El dedo de Lagos y la vida de Bachelet
El título de esta columna parafrasea a un comentario que leí en las redes sociales. Pregunto: ¿cómo pensar en dos figuras políticas paquidérmicas como las de Bachelet y Lagos sin, al mismo tiempo, establecer una diferencia? ¿Cuál es la distancia que se puede generar si, en principio, las/os dos vendrían de la misma “familia política”? Finalmente, ¿la brecha simbólica que se abre entre ambas/os, tan evidente, nos dice algo del momento actual de Chile?
Ella y él tienen raíz socialista y formaron parte medular de la Concertación, sin embargo, sus historias no son equiparables y es posible ver en Michelle una biografía política más consistente y estable, como yo lo entiendo, que la representada por la de Ricardo, más táctica y moldeable a los imperativos de un tiempo. No persigo proponer comparaciones ramplonas que no vienen al caso cuando de dos personas que marcaron a Chile se trata, pero considero necesario un breve repaso por el perfil político-biográfico para evaluar si es o no posible alcanzar una explicación a dos posiciones frente a la nueva Constitución, en principio, tan distantes.
Michelle Bachelet ingresó al Partido Socialista a fines de los 60, mientras estudiaba Medicina en la Universidad de Chile. Tras el Golpe, como sabemos, su padre Alberto Bachelet, general de Brigada de la Fuerza Aérea de Chile, fue acusado de “traición a la patria” por definirse constitucionalista y no sumarse a la asonada en contra del gobierno de Allende y la Unidad Popular. Es enviado a la cárcel. El general muere en prisión luego de un infarto gatillado tras una sesión de torturas. Michelle junto a su madre pasan a la clandestinidad. En 1975 fueron detenidas y enviadas a Villa Grimaldi, donde sufrieron en carne propia la brutalidad y la enajenación militar en sus lúgubres albores. Sobreviven y parten al exilio a Alemania Oriental. Regresa a Chile en 1979. Durante los 80 mantuvo, más bien, un perfil bajo. Después vienen todos los hitos asociados a su participación en la Concertación y la Nueva Mayoría. Fue la primera ministra de Defensa en la historia del país –lo que es muy significativo en el plano simbólico, en tanto tuvo bajo su mando a muchos cómplices de la dictadura, incluidos a aquellos que asesinaron a su padre–. Por supuesto, y lo más importante, fue la primera Presidenta mujer de Chile (dos veces) y su estatura y legado pasó a la historia por encima de cualquier error político. El resto es cuento conocido y, por cierto, detractoras/es más detractoras/es menos, cacareos más cacareos menos, hablamos de una mujer excepcional.
Siempre he considerado que, más allá de todas las pifias y desaciertos que se evidenciaron en sus gobiernos –que no fueron pocos y algunos con escándalo e hijo mediante–, siempre fue extremadamente decente en su tragedia y nunca, como otros, puso por delante la horrorosa experiencia de la tortura o el dolor del exilio para justificar o legitimar una u otra posición. Mi opinión, en este punto, no es sobre la Michelle política, sino sobre la Michelle persona.
Dentro de sus (muchas) virtudes, está su gran capacidad de escucha, su talento para sentir y resentir el estado de ánimo de una sociedad y, por sobre todo, esa impresionante capacidad de conectar independiente de cual sea el tránsito específico por el que atraviesa el país. No necesita de relatos mesiánicos, tampoco es la líder que le habla a masas enfervorizadas; ella es tal cual, así, tal cual es, pero tras esta simpleza descansa una fuerza política tectónica que aparece cuando tiene que aparecer, removiendo corazones, sensibilidades, imaginarios y llegando ahí donde pocos/as llegan.
Si nos detenemos un poco, veremos cómo Michelle, siendo mujer, separada, atea, de izquierda, en fin, sin reunir ninguno de los atributos necesarios para satisfacer las exigencias conservadoras y machistas que son tan históricas y culturalmente nuestras, no ha hecho del discurso feminista la clave para incidir y validarse al interior de la constelación testosterónica del venerable patriarcado oligárquico chileno. Por supuesto que en sí misma su figura no deja de reivindicar una y otra vez y para siempre el rol y lugar de la mujer en todo orden; en este sentido ella es feminista, pero su feminismo habla por sí solo y no requiere de un activismo mayor en esta línea. Es reconocida a escala mundial y es una turbina cultural a la vez que política que mezcla fuerza, poder, conexión y emotividad. Esta es la vida de Bachelet.
La de Ricardo Lagos es una historia que, aunque pareciera cercana por filiación política, es muy diferente. Fue uno de los más importantes opositores a la dictadura, cierto, tuvo coraje en este periodo, cierto, pero a la vez tuvo un cierto blindaje político, de patota, con el cual nunca contó “la” Michelle. Entre lo vergonzoso el caso MOP-GATE, el Transantiago que le hereda a Bachelet y la creación del CAE, son sombras que lo acecharán para siempre. El cuento, ya en democracia, de que fue “el Presidente de los empresarios”, poco tiene de fábula.
