¿Qué queda vigente si gana el ‘En contra’?
La opción de diciembre y el estado del proceso constituyente
La opción que enfrentarán los electores en diciembre de 2023 será entre aprobar o rechazar la propuesta de Constitución del Consejo Constitucional. En caso de aprobarla, estarán manifestando su voluntad de que dicha propuesta sea promulgada como Constitución de la república. En caso de rechazarla, estarán manifestando su voluntad de no cambiar el status quo constitucional actual por la propuesta del Consejo.
¿Cuál es el contenido de esta última opción? ¿Puede decirse que los electores en diciembre deberán elegir entre la propuesta del Consejo y la Constitución de 1980?
Esta pregunta es relevante, porque las cosas parecen haberse invertido una vez más. En 2005 el presidente Ricardo Lagos y los constitucionalistas de la Concertación celebraban la dictación de una “nueva Constitución, nacida en democracia”, y la derecha protestaba que era solo una reforma constitucional, de modo que la Constitución de 1980 seguía vigente.
Luego, cuando el proceso constitucional de la presidenta Michelle Bachelet primero y luego el proceso constituyente, era la derecha la que protestaba que la Constitución vigente ya no era la de 1980, sino la de 2005, y el propio Lagos, la Nueva Mayoría y el Frente Amplio sostenían que seguía siendo la Constitución de 1980, “de los cuatro generales”. Ahora, con vistas al plebiscito de diciembre, la derecha vuelve a su tesis original de que sigue siendo la Constitución de 1980 como una manera de forzar a quienes apoyan el rechazo a la incómoda posición de tener que defender la Constitución que siempre han impugnado, acusando su incoherencia.
¿Hay algún criterio que sirva de guía para esta cuestión, o debemos aceptar que es solo oportunismo? En mi opinión, la cuestión se confunde porque se discute como si la Constitución fuera un texto (los abogados la llaman, de hecho, “el texto constitucional”). Si una constitución es un texto, la pregunta por la identidad de la Constitución se transforma en la pregunta por la identidad de un texto. Entonces aparecen criterios cuantitativos, como el número de leyes de reforma constitucional que se han dictado, el número de artículos o de incisos que han sido modificados, etc.
Pero esto, claro, siempre fue absurdo: es como decir dos contratos de compraventa son “el mismo” contrato porque solo se diferencian entre ellos por dos o tres palabras: la cosa y el precio. Pero entonces, ¿cómo responder la pregunta de si dos textos son el mismo texto? En estricto rigor, cualquier modificación de un texto hace que se trate de un nuevo texto, un texto distinto. Esto acaba con la distinción entre reforma constitucional y nueva constitución. Pero también sería absurdo intentar fijar un porcentaje, de modo que si el nuevo texto está en su continuidad sobre ese umbral sería un texto distinto, y si está debajo de ese umbral sería el mismo texto aunque reformado.
La destrucción por desahucio de la Constitución tramposa
Una constitución no es un texto. Es una decisión sobre las bases fundamentales de la vida en común. Esa decisión usualmente se expresa en un texto, pero es la decisión, y no el texto, lo que es la Constitución. El texto puede incorporar cosas adicionales a esas decisiones fundamentales, y a esas incorporaciones adicionales las podemos llamar “leyes constitucionales”: disposiciones jurídicas que por su contenido son leyes, pero que han adoptado la forma constitucional. Cuando son modificadas solo las leyes constitucionales, lo que resulta es la misma constitución reformada; cuando cambian las decisiones fundamentales, ese cambio es la destrucción de la constitución antigua y la creación de una nueva.
La pregunta, entonces, debe ser la siguiente: ¿Cuál era la decisión fundamental de la Constitución de 1980? ¿Esa decisión cambio en 2005 o en algún otro momento, de modo que ya no vivimos bajo el imperio de la Constitución de 1980, o se mantiene hasta hoy?
Para evitar acusaciones de oportunismo, permítaseme citar un pasaje que escribí en 2013, que representa todavía mi opinión:
La eliminación de todo cerrojo, por tanto, y su reemplazo por reglas que busquen habilitar al pueblo para actuar y no neutralizarlo, sería la destrucción de la constitución de Pinochet y su reemplazo por otra, democrática. Eso sería una nueva constitución, incluso si el resto del texto no fuera modificado (Atria, La Constitución Tramposa, p. 55; para esta idea explicada en 2018, véase Razón Bruta, §68; en 2020, véase “Un Cadáver de Constitución”).
Como fue explicado en 2013, la Constitución de 1980 era una Constitución tramposa porque esa decisión fundamental en la que toda constitución consiste era, en el caso de la Constitución de 1980, una decisión de neutralización de la agencia política del pueblo, contenida (a la fecha de escritura) en tres cerrojos y un meta cerrojo: el sistema binominal, las leyes orgánicas constitucionales que para su aprobación exigían el voto conforme de 4/7 de los senadores y diputados en ejercicio, el Tribunal Constitucional y las reglas de reforma constitucional, que exigían el voto conforme de 3/5 o en los casos importantes de 2/3 de los senadores y diputados en ejercicio.
Actualmente, todos los cerrojos, incluido el metacerrojo, han sido eliminados: el sistema binominal fue cambiado por un sistema proporcional en 2015 por la ley 20840; los quórums de reforma constitucional fueron reducidos drásticamente, todos ellos a 4/7 de los senadores y diputados en ejercicio, por la ley 21481, de agosto de 2022; y el quórum de aprobación de las leyes orgánicas constitucionales fue reducido a la mayoría de los diputados y senadores en ejercicio por la ley 21535, de enero de 2023.
Respecto del Tribunal Constitucional, no ha habido cambios en su configuración institucional. Sin embargo, los cambios que ha experimentado en su integración implican que al menos por el futuro previsible ha dejado de ser un cerrojo. El rechazo generalizado que la jurisprudencia de ese Tribunal suscitó durante la época de la presidencia del ministro Iván Aróstica, por otro lado, en que el Tribunal simplemente leía en el texto constitucional las ideas de la derecha más conservadora sin inhibición alguna, hacen improbable que esto vuelva a repetirse.
La consecuencia de lo anterior es clara: la Constitución tramposa ha sido desahuciada.
¿Qué y quién la desahució?
¿Cómo fue posible eliminar los cerrojos y acabar así con la Constitución tramposa? Ellos fueron defendidos a ultranza por los partidarios de la Constitución de 1980, como reglas sensatas, razonables, etc. Repentinamente se hizo posible alinear los votos suficientes en ambas cámaras del Congreso (el quórum para esas reformas era el más alto, 2/3). Es evidente que eso no se explica porque de pronto los diputados y senadores de la UDI y de Renovación Nacional se dieron cuenta de que, contra todo su discurso de cuarenta años, los cerrojos constitucionales eran reglas injustificadas, o inadecuadas para el Chile actual. La explicación es que ellos entendieron, aunque no lo expresaron de este modo por obvias razones, que en octubre de 2019 la Constitución había sido desahuciada por el pueblo. La dictación de las leyes 21481 y 21535 solo certificó lo que ya había ocurrido: el desahucio de la Constitución tramposa. Ese desahucio no fue consecuencia de esas leyes, sino exactamente al revés: esas leyes fueron posibles solo porque la constitución ya había sido desahuciada.
Pero a pesar de que esas leyes fueron solo la certificación del desahucio de la Constitución tramposa, ellas tienen una importancia especial hoy. Como todo certificado, acreditan y así hacen imposible negar el hecho certificado.
Si la Constitución tramposa ha sido desahuciada, ¿qué es lo que hay ahora?
Lo que hoy queda vigente ya no es, entonces, la Constitución de 1980. En realidad ya no es una Constitución, lo que hay hoy vigente son los retazos del texto constitucional que regulan materias que no son en general objeto del conflicto político. Cuando las circunstancias exigen apartarse de la constitución, los actores políticos lo han hecho, desde 2019, sin intentar siquiera ocultarlo, como lo declaró siendo presidente de la Cámara de Diputados, el diputado Iván Flores (“impulsamos proyectos que pueden ser inconstitucionales por una cuestión de forma”, pero que son cuestiones “urgentes de resolver”, dijo en su momento, refiriéndose a proyectos de ley iniciados por mociones parlamentarias en materias de iniciativa exclusiva del Presidente, relativos a, por ejemplo, extensión del plazo para el pago del permiso de circulación o suspensión de los servicios básicos por no pago); y el entonces presidente Piñera, en vez de recurrir al Tribunal Constitucional, para lo cual bastaba su sola voluntad, anunció que convocaría un (superfluo) “grupo de expertos” para discutir la cuestión (de este grupo, por cierto, nunca más se supo). Los columnistas de siempre protestaban, desde luego, pero los proyectos se aprobaban y promulgaban.
La constatación de este desahucio de la Constitución tramposa nos muestra que el estallido de 2019 fue una fuerza destituyente, capaz de destruir la constitución entonces vigente. Lo que nos dejó, entonces, fue un conjunto de leyes constitucionales que regulan las cuestiones públicas de modo administrativamente aceptables, sin constitución.
Pero entonces, ¿por qué era necesaria una nueva Constitución?
Hay quienes creen encontrar en el argumento anterior solo oportunismo. Si la Constitución tramposa fue desahuciada en octubre de 2019, dicen ufanándose de su jaque-mate, ¿por qué era necesario el proceso constituyente? ¿No hay aquí una contradicción?
La respuesta es obvia: necesitábamos pasar del momento destituyente, de negación de la decisión vigente, al momento constituyente, de afirmación de una nueva decisión. Chile necesitaba (y necesita, aunque ya no va a tener, al menos por un buen tiempo) una nueva Constitución, una que logre detener el proceso de deslegitimación institucional que llevó al estallido. Yo sigo pensando, como desde antes de 2019, que ese proceso se explica fundamentalmente por la neutralización política que significó la Constitución tramposa y la cultura política que floreció bajo ella, cultura que hoy es habitualmente descrita como la de la “clase política”.
Esa cultura política es incapaz de realizar transformaciones necesarias, y todavía estamos viviendo las consecuencias de esa incapacidad: como el problema de las ISAPREs, que se desarrolló lentamente, a lo largo de al menos quince años, bajo las narices de legisladores, ministros y funcionarios de la superintendencia de salud sin que fuera posible enfrentarlo hasta que… estalló poniendo en riesgo la subsistencia del sistema de salud chileno; o el problema de la reforma a las pensiones, que se arrastra por más de una década sin que haya sido posible introducir modificaciones significativas.
La nueva Constitución debía implicar una solución de continuidad con esa cultura política. Esto por cierto no habría solucionado de un día para otro el problema, pero podría haberlo puesto en vías de solución en la medida en que las personas vieran que algo significativo había cambiado como consecuencia de los eventos de octubre de 2019 y semanas posteriores. El fracaso del proceso constituyente cerró esa posibilidad, e implica que el proceso de deslegitimación institucional no ha encontrado una vía para (comenzar a) corregirse.
A mi juicio, el proceso constituyente terminó el 4 de septiembre de 2022, y su fracaso significa que enfrentar la crisis mediante la solución que ella necesitaba, una nueva constitución, se ha hecho imposible. Creo que eso vale con independencia del resultado del plebiscito de diciembre. La crisis no ha desaparecido, a menos que uno sostenga la creencia mágica de que por alguna razón en el momento en que una vía de solución a un problema se cierra el problema mismo automáticamente desaparece. Esto significa que vamos a seguir viviendo bajo una institucionalidad cada vez más deslegitimada, en un proceso que no se ha detenido, sin expectativa de que esto pueda revertirse.
Pero ¿no queda todo lo anterior negado por el 62% de los votos en septiembre de 2022 y el triunfo republicano en mayo de 2023?
Quienes miran los resultados electorales desde una perspectiva estrictamente política entienden que hubo un vuelco en 180º entre el resultado del plebiscito de entrada en octubre de 2020 y la elección de la Convención Constitucional en mayo de 2021, por un lado, y el plebiscito de salida en septiembre de 2022 y la elección del Consejo Constitucional en mayo de 2023. La comparación entre el (inesperado) éxito de la Lista del Pueblo y otras listas de independientes en mayo de 2021 y el (igualmente inesperado) éxito del Partido Republicano en mayo de 2023 mostraría la radicalidad de este giro.
No cabe duda de que políticamente hablando hubo un vuelco significativo. Y tampoco cabe duda de que en general es razonable juzgar políticamente el resultado de elecciones. Pero creo que en este caso esa interpretación no es correcta. Desde el punto de vista de la crisis de legitimación en la cual todavía nos encontramos, bien puede decirse no solo que no hubo vuelco, sino que el resultado es el mismo: en ambos casos triunfaron sorpresivamente quienes fueron capaces de presentarse ante el electorado (con buenas o malas razones, esa es opinión de cada uno) como outsiders al sistema político.
Ambas elecciones fueron el equivalente chileno del “que se vayan todos” argentino. En ambos casos lo que se manifestó fue un voto negativo, de rechazo a la institucionalidad existente. Desde una perspectiva que podemos llamar social, el resultado fue el mismo. Esta explicación, permite también poner en línea a los plebiscitos de octubre de 2020 y de septiembre de 2022. En todos los procesos eleccionarios vinculados con el problema constitucional, lo que se ha manifestado es negación, negación, negación.
La explicación de esto, a mi juicio, es que todavía no hemos logrado salir del momento destituyente previo a todo proceso constituyente. Yo creo que, sea cual sea el resultado de diciembre de 2023, eso quedará pendiente.
*Esta columna es parte de un texto mayor que puede consultarse aquí