El sistema que nos domina: La mecánica de la izquierda llorona y la derecha inculta
Los sistemas ostentan una autonomía notable. En otras palabras, ellos operan sin solicitar autorización previa a sus operadores, usuarios o beneficiarios. Una vez los instalamos, parte de nuestro tiempo y energías debe invertirse en la necesidad de mantenerlos operativos. Este requerimiento no lo planteamos nosotros (pues lo deseable es que operaran solos), sino que es un efecto colateral de su instalación y reproducción como vía que resuelve un problema determinado.
Pero más importante aún es que los sistemas tienen el poder para ordenarnos de acuerdo a patrones característicos, los cuales se aprecian en la manera estándar con la que recibimos educación, atendemos nuestras enfermedades, buscamos empleo, nos imponemos penas, cohabitamos los espacios, relacionamos nuestros cuerpos, concebimos la virtud, tentamos críticas a la sociedad (escribiendo columnas de opinión, papers y libros, por ejemplo), etc. Su grandeza se expresa en el lema “Así funcionan las cosas”, que se nos enquista en el cerebro y por el cual el sistema aparece como una realidad consumada en el tejido social (“lo dado”), que sería contra natura contravenir.
Fue Thomas Hobbes, el príncipe del miedo de la filosofía universal, uno de los primeros en intuir esta propiedad de los sistemas en los albores de la era moderna: aquello que nos gobierna (el Estado, en su caso) debe mostrarse tan grande como el Leviatán de la Biblia, de modo que, despertando un miedo primitivo, nos conmine a actuar de acuerdo a sus preceptos y a aceptar como imposible subvertir este destino.
Para Hobbes, el que quiere gobernar, debe saber infundir una dosis de miedo. Estas palabras debieron resonar en su mente más que nunca cuando huía al exilio a toda prisa en un carruaje, oculto bajo una capucha, sosteniendo sobre su regazo sus manuscritos y los planos de su maquinal Leviatán, emborronados por la tierra y la tormenta que iluminaba cada tanto una de las noches más sangrientas de la Revolución Inglesa:
«Nadie puede poner en duda que, cuando el miedo [al sistema, especialmente a su aparato de represalias por crítica o desacato] desaparece, todos somos más intensamente arrojados por nuestras pasiones a obtener dominio sobre nuestros prójimos, más bien que a llegar a una asociación con ellos.» (Hobbes, De Cive)
Por supuesto, el miedo a un sistema no es una cosa que nos tiene con las piernas temblando ridículamente, sino algo mucho más sutil, profundo, secreto y ubicuo (latente). Por ejemplo, ¿en la empresa siempre hacemos lo que hacemos por una profunda convicción profesional? ¿O más bien porque de otro modo se nos despedirá y arrancará el pan de la boca, porque nos ganaremos la aversión de los colegas, porque “no soy yo el que corta el queque”, etc.? Cuando uno se hace esta laya de preguntas al interior de una compañía y la respuesta se nos insinúa del modo expuesto, la sombra de un triunfante Hobbes emerge con los brazos abiertos por encima de cualquier gerencia y dirección, y se extiende hasta los empleados de menor rango hasta cubrir la firma entera en la forma de su todopoderoso Leviatán.
Con todo, hace falta advertir que la asunción de que un sistema es imbatible implica una falacia (la “falacia de la supremacía absoluta”), que engendra no solo un efecto disuasivo (“Mejor es dejar todo como está”, “Si no puedes contra ellos, úneteles”, etc.), sino también un efecto de atrapamiento en la sumisión. En el caso de los intelectuales (filósofos, humanistas y científicos), este atrapamiento se revela patéticamente en la forma en que se comprometen a operar, se encariñan y se anclan al final a la trama o sistema de artefactos, procedimientos e instituciones que usan para producir conocimiento. Pues, ¿quién es tan estúpido para cuestionar la capacidad instalada e intentar una filosofía, humanidad o ciencia diferentes? Especialmente en las dos primeras, esto no impide la realización de propuestas teóricas interesantes desde un punto de vista académico, pero la mayor parte de las veces inconducentes o con nulo impacto transformacional en la esfera social.
Cuando critiqué a Renato Cristi, de la Wilfrid Laurier University, en una columna en El Mostrador en la que hace apología del constitucionalismo reformista, él replicó legítimamente a mi consideración sobre la autonomía de los sistemas, que espero haber aclarado lo suficiente recién: la voluntad humana tiene y puede tener un efecto sobre la transformación del sistema, y la manera de hacerlo por excelencia es tomando conciencia primeramente de la falacia que el sistema le inculca (su presunta indestructibilidad, que induce un sentimiento de insignificancia e incapacidad en los sujetos). De otra manera, el sistema se sobrepone a las acciones humanas, les lleva la delantera y les condiciona.
Pero además Cristi alegó sobre la mecanicidad que yo le achacaba a los sistemas (en particular, al que tenemos instalado en Chile sobre la base del Estado y las corporaciones, un sistema liberal-capitalista), seguramente porque pensó que recogí entera la cosmovisión mecanicista de Hobbes. Él apuntó, en concreto, a mi referencia de que los sistemas imprimen un patrón característico en el comportamiento humano. Y está en lo correcto, ya que a esta afirmación subyace una suerte de mecanicismo. Mas con esto no estoy sosteniendo que los sistemas son absolutamente mecánicos. Eso sería incurrir en el típico reduccionismo de las escuelas de ingeniería cuando enseñan teoría de sistemas (a estudiantes que, por cierto, en su mayoría nunca van a criticar nada y, por el contrario, van a ponerse los cascos para operar y sostener lo que está dado).