En un solo párrafo: Ricardo encarna, quizás mejor que nadie, a la extinta clase media ñuñoina (politizada y culta, pero sin pertenecer a la élite económica) mucho antes de su inevitable hipsterización millennial. Fue al Liceo Manuel de Salas y al Instituto Nacional y estudia Derecho en la Universidad de Chile. En sus inicios es militante del Partido Radical, pero lo abandona a propósito de la entrada de este conglomerado en el gobierno de Jorge Alessandri. Paulatinamente va tomando posiciones más de izquierda y, en el gobierno de Salvador Allende, lo nombra embajador en Moscú, cargo que no alcanzó a ocupar por la irrupción del Golpe. Se exilia en Argentina y después parte a Estados Unidos. Desarrolló una interesante carrera académica y como funcionario de las Naciones Unidas. Ya en los 80 fue uno de los máximos líderes de la campaña por el “NO” y funda el PPD. Recordada y célebre es su intervención en 1988 en el programa político “De cara al país” de Canal 13 donde con el dedo y apuntando a Pinochet le advierte: “Usted, general Pinochet no ha sido claro con el país (…) Le voy a recordar, que el día del plebiscito de 1980 dijo que usted no sería candidato para 1989 (...) Y ahora, le promete al país otros ocho años con tortura, con asesinato, con violación de los derechos humanos. Me parece inadmisible que un chileno tenga tanta ambición de poder”. Este es el “dedo de Lagos”. Después ya conocemos la historia: es ministro de Aylwin y de Frei y, entre 2000 y 2006, Presidente de la República.
La figura de Lagos es patriarcal, densa y aplastante. Es dueño de un timbre de voz fuerte y duro que despierta hasta a las piedras y que pareciera siempre empequeñecer a los/as que están a su alrededor. Ricardo podría trabajar para el Vaticano, para Greenpeace o para la FIFA y, seguro, todos/as le temerían y asumirían sus palabras como revelaciones celestiales incontestables. Esté o no esté en La Moneda, en una fiebre medio napoleónica, siempre se ha sentido gobernante, no le hace falta banda alguna.
Pienso que reivindica con fuerza y en versión transicional, aquel imaginario portaliano tan decisivo para este país. Todo esto con una gran capacidad para seducir empresarios y, al mismo tiempo, para cuadrar a su sector político con órdenes más que con tácticas de convencimiento. Es poco dado al diálogo horizontal y en él nada puede escapar a su radar. Fue y sigue siendo relevante al momento de estabilizar o desestabilizar cualquier contexto político por el que atraviese el país. Lo ha demostrado desde el dedo famoso (hay que reconocer que fue de una gran valentía en ese momento; ese dedo le podría haber costado la vida y esto no es una metáfora) hasta su última carta tan profundamente concertacionista en su estilo y tan decepcionante en su mensaje. Carlos Altamirano dijo irónicamente una vez que “Lagos ha sido el mejor Presidente de derecha de toda la historia”. Con más sombras que luces, según lo veo, es sin duda un personaje de un tonelaje político enorme.
¿Nos entregan todos estos elementos una pista para comprender por qué Bachelet y Lagos, siendo tan diferentes, expresando símbolos tan distintos, podrían influir en el resultado del plebiscito del 4 de septiembre?
Quizás sólo dos pasajes, cada uno refiriendo a las cartas recientemente escritas por la ex y el ex Presidenta/e, nos puedan dar alguna respuesta.
Michelle: “Porque tenemos en nuestras manos, como nunca antes en la historia, el poder de seguir construyendo un país en paz, con generosidad y con esperanza en la fuerza que nos da la unidad”. Conexión total, emotividad; relato perfecto a la luz de una historia degenerada por tanto abuso; implicarse por completo en el proceso más allá del procedimiento o mecanismo; claridad y asertividad en su opción por el Apruebo; sentir la época, leer el tiempo.
Ricardo: “Habría que rebajar el quórum para reformas constitucionales; eliminar las leyes orgánicas constitucionales y de quórum calificado y suprimir el control preventivo de oficio y del Tribunal Constitucional (…) Chile merece una Constitución que logre consenso”. Dureza, desconexión y procedimentalismo; atención al texto pero no al contexto; rescate de un discurso fosilizado en la dinámica de los consensos; prácticamente reconoce el triunfo del Rechazo; desestabilización y poco respeto con la enorme fractura que significó el 18 de octubre; más y más Concertación como significante amo.
Quizás ninguna/o mueva la aguja tanto como para decidir un resultado, pero sí está claro que las/os dos son símbolos de dos lugares, de dos topos políticos que, al día de hoy, entran en disputa. Cada una/o sabrá dónde estar el 4 de septiembre. Yo, por mi parte, estoy con aquello que me conmueve y no con lo que me apunta.