Los incendios del capital. Catástrofe y modernización
La Dictadura chilena fue una vanguardia especulativa (1973-1990) que nos legó imágenes inevitables cuando se renueva la cruzada pirómana cada verano en los cerros de Chile. Esta vez fue el turno de Quilpué, Villa Alemana, y Viña del Mar, la idílica ciudad Jardín del “city tour”. Qué coincidencia más pavorosa existe entre el registro visual que tuvo lugar en la punta del cerro Chacarillas (1977) -la producción de simbolicidad restauradora con sus esvásticas hitlerianas- y el suelo incinerado de los cerros viñamarinos.
El fuego evangelizador como limpieza de infecciones ideológicas, aludía, en aquel contexto, a la libertad de la nación -enemigo interno- y a la necesidad de reubicar un “catolicismo corporativo”. De este modo, la Dictadura se sirvió de un fuego esperanzador, donde el extractivismo -las llamas como lengüetas del capital- no admitía regulaciones ecológicas.
La homilía de la desregulación neoliberal fue invocada en nombre del “patriotismo globalizante” que auspiciaba la territorialidad de las élites, el control rural y el monopolio forestal. Y así, la patronal, coherente con su “catolicismo corporativo”, asumió el fuego, pero jamás los ministerios de la cruz. En suma, fuego y aporofobia, han fomentado una ruralidad de escasa pavimentación, edificaciones de baja altura, iluminación deficiente y compañías del Iphone que han especulado con los sueños de conectividad.
Un ejemplo de subdesarrollo que mantiene a los grupos medios -indigencia simbólica- hipnotizados en los mitos del crecimiento, en medio de una zonificación que se levantó desde el remanente de “bosques nativos”. La furia hollywoodense hizo del Festival villamarino, Quinta Vergara, aquella “tarjeta postal” que representa su mejor hazaña de orden y progreso, televisivamente montada para reflejar las fachadas del boom urbano y el éxito empresarial, ocultando todo el dorso de miserias. Con todo, las heridas vernáculas de los cerros imputan la memoria exitista, y los récords del éxito globalizador.
La imposibilidad de una carta urbana, la perforación semi-rural y el “sentimiento de ruina” pareciera nombrar el presagio de un futuro inestable, henchido en promesas de un porvenir tecnológico. Las percepciones ciudadanas no alcanzan a completar una imagen de Viña del Mar -la ciudad jardín- que logre proyectarse en un relato estable. En cambio, el futuro deviene una sombra amenazante.
Las redes corporativas, nacionales o transnacionales, circulan en complicidad con diferentes identidades urbanas que, en su obsesión por la ganancia, levantan una ciudad paralela. Una ciudad que, paródicamente, cultiva un suelo mixto de transacciones múltiples entre fiestas y duelos, servicios y escasez, narcos y emprendedores, gratificaciones y desconsuelos.
Temporalidades disímiles que no obedecen al guion de los discursos oficiales. Al contrario, cubren faenas de intimidad y fábulas que exceden la moral pública y liberan las energías del monumentalismo hotelero y el disciplinamiento laboral. Una ciudad llena de intersticios, extractivismos y puntos suspensivos donde la vida no calza simétricamente con ninguno de los trazados que han dibujado los planificadores del suelo -especuladores de la reventa- y los jueces corporativos.
El afán modernizador ha pretendido vestir a la ciudad y los cerros con distintas estéticas de un progreso desigual, cuya violencia oligárquica debe inaugurarlo todo, advirtiendo de esta forma que no hay un pasado cautivo, salvo huellas, cuerpos y sedimentos que forman parte de la acumulación de capital. La ciudad jardín no tiene origen, se inventa desde cada administración con una escritura de demoliciones y monumentalidades.
Luego del horror del fuego, los medios abundan en profecías vulgares. Todo se debe a un accidente geográfico que más vale imputar a los males de la naturaleza. La ayuda a los caídos, la Teletón trizada y la Unidad Nacional, fundada en la seguridad, ante los damnificados, responden al dictum anunciado en la liturgia cristiana del cerro Chacarillas (1977).
Y así, el fuego inclemente irrumpe como una inquisición que desnuda con llamas nuestra presuntuosa “modernización galáctica”. Solo hay patria dónde hay fuego usurpador-restaurador administrado por oligarquías que cultivan “políticas de ruralidad” y el capital financiero, sin faltar la letra jurídica de los mercados. Los grupos económicos persisten en un país hacendal, sin proyecto, ni trascendencia, excluido de todo horizonte de derechos.
Al margen del ecosistema siniestrado, la desregulación del modelo conducirá siempre a un fuego incontrolable. Hoy irrumpe esa intrincada mezcla de filantropía y especulación financiera en una tierra negra que deja a la intemperie el frenesí del “milagro chileno”.
Por su parte, los matinales emprenden una comunicación carnavalesca y fiscalizante -“el chofer héroe que paso entre las llamas y salvó a los pasajeros”, destacaba un medio santiaguino- y oscilarán entre la histeria, la solidaridad programada y el control visual con el pretexto de la benevolencia. Es verdad, el laissez faire del fuego purgador, es el símil de una economía que abrazó la desregulación de la riqueza.
En suma, la filantropía nos devuelve a ese “Chile de palo y bizcochuelo”, dulcificado por el relato de la modernización (realismo, disciplina, casa propia y consumos de segmentos medios) en puntos de crecimiento. Por fin, cómo no apoyar la revuelta (2019), si el fuego deja al desnudo la miseria, la austeridad, la vida precaria, la eutanasia estatal, la ausencia de protección, la afasia de las elites, y los potenciales planes de Ponce Lerou.
La catástrofe ha develado las imágenes postales de la ciudad jardín. El roto como metáfora del pueblo, se presenta virtualmente errático, y sin destino institucional. Todo el horror del mundo crepitando en cuerpos jóvenes, en cuerpos carbonizados por el capital, iluminados por antorchas y linternas. En medio de un cerro de cadáveres, nuestras autoridades anuncian pomposamente que dejarán caer todo el peso de la ley -derecho formal y abstracto- contra las bandas del crimen organizado y estas serán perseguidas implacablemente.
En alguna medida, más allá de la voraz adversidad climática, de las altas temperaturas y las terribles pérdidas humanas y materiales (viviendas, muertxs y albergadxs), la chilenidad de emprendedores que manejan recursos estacionarios -otra forma de vulnerabilidad e indigencia simbólica-, llevan mucho tiempo quemándose en prácticas devastadoras para la subsistencia, amén de loteos, manos tajeadas por el cloro, hematomas que no se pueden ocultar con maquillaje. Los títulos de propiedad forman parte de los imaginarios impuros.
Estamos insertos en una “democracia pirómana” que, de un lado, elimina la nostalgia por el pasado (el lugar de la borradura neoliberal sucedió en Chacarillas) y, de otro, conmina al emprendimiento universal bajo la anarquía de la acumulación. Las ofertas de seguridad, de aire limpio y tranquilidad organizaban el nuevo marketing “pro” de la ciudad jardín, para develar zonas de la urbe que pretendían cumplir la promesa de ciudad-jardín, afectadas por las llamas aporofóbicas develan los sombríos desechos de una modernización excluyente.
Hemos oídos todo tipo de teorías surrealistas sobre los orígenes del fuego. Desde acciones de inteligencia, intereses de latifundistas enfurecidos con el gobierno, hasta grupos originarios autonomistas en alianza con migrantes. No faltarán las hipótesis del fuego justiciero -bíblico- contra un “cerro pagano”, perforado por narcos, violencia y migración, que destina de los moradores del esfuerzo.
La cobertura de los medios abundará en la inclinación de sus “gerentes salvajes”, el tráfico de la entretención televisiva reforzará una “teoría de la intención” centrada en acciones humanas que, deben padecer el peso de la ley, a saber, fueron vándalos, y temperaturas increíbles que dieron lugar a una conjunción inédita (“naturaleza monstruosa”) que desmonta los “placeres transitorios” de la ciudad jardín. En los cerros, la especulación inmobiliaria organiza la figura de la propiedad (“la casa propia”), en relación directa con la capacidad económica, delimita la ilusión de acceso y el perímetro de convivencia en los sectores pobres a sitios de aislamiento, con problemas ambientales y escasa accesibilidad a los equipamientos que el discurso globalizante presenta como signos inapelables de un progreso trizado.
Mientras tanto, los bomberos empobrecidos son lanzados a la brasas. En medio de estas lenguas, resulta agraviante insistir en la tesis del “milagro chileno” con sus credenciales de progreso. No podemos seguir ocultando nuestra inerradicable condición pordiosera. Mueren moradores, ancianos y niñxs, brigadistas, animales y chorros de ocasión, pero en ningún caso empresarios, especuladores, políticos, ni rostros mediáticos. Tampoco mueren los guionistas del control visual y un periodismo escolta, mórbido y tendencioso. En una mezcla de sucesos populares y oportunismo noticioso, no ha faltado la creatividad despreciativa -remedial- de los asesores del gobierno que, en un gesto de ensordecedora solidaridad, han permitido que los niños damnificados puedan exhibir sus tragedias personales y sonreír cruelmente en el Cerro Castillo.
Muy pronto, va a aparecer la comisión de los expertos, ofertando un plan de promesas reestructuradoras -políticas públicas- sugiriendo la transferencia a privados, dado los riesgos de las hectáreas siniestradas. ¡Quién sabe! ¿La responsabilidad recaerá en las napas secas de nuestro neoliberalismo criollo? Y es curioso, el fuego será la nueva forma en que el capitalismo financiero pondrá en práctica otras formas de lucro y acumulación de activos; se abren nuevos nichos de ganancias y clúster de mercado. De otro modo, el fuego es el último recurso del neoliberalismo para detener nuestra desesperación, y una venerable bancarización de la vida cotidiana. Luego de ello, militarización del territorio siniestrado, toques de queda y cuerpos pobres (contables) bajo el control elitario. En medio del llanto desolador, vendrán las “colectas y la cadena solidaria”. Todo los sucesos ocurren en ausencia de apóstoles televisivos.
La hipervisibilidad de vender bosques quemados para la industria inmobiliaria -seguros, edificios, carreteras- es un dato popular, denunciado en las redes sociales y por una ciudadanía que toma nota de ganancias y manufacturas de tierra quemada. Ponce Lerou -como figura filantrópica de la clase política- es el agente inmunitario del capital. Ahí es clave el fuego como vieja y nueva clave colonialista de asentamientos. Desde el 2001 venimos asistiendo a un uso indiscriminado de los estados de excepción, estado de emergencia, “toques de queda”, etc.
El fuego como la vieja práctica del asentamiento colonial hoy reclama formas incestuosas de modernización. El capital incendia, pero lejos de la tesis medial de la "intencionalidad", se trata de la acumulación viva de capital. Pero ahora está vez expuesta a la luz. El Estado no maneja capitales culturales, ni legitimidad. El capital se incendia. Incendia para vender tierras quemadas y abaratar nuevamente los salarios reales porque todo debe ser tercerizado. Luego vendrán las clasificadoras de riesgos, las aseguradoras, las inmobiliarias, las carreteras licitadas, y un tropel de especuladores bancarios que deben aplacar la imagen eufórica ante la banca internacional.
Por fin, se viene abajo el “glamour exitista” del capitalismo financiero, cuya primera estocada fue la revuelta del 2019. La épica de la modernización y la movilidad social se encuentran enturbiadas.
En medio de los infiernos, Silvio Rodríguez nos da una penetrante clave interpretativa en el folklor neoliberal del Festival, sus pasarelas y sus cenizas. Dice la letra, “...y hay que quemar el cielo si es preciso, por vivir”. Tal es nuestra tragedia.