La derecha que no conocemos: graves peligros del momento posliberal
¿Qué es la derecha?
La izquierda global, sobre todo a través de las últimas cinco décadas, ha cometido un gravísimo error: ha categorizado a la derecha con una simpleza conceptual en muchos casos negligente. Del mismo modo que en la derecha muchos presumirán que todos los integrantes de la izquierda son “marxistas”, “socialistas”, “anarquistas”, etc., hoy, palabras como “conservador”, “fascista” o “fundamentalista” son nomenclaturas estándar en conversaciones entre intelectuales orgánicos y dirigentes de izquierda.
Este texto tiene dos objetivos: primero, ser un insumo provocativo para iniciar una conversación sofisticada entre quienes integramos la izquierda y entre cristianos; y, en segundo lugar, entregar una suerte de “advertencia” a la vez intelectual, a la vez política. Porque, si bien tampoco es fácil para muchos comprender la diversidad ideológica de la izquierda, sumar a esa incomprensión la que he articulado en las pocas líneas anteriores, es un asunto de sumo peligro. La derecha global, desde hace cuatro décadas y algo más, sobre todo en Estados Unidos y nuestra región, ha expresado “hacia afuera” un discurso simple, muchas veces imbuido de ignorancia disciplinar y simplificaciones deshonestas heredadas de la Guerra Fría.
Esto se debe a la naturaleza contingencialista de la democracia liberal, y afecta en modos similares a la izquierda: suele ser más importante enfrentar el momento que prepararse para el futuro; suele ser más importante crear categorías rápidas para ganar elecciones o movilizar al pueblo. Pero ¿qué pasa después de ganadas las elecciones y modificado el orden jurídico? Queda aún una lucha cultural que simples consignas no pueden ganar; quedan estratos y grupos sociales alienados de la agenda victoriosa. La derecha goza de una astucia que, bajo ningún motivo, debemos subestimar porque, si bien la academia centrada en las ciencias sociales y la filosofía política parece estar a la izquierda, no toda intelligentsia política realiza sus publicaciones en revistas académicas. Hay otros modos de poder que, sin tener lugar en la academia, puede superar su eficiencia para intervenir en discusiones “serias”.
No me refiero con lo último al poder del dinero, sino al poder cultural que se disputa de modos muy distintos. Daré un ejemplo. El Partido Republicano tiene un think-tank llamado Ideas Republicanas, y hace un tiempo publicó un libro llamado Ruta Republicana, con la dirección de Rojo Edwards. Al leer este texto, alguien con conocimientos medianamente sofisticados de filosofía y teoría política se dará cuenta rápido de que el ideario de dicha organización es más “libertario” que “republicano”, o más “neoliberal” que “conservador”.
Autores como Friedrich Hayek, Ayn Rand, Isaiah Berlin, etc., tienen un espacio esencial en la construcción propiamente ideológica del libro. Autores de la tradición cristiana no se encuentran casi en ninguna parte. Los tres autores que acabo de mencionar son ateos. Más contradictorio es que, a pesar del vocablo “republicano”, poco o nada hay del pensamiento republicano más cohesivo en el texto. Libertad como no dominación, virtud cívica, participación efectiva, impugnación cívica, bien común, etc, no están presentes de forma sistemática. No hay en Ruta Republicana alusión alguna a Philip Pettit, Quentin Skinner o, en una vertiente más intermedia con el comunitarismo, Michael Sandel o Charles Taylor. Además, laissez fair y republicanismo no van de la mano, bajo ningún motivo.
A simple vista, el Partido Republicano tiene una agenda cortoplacista, pedestre y poco rigurosa. No obstante, también es necesaria la sana semilla de la sospecha filosófica: ¿qué oculta realmente tras de sí este partido? Puede que simple ignorancia, puede que no. Hayek, Mises, Rand o Friedman son autores que ocupan lugares comunes en las discusiones más básicas de la derecha anglosajona actual, del mismo modo que Axel Kayser o Agustín Laje lo son en nuestra región como divulgadores de los primeros.
Aquellos autores son relativamente fáciles de contrarrestar para la izquierda, porque el paradigma en el que se desarrolla la discusión (a saberse, el del liberalismo, la democracia y el capitalismo), es comprendido por ambas partes. Mucho más difícil es enfrentar algo desconocido; algo cuyos presupuestos filosóficos escapan del saber común; algo que ya está operando silenciosamente al margen de la contingencia en procesos históricos de largo aliento que se disputan en el subtexto de coyunturas; en clivajes más trascendentes o amplios que pueden durar siglos.
Probablemente Oswald Spengler, Julius Evola, Guillaume Faye, Alexander Dugin, Alain de Benoist o Daniel Friberg son nombres que pocos lectores de esta columna hayan escuchado o leído. Son autores de nichos reducidos en las discusiones orgánicas de la derecha, fuera del mainstream académico nacional o región. Junto a otros tantos, comparten algo que en la izquierda parecería contradictorio o irrisorio: son anti-capitalistas, anti-liberales y anti-cristianos. Su juego ideológico no se funda en las simplezas de justificar el mercado o “agenda valórica” alguna, sino en castigar o reconstruir Occidente, la modernidad y precisamente al que consideran responsable de su crisis: el cristianismo. Sus fundamentos son profundamente paganos y derivan en formas de nihilismo, relativismo y autoritarismo “místico”.
Si estos autores emergen en discusiones internas de la derecha nacional (mientras al público sólo se le instruye con Hayek y Mises), no lo puedo confirmar; sí es muy seguro que emergen en uno que otro foro oculto en internet, o en reuniones entre activistas polémicos como Sebastián Izquierdo que, de tanto en tanto, ponen sus ojos sobre las páginas de un libro. Sí puedo hacer la “advertencia” de la que antes hablé: que en Europa y Estados Unidos son discutidos y que en las próximas décadas comenzarán a ser más y más comunes en nuestros lares. A esa derecha conservadora cristiana y capitalista de hoy -más bien liberal-, puede que le quede poco tiempo; pero a esta derecha que no tengo problema en denominar “derecha nihilista”, le aguarda un futuro tras el fracaso de la primera. Es posible que la primera sea un espectáculo artificioso de la segunda.
El quiebre de la modernidad
La política de nuestros tiempos, caracterizada por izquierda y derecha, tiene su raigambre en un momento especifico: la Revolución Francesa. Poco o nada se podría hablar de modernidad y liberalismo sin dicho hito, a pesar de que sus antecedentes datan de uno o dos siglos antes. Como bien se sabe, la izquierda comenzó siendo republicana, combatiendo el Viejo Régimen del monarquismo absolutista. La derecha, en dicho clivaje, era partidaria, en uno u otro grado, de conservar aquel status quo y evitar la llegada del Nuevo Régimen. Esa primera izquierda, burguesa y caracterizada por un gran recelo hacia el cristianismo, daría lugