Nosotros, los abogados
Un viejo chiste revela la forma infalible de descubrir cuándo un abogado miente cuando le habla: mueve los labios. Si existe una profesión denostada entre muchas es la del abogado. Una cuestión es que convertirse en abogada o abogado sea apetecible y sea una profesión que muchos sienten como “prestigiosa”; pero otra muy distinta es que realmente sea una profesión prestigiada y que goce de respeto y credibilidad.
Lo cierto es que los abogados solemos parecer sujetos dispuestos a decir lo que sea, defender la versión que nos pidan, sea cual sea, honorarios mediante, por cierto. Los chistes sobre abogados son masivos y destacan esta especie de venta absoluta e ilimitada de las habilidades de convicción. Que no se confunda nadie, que en modo alguno cuestiono el derecho a defensa de toda persona, incluso por delitos repugnantes y terribles. Lo que cuestiono es un sistema en donde la verdad, la justicia y la equidad no forman parte del quehacer diario de los abogados, sencillamente porque no se les paga por ser honestos, justos o equitativos, sino por ganar los casos que les encomiendan y por hacer triunfar la versión del cliente, sin importar si es verdadera o justa.
Sí, los abogados solemos ser despreciables. Pero, y permítaseme ser abogado del diablo, perdón, del abogado: esto es problema también de un sistema de justicia concebido de manera tal que los ingresos de los abogados se aseguren cuando el cliente gana el juicio y no cuando la justicia y la verdad se imponen. A veces ambas cosas coinciden, pero será solo una casualidad feliz; lo relevante es que cuando el abogado o la abogada ejercen su profesión lo hacen para ganar dinero y, en ese esfuerzo, ni la verdad ni la justicia juegan un rol preponderante. Es por eso que se cuenta el otro chiste en el que el cliente le pide al abogado que le diga cuánto es dos más dos y este le responde: “Depende, ¿cuánto quiere usted que sea’”.
El caso de Luis Hermosilla y el asunto de los audios provocó, según le escuché en una entrevista radial, sorpresa y pena en Ramiro Mendoza, pues a él le parece que la profesión no se ejerce de ese modo. La periodista le hizo ver que este podría ser simplemente un caso “descubierto” por una trama novelesca y bien accidental, pero que no existe garantía alguna de que no se trate de prácticas extendidas.
Hoy existe una ligazón gigantesca entre los grandes estudios jurídicos y los grupos económicos, que es lo que lleva a abogados a presentarse en las Cortes de muchos países para decir que el tabaco no produce cáncer, que los pesticidas no enferman, que las discriminaciones de enfermos por sistemas de salud privatizados son perfectamente justos y legales. Y en Chile, siempre una patética copia triste de Estados Unidos, ocurre lo mismo. Los grandes estudios jurídicos que viven de los grandes grupos económicos argumentan y discuten tratando de imponer versiones sesgadas de la realidad y de vender por justas causas impresentables.
¿Qué hacer? Vaya pregunta. Si digo que lo primero sería separar los ingresos de los abogados de los ingresos de sus clientes o, lo que es lo mismo, que sus honorarios proviniesen de un trabajo honesto y bien hecho y no de convertirse en títeres verborreicos y grandilocuentes de clientes que les pagan para que se pongan de cabeza si es necesario, me dirán que estoy loco. Sobre mi sanidad mental, lo confieso, abrigo más de alguna duda; pero sobre lo que no tengo dudas es que el sistema actual incita a los abogados a funcionar en su labor diaria sin preocuparse de si actúan de modo justo, honesto o decente.
Si el asesino, que le confiesa serlo, le ofrece un pago inmediato de dos millones de dólares para que haga creíble en juicio una coartada falsa, y otros dos millones si es absuelto, ¿usted tomaría el caso? Más allá de esta pregunta propia del juego “Escrúpulos” (vintage y ochentero, ya lo sé), el problema es que esta oferta pueda presentarse y, sobre todo, el problema es que por cada abogado o abogada que se negara a ello, habrá 20 que aceptarían sin dudarlo. Ya no es solo un problema ético de los individuos, es un problema ético de un sistema erigido sobre un mercado en que la verdad y la justicia son vendidos y transados cada vez que se contrata un abogado.
Luis Hermosilla o Leonarda Villalobos no son los únicos casos. No seamos ingenuos. Nuestra fama no la hemos obtenido gratuitamente. Conozco demasiados abogados que han traicionado clientes, que prevarican y no son descubiertos o no son sancionados. No son todos, obviamente. Hay gente muy buena y decente en la profesión, sin duda, pero el sistema suele premiarlos poco.
Busquemos soluciones ¿El Colegio de Abogados y afiliarse obligatoriamente? ¿Un Colegio de Abogados golpista y destructor del Estado de Derecho que hasta hoy nunca ha pedido perdón ni ha reconocido esa falta? No, gracias. A esa entidad no le confiaría la ética de nadie.
¿Un camino?
Hablemos de locuras, para ver si podemos salir de este manicomio. ¿Qué ocurriría si la justicia fuese realmente ciega? ¿Si llegado un caso a un tribunal o juez no pudiese ese juez saber más que nombres ficticios, datos idénticos a los de la realidad, pero con modificaciones de nombres y lugares para no dar con la identidad de los involucrados, de modo que los jueces solo fallaran en justicia el caso en lugar de considerar a los involucrados? Me dirán que es muy difícil, que no se puede. Pero yo replico que seguramente es posible y que, en último término, por eso que Temis aparece vendada siempre.
La ceguera de la justicia debería perseguirse por todos los medios y, para eso, en rigor, los jueces debieran ver el caso y no a los litigantes (me refiero a sus identidades o nombres, no a sus características u otros antecedentes relevantes para decidir). Si Rawls hace ya tiempo habló de un “velo de la ignorancia” como método para tratar de construir una sociedad justa, a mí me parece que ese tipo de velo es lo que único que podría garantizar la construcción de fallos auténticamente justos, sin la interferencia de conocer quiénes serán afectados por ellos. Si no, es mejor seguir viendo a la estatua a la salida de la Corte de Valparaíso, con la venda caída y la balanza arrumbada.
¿Y si tuviésemos a los abogados en una enorme nómina, divididos en especialidades, y sus honorarios fuesen pagados a través de un sistema de fondos colectivos, financiado por todos? ¿Y si los abogados ocuparan un ranking determinado por sus años de experiencia, por sus triunfos en tribunales, por la opinión de sus clientes, por sus cursos de especialización, etc., elaborado anualmente por un organismo técnico? Los primeros de la nómina ganarían mucho dinero y los últimos de ella cantidades modestas. Y, por cierto, se les asignarían los casos de manera aleatoria, de modo que deberían defender con ahínco a grupos económicos, al hijo de un gerente general de un trust o a la hija de una temporera, sin diferencia alguna. No trabajarían para un cliente que le ordena hacer lo que sea bajo premio remuneratorio, sino para un sistema de justicia que premiaría la excelencia profesional considerando, entre otras cosas, la ética y la probidad del abogado o abogada.
¿Difícil? Por cierto. Son solo ideas en un estado bárbaro de falta de elaboración. Tal vez haya otras, mucho mejores. Lo que no puede seguir habiendo es un sistema donde, desde siempre, tenemos la sensación y la certeza –hay estudios acerca del tema– sobre la existencia de una justicia para ricos y otra para pobres y en el que los abogados y abogadas, en general, se preocupan de ganar dinero en lugar de ser “auxiliares de la administración de justicia”.
Sí, estas proposiciones pueden sonar a locura, lo admito. Pero admitamos también que es una locura escuchar audios como el que se ha difundido; reconozcamos que es propio de un manicomio tener un sistema de justicia donde la justicia no existe o existe en grados muy bajos. Ahí están las encuestas sobre el prestigio del Poder Judicial. Y el día que se haga una encuesta sobre el prestigio de los abogados seguramente habrá que contratar muy buenos abogados…