Crítica de artes| La quinta pata del gato: Sobre

Crítica de artes| La quinta pata del gato: Sobre "Cabeza" de Adolfo Martínez

Por: Antonio Urrutia Luxoro | 25.10.2023
"¿Qué denominador común tiene Carlos Caszely –que no tiene por qué estar de acuerdo con lo que piensa– con Raúl Ruiz?", es una de las tantas preguntas que formula el crítico cultural Antonio Urrutia Luxoro en su reseña sobre la exposición Cabeza de Adolfo Martínez, que "recupera un imaginario poco abordado en el arte chileno contemporáneo: el mundo rural, los efectos que en ese paisaje ha producido la modernidad industrial –incompleta tras el fracaso de la reforma agraria–, y el sincretismo que se desprende de esas cosmovisiones en las periferias urbanas", afirma en el texto.

Un hombre saca del pensamiento solamente problemas.

Charles Bukowski.

Cabeza, la última exposición de Adolfo Martínez, reúne una serie de piezas escultóricas, instalativas y fotográficas producidas entre 2016 y 2023. A pesar de que en el transcurso de esos siete años ocurrieron múltiples acontecimientos que hoy determinan el paisaje social, político y cultural de los tiempos actuales –principalmente el estallido social y la pandemia–, la producción visual de Martínez en general, y esta exposición en particular, carece de contingencialismo. Esto, en el contexto del arte chileno contemporáneo y las políticas curatoriales globales, que privilegian el abordaje de discursos en boga y obras que revistean asuntos de interés público. Por el contrario, la obra de Martínez no se sostiene en temas de la agenda pública, mucho menos en traducciones visuales obvias.

No se trata del alza en el precio de la papa, no se enmarca en los 50 años del Golpe y no fue el resultado de una residencia artística en la comuna de Combarbalá. Son piezas que podrían perfectamente haber sido realizadas en otra época, tanto aquí como en la caverna de Altamira. Lo “contemporáneo” en la producción artística de Martínez no tiene que ver con la agenda de temas, o los medios tecnológicos empleados. Su manera de aproximarse a la contemporaneidad radica en las operaciones visuales que actualizan asuntos anacrónicos, atavismos que le competen al arte y la literatura universales, preocupaciones que le han quitado el sueño a la humanidad desde tiempos inmemoriales.

No hubo una curaduría que seleccionara, clasificara, propusiera un relato alrededor de las piezas o las pusiera en contexto. Tampoco hay aquí una intención retrospectiva por parte del artista. Martínez recurrió a piezas sueltas, remanentes de exposiciones anteriores y algunas obras inéditas, no sabiendo porqué y para qué; solo con la intención de exponer sin la pretensión de conformar un todo coherente. Eso, a contrapelo de las dinámicas en exceso protocolares del estado actual del arte contemporáneo, donde al parecer la figura del curador además de volverse imprescindible, resulta protagónica respecto a los artistas y su producción visual; incluso, el último tiempo han proliferado proyectos de magnitud menor en el espacio expositivo en las que figuran hasta tres curadores (como si se necesitaran tres gallegos para la instalación de una sola ampolleta).

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A pesar de dicha ausencia en el modo de operar estratégicamente al momento de construir el relato expositivo, la muestra no carece de hilos conductores capaces de entregar herramientas de lectura al espectador. De la obra de Martínez se desprenden una serie de procedimientos, operaciones visuales, temas y motivos que configuran una experiencia cargada de melancolía y negatividad.

Ensamblajes aparentemente incoherentes de materiales pedestres dados de baja, vegetales y animales juleros inmortalizados bajo la nobleza del bronce, delirios visuales imaginados en estados de insoportable vigilia y fotografías monocromas que desafían las capacidades cognitivas de quién las observa, se distribuyen en un espacio siniestro que pilla desprevenido. Hay que cabecearse si la exposición se llama Cabeza.

Engaño, trampa y estafa enmascarados bajo una apariencia seductora: jureles tipo salmón y gatos por liebre (gatos de campo y con tiña). Lo que parece no es lo que parece, es lo que perece y lo que realmente es. El sujeto infame detrás del excelso retrato de Dorian Gray. El anacronismo enfermizo que atraviesa a la condición humana desde la época del hilo negro: la necesidad de permanecer en el tiempo pese a la inminencia de la muerte. La pelada anda al acecho en la obra de Adolfo Martínez, también El Cola de Flecha y el Tué-Tué.

Cuando el capitalismo promueve una imagen edulcorada de la vida, mientras la competencia, el individualismo y la aceleración del tiempo hacen de la vida una porquería, la puesta en circulación de la muerte es un gesto disruptivo. Allí, cuando los cadáveres son reducidos a datos estadísticos como si se tratara de información bursátil, restituir el tiempo contemplativo que merecía la muerte se opone a la economía del olvido de los nombres y la liviandad del duelo. Sin embargo, la obra de Martínez no alude al lugar común de la muerte determinado por la fábula predecible del cuerpo y la memoria (después de Auschwitz o después del Golpe). No se trata de sustituir el dolor mediante imágenes, alegorías y testimonios ya agotados por el arte y la literatura contemporáneos, si no que de aproximarse a lo inconmensurable de la muerte como solía y suele hacerse en otras culturas distintas a Occidente moderno.

La producción visual de Martínez recupera un imaginario poco abordado en el arte chileno contemporáneo: el mundo rural, los efectos que en ese paisaje ha producido la modernidad industrial –incompleta tras el fracaso de la reforma agraria–, y el sincretismo que se desprende de esas cosmovisiones en las periferias urbanas. Singulares imágenes de lo latinoamericano, que se alejan del realismo mágico, la conexión artesanal con la pachamama, el costumbrismo campechano, el charango lila y el multiculturalismo.

Una piedra de pirita –el oro de los tontos, abundante en el norte de Chile– girando sobre la reproducción de un retrato familiar pintado a fines del siglo XIX. Malezas y plagas vaciadas en bronce macizo. La cabeza de un hombre esculpida en plasticina se asoma por un cajón, mientras el sujeto que suda la gota gorda es apuñalado por la espalda con un cuchillo zapallero. Un cráneo humano girando alrededor de un pedazo de carbón tallado con nombres de personas comunes y silvestres –pericos de los palotes y fulanas de tal–, mientras orbita el desecho de las malas ideas.

Son piezas disgregadas de un rompecabezas que al ser terminado completan la imagen de un mundo al revés. Un infierno en la tierra gobernado por la caída de las metáforas; si caen los patos asados no es que el calor sea agobiante en sentido figurado, es que los patos asados están cayendo de verdad. Lo cotidiano se confunde con lo absurdo y lo onírico, en un universo paralelo gobernado por sus propias reglas, que resulta más auténtico que la realidad.

Es difícil digerir la obra de Martínez tratando de encontrar similitudes, nombres propios o citas directas a otros repertorios visuales dentro del arte actual, del mismo modo que al saborear una comida nueva se intenta torpemente adivinar sus ingredientes o especular sobre su receta. No es de su interés andar vitrineando bienales, ferias de arte o revistas de últimas tendencias como si se tratara de una competencia exhibicionista de quién se mantiene más actualizado y cultivado en el rubro. Lo suyo se acerca más a los mecanismos de la poesía en el más amplio sentido. De la literatura impresa, la música popular, el cine, los medios de comunicación masivos y las conversaciones en boliches de mala muerte se pueden extraer los más delirantes versos.

Claudio Bertoni, Juan Luis Martínez, Nicanor Parra, Jorge Teillier, Cecilia la incomparable, Jorge González, algunas cumbias y rancheras, Raúl Ruiz, el cine de Alejandro Jodorowsky, frases sueltas de futbolistas y parroquianos que se dejan caer en los bares “El Manzano” y “El Aterrizaje”, son algunas de las referencias que componen el capital cultural que enriquece la obra de Martínez. No es casual aquí la fascinación con la poesía, en la medida de que el artista se vale de ella para develar el inconsciente colectivo. En palabras de Armando Uribe: “Los poetas chilenos durante un siglo han sido los que con mayor detalle han revelado la psicología de la población de su país”.

¿Qué denominador común tiene Carlos Caszely –que no tiene por qué estar de acuerdo con lo que piensa– con Raúl Ruiz? El propio cineasta constata una característica en el habla del sujeto popular chileno que la hace única en el mundo: frases inacabadas que terminan con puntos suspensivos. Ideas sueltas que no alcanzan a cerrar un argumento y a la vez resultan sumamente complejas. El doble sentido, la mala leche y la picardía de una nación que acostumbra a no decir las cosas por su nombre, es terreno fértil para la más vanguardista de las poesías.

Así funciona la cabeza de Adolfo Martínez cuando se enfrenta a la escultura y la instalación. Esfinges, acertijos visuales, invunches, ornitorrincos y quimeras que ponen a prueba la astucia del espectador. Quizás se trata de problemas que se arreglan solos; o peor aún: problemas que no tienen solución. No se trata aquí del “entendimiento”. Bertolt Brecht dijo: “Si la gente quiere ver sólo las cosas que pueden entender, no tendrían que ir al teatro: tendrían que ir al baño”. ¿Qué se entiende cuando se entiende que no se entiende? ¿Qué pensamos cuando pensamos que no pensamos? ¿Por qué la exposición se titula Cabeza? La curiosidad mató al gato que se puso a buscar su quinta pata. Pero a diferencia de nosotros, los felinos gozan de siete vidas.

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Cabeza de Adolfo Martínez fue inaugurada el pasado 28 de septiembre en Galería Madre (Juan de Valiente 3681, Vitacura). La exposición estará abierta a público hasta el sábado 28 de octubre. Puede visitarse de lunes a viernes desde las 11.00 a las 19.00 hrs; sábado de 11.00 a 14.00 hrs.