Chileno en Qatar 7: CR7 en el Estadio 974
Antes de tomar el bus para ir al partido de Portugal y Ghana, busco un lugar donde mirar un rato el de Uruguay y Corea del Sur. En una plaza, al otro lado del Souq, hay un café de un hotel con mesas afueras y televisores. Están todas reservadas, me dicen. Así que me siento en uno de los bancos en la plaza, desde donde alcanzo ver una de las pantallas. Desde las paredes de uno de los edificios los retratos del Emir y su padre vigilan a los paseantes. Se me acerca un guardia y me dice que no puedo ver el partido desde ahí.
- ¿Por qué no?—pregunto de vuelta-- Estoy sentado en un banco.
- No, tiene que ir al restaurant.
- Pero está todo reservado
- No queremos problemas con la gente.
Es curioso, no hay nadie en la plaza, estoy sentado en un banco que tiene toda la apariencia de ser un banco para, precisamente, sentarse. Pero yo tampoco quiero problemas y le digo al guardia: sé que usted solo cumple instrucciones, pero esta no tiene mucho sentido. Que tenga un buen día.
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Decido partir antes al estadio y tengo suerte, el viaje es rápido y alcanzo a ver en las afueras los últimos 20 minutos y el casi gol de Valverde.
El Estadio 974 está construido con mismo número de contenedores que, como todo el mundo sabe, es además el código telefónico de Qatar. Un buen sistema de reciclaje y, la verdad, es que se ve bien, de múltiples colores parece un poco una construcción de legos y otro poco Pompidou. Ahora, a ver qué pasa estos estadios después de la fiesta.
A lo que vine: CR7. Cristiano Ronaldo. La mitad del estadio lo odia, la otra lo ama. En el invierno de su carrera, como escucho que dice un hincha portugués, recién expulsado del Manchester, el máximo goleador de la historia, provoca esa atracción extraña que tal vez los héroes de otrora producían. Cuando sale a la cancha, con su cara de niño bueno, lo único que falta escuchar es un “mijito rico”. Cristiano está en todas partes: cerca de mí, un fanático-fanático lo lleva como corona, junto con el gallo portugués y una foto de esos pastelitos de Belén, en el norte de Lisboa (qué saudade).
Y pasa lo que tenía que pasar: después de un primer tiempo muy aburrido, Cristiano convierte el tanto de la apertura, de penal, y con ello agregará otro palmarés a su larga lista: haber hecho goles en cinco mundiales; una estadística más que dice mucho y nada (y cada vez pareciera que el juego se convierte en una suma de números y probabilidades, como en el béisbol gringo; por suerte que, de vez en cuando, Japón le gana a Alemania y toda la predictibilidad se va a las pailas). El partido se anima y los ghaneses comienzan a moverse más al ritmo del incesante de la trompeta y los portugueses contragolpean y el tipo con Ronaldo en la cabeza se desgañita.
Y al final casi la gran barrabasada del arquero luso.
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Barrabasada de veras fue la de luego querer salir en taxi del estadio: tanto así que apenas alcancé a ver la maravilla de Richarlison ante los serbios, en un bar de un hotel, con cervezas en vasos de plásticos, compartiendo cigarrillos con un mexicano y un gringo triste que quería saber por qué el mundo no los quería.
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