Sin embargo, relevar lo que hay de mecánico en el sistema permite visibilizar sus apéndices o tentáculos, y poco a poco su coraza, órganos y engranajes. En particular, yo quiero referir aquí las mecánicas discursivas de la izquierda y la derecha, a propósito del fracaso consolidado del proceso constitucional iniciado con el Estallido Social del año 2019. Porque, de hecho, los discursos y declaraciones formales son uno de los elementos más importantes que permiten la prevalencia de un orden determinado, y los sistemas se caracterizan por tener facciones en pleito cuyo efecto compensado hace del sistema lo que es. Revertir estas mecánicas discursivas, atacando los elementos que las generan, podría tener un efecto transformador en la realidad del país (siempre que sean relevantes, por supuesto, como creo es el caso).
En la trama política de nuestra nación, la izquierda –y en particular la nueva izquierda –ha tejido un relato predominantemente crítico y pleno de lamentos. Aunque legítimamente critica las inequidades del sistema liberal-capitalista como una proyección de la sombra de la dictadura, a menudo se olvida de entrelazar el reconocimiento de sus virtudes, sobre todo en vista de las nuevas generaciones al mando del dinero y el contexto de un capitalismo global que no para de mutar (porque no todo lo que emerge de algo malo, es malo).
Desgraciadamente su lamento no ha sabido hallar consuelo en la búsqueda de capacidades transformadoras ahí donde solo puede ver maldad. En este sentido, la estética del discurso del presidente Boric, un hombre ilustrado, principalmente en los años previos a su ascenso a la primera magistratura, dice mucho: en el capitalismo no hay virtud posible. Eso es sospechoso. Y no es prudente políticamente, ya que en una sociedad donde el capitalismo está completamente integrado en el mindset ciudadano, la ruptura de la falsa concepción de una supremacía absoluta de este demanda un contrapeso a su realidad fáctica (es decir, demostrar de forma palmaria que lo que se propone desde el discurso es mejor a lo que ya está instalado y funcionando). La crítica al capitalismo, además, es trunca, ya que es completamente ciega al funcionamiento interno de las corporaciones contemporáneas, el hábitat donde pasan el día una parte importante de los chilenos (y esto no debe extrañar, ya que desde la academia las empresas resultan inaccesibles). Y mientras se ignore la materia, forma y poder de la corporación, el capitalismo seguirá siendo descrito fundamentalmente en los términos que lo empezó Marx en el siglo XIX.
En contraste, la derecha ha pecado de ignorante, inmersa en el economicismo y su vínculo con el mundo de los negocios, el cual, al ser lo que impera, lo asume como lo único digno de conocimiento. Esta situación impide la comprensión profunda de las complejidades sociales, como quedó demostrado, por ejemplo, cuando el ministro de salud del segundo gobierno del ex presidente Piñera afirmó que “no tenía conciencia" de la magnitud de la pobreza y hacinamiento en Chile. Lo cierto es que estos no fueron más que los estertores del más ingenuo Piñera después de la hemorragia de disparates que él y sus ministros de hacienda y economía profirieron antes que se desencadenara nuestra última gran crisis social, que por cierto lo pilló comiendo pizza en un restaurant (el doctor en economía de la Universidad de Harvard se exhibía una vez más tan ignorante como cuando refirió a Robinson Crusoe como una persona real, poniendo de manifiesto su escandalosa carencia de cultura en lo que a literatura básica se refiere).
Desentrañar este patrón de ignorancia supina requerirá un esfuerzo consciente por parte de la derecha para enriquecer su capital intelectual y contar con teóricos que reconozcan los matices de la trama izquierdista, que sean capaces también de hacer concesiones significativas y asimilar fructíferamente eso que tiene el contrario y que podría hacerle evolucionar, catapultando, por qué no, un nuevo pacto social sobre su base. De otro modo solo involucionará a posturas conservadoras y autoritarias, como la que encarna el partido republicano chileno.
En última instancia, solo a través de un diálogo más profundo, de teóricos hábiles y honestos de ambos lados, se podrá lograr una síntesis de visiones que permita edificar una sociedad más a la altura de esta época, innovadora y que dé lecciones al resto del mundo. Sin concesiones significativas, el sistema actual perdurará, manteniéndonos en una triste sobrevivencia que se entrega al imperio y amenaza de los precios inflados del mercado, que es lo que pasa desde hace un par de años, casi como un arma sofisticada que esgrimen contra la población los que no quieren cambiar nada de nada.
¿Qué estoy haciendo yo para hacer las cosas distintas? ¿Qué hay de virtuoso en mi opositor que puedo recoger para mejorarme a mí mismo? ¿Qué hay de obstinado y anticuado en mí? Estas son preguntas que pueden hacerse la izquierda y la derecha chilena para los años que siguen. Como reza un adagio famoso por estos días (falsamente atribuido a Einstein): “Locura es hacer lo mismo una vez tras otra y esperar resultados diferentes”.