlamentarias y presidencial). Para que esto sea posible, la nueva Carta Fundamental deberá permitir que, sin vetos —como los que el país conoció desde 1990—, el Congreso y la Administración del Estado tengan las herramientas necesarias para satisfacer necesidades colectivas con prontitud. La política no puede seguir funcionando a la velocidad de una lista de espera.
El escenario en que comienza a desplegarse la Convención no es sólo jurídico, sino político y, por lo mismo, hay que entender el órgano constituyente como un eslabón institucional —y no como la culminación— de la transición desde una crisis de sentido de la vida en común hacia un nuevo marco de comprensión de lo público, lo privado y lo social. En esta crisis, el pasado y el presente son elementos que están aguijoneando el ámbito de lo político y la construcción del futuro encargada a la Convención Constitucional.