El pueblo fingido: protestas contra la reforma electoral en México
México es un país de contrastes. Esta frase bien puede decirse que aplica para cualquier nación de Latinoamérica. Es cierto. Pero, hoy por hoy, en México grietas sociales profundas se manifiestan con toda violencia en la superficie.
Para nadie es nuevo que el gobierno de AMLO (como se le conoce al Presidente Andrés Manuel López Obrador) busca la transformación de un país que hizo de la corrupción una conducta generalizada. No es sorpresa, tampoco, que chocaría con la férrea resistencia de diarios y conglomerados económicos del antiguo régimen. No deja de sorprender, eso sí, cómo esta tensión política se hace visible. En específico, el hecho de que la oposición más dura a la Presidencia se funda más en un tono de pigmentación de la piel y en la pertenencia a una clase social que en un proyecto de desarrollo distinto.
El domingo pasado salieron miles de personas a las calles en los diversos estados en defensa del INE (Instituto Nacional Electoral) y en contra de la reforma electoral que el gobierno de AMLO está impulsando. Desde la mañana se concentran en la plaza del Zócalo, en la capital. A lo lejos se escuchan los megáfonos, que estimulan al público con vivas a la patria y consignas de democracia y libertad. Los colores rosa y blanco dominan sin contrapeso el paisaje, en las ropas y cartelones de los asistentes. El rosa, porque es el color del INE. El blanco, el color histórico del conservadurismo.
No se necesita ser un observador perspicaz para notar que la masa de manifestantes se compone de adultos de mediana edad, adultos mayores y jóvenes, en ese orden. Y que se repiten patrones visuales: varones vestidos con camisa de polo, chaqueta sin mangas y reloj de pulsera, mujeres con sombreros, gafas de sol y abundante maquillaje. En general —no hay ninguna duda— ejemplares más altos y blancos que el común de los mexicanos.
El espectáculo es singular; los rostros del privilegio rara vez aparecen en tanto número en el espacio público. Sea porque socializan en lugares desconocidos para el grueso de la población, porque habitan grandes casonas alejadas del bullicio urbano, porque a lo largo de la semana permanecen dentro de altos edificios o porque se mueven en autos que hacen de frontera con el mundo exterior durante sus trayectos.
La manifestación parece no ajustarse al libreto clásico de la protesta urbana. Más que síntomas de malestar social, aquí abundan las selfies, las sonrisas con dentadura reluciente y los outfits impecables. La concentración dura una hora. Luego, los manifestantes se retiran puntuales, y aprovechan, a la manera de los turistas, de almorzar en alguno de los restaurantes aledaños.
Es cierto que sin ficción no hay política. Que es teatral en esencia, y que se alimenta de artificios (y que, como diría Jacques Rancière, el discurso político nace de robarle el dolor a otros). Aquí, sin embargo, llegamos a un extremo.
La operación resulta grotesca, por la enorme distancia que existe entre el actor y el personaje, entre el emisor y el mensaje, o entres las formas y el contenido. Los defensores del INE se invisten del pueblo, hablan en su nombre y citan la democracia y los derechos civiles. Pero este lenguaje abstracto dice mucho menos que sus gestos concretos. En otras palabras, es en su desplante donde se trasluce el país en el que creen. Por decirlo de alguna manera, en la mirada altiva que lanza el manifestante millonario al vendedor ambulante de la plaza. O en la prepotencia automotriz de una pareja que no encuentra estacionamiento para su descapotable. La contradicción entre retórica y gesto, entre la consigna y el idioma no verbal, entre la palabra y la imagen, es demasiado notoria.
Más allá de las discusiones —del todo legítimas, por cierto— sobre aspectos constitucionales, financieros o administrativos de la nueva reforma electoral, esta clase de protestas ofrece una ventana donde mirar en toda su desnudez el imaginario de la jerarquía económica, del abolengo y de la superioridad racial que aún campea en México.