El legado de Hitchens
Se cuenta que, postrado por la enfermedad que lo llevaría finalmente a su muerte (el 15 de diciembre de 2011, víctima de un cáncer de esófago), Chistopher Hitchens envió un mensaje a sus amigos “no creyentes” en que consideraba que el mayor honor de su vida era haber desempeñado un papel –que calificaba de pequeño, en un rapto de humildad– en la lucha contra las religiones organizadas y a favor de la libertad de pensamiento, de la racionalidad y de la ciencia.
Autor de libros con títulos tan provocativos como Dios no es bueno y Dios no existe, Hitchens perteneció al grupo denominado “los cuatro jinetes del nuevo ateísmo”, junto a Richard Dawkins, Daniel Dennett y Sam Harris. Con erudición, lucidez, ironía y un coraje a toda prueba arremetió –en estas y otras obras– contra reyezuelos de todas layas a los que mostró en toda su desnudez sin vacilaciones: la monarquía británica, Kissinger, Clinton, la madre Teresa de Calcuta, Ratzinger, los islamistas radicales… Y no trepidó en defender al escritor Salman Rushdie, cuando este fue condenado a muerte por la barbarie teocrática en 1989. Antes de fallecer alcanzó a terminar sus memorias, a las que tituló Hitch-22.
Cumpliéndose en estos días el noveno aniversario de su muerte, se hace muy necesario evocar el combate de este autor contra el dogmatismo y la intolerancia de los credos religiosos. Porque –aunque hace ya más de 200 años que los filósofos ilustrados, con Voltaire a la cabeza, plantearon que en una sociedad sana debieran convivir sin conflictos ni problemas todas las personas independientemente de las creencias espirituales adoptadas e, incluso, si eligen no adoptar ninguna– todavía hoy, en nuestro mundo civilizado y en plena época de asentados conocimientos científicos y declarados logros tecnológicos de la razón humana, el escepticismo y el libre examen requieren protegerse del furor delirante de quienes identifican lo que consideran pecados o blasfemias con delitos que se deben castigar violentamente.
En nuestro país, ciertamente, no nos ha tocado padecer ataques criminales como los que han sufrido algunas naciones europeas, pero ello no significa estar librados de conflictos productos de la religión. Desde la celebración de ceremonias multitudinarias indiferentes a los riegos de contagio del coronavirus hasta la directa intromisión e intentos de control en los asuntos públicos del país, las organizaciones religiosas católicas y evangélicas manifiestan un poder de tal magnitud en nuestra sociedad que cuando se dice que Chile tiene un Estado laico tal declaración parece más bien una burla o un sinsentido. Resulta lamentable tener que seguir insistiendo, en la actualidad, en lo impropio del intento de influir en el orden social que llevan a cabo iglesias que debieran circunscribir su ejercicio y dominio al ámbito privado de sus templos y los hogares de sus feligreses, como lo señala Eduardo Quiroz en su reciente libro El tren del laicismo.
La evocación de Hitchens nos motiva a exigir que el laicismo, un genuino laicismo, tiene que convertirse en un móvil social indispensable de cara al diseño de la nueva Constitución, debe levantarse como un eje crucial en la agenda política de los partidos progresistas para cautelar que, ahora sí, nuestra Carta Magna permita verdaderamente la separación entre Estado y religión, la convivencia armónica de creyentes y no creyentes, y que nuestros ciudadanos que no profesen ninguna fe no sean discriminados y perseguidos ni laboral, ni cultural ni socialmente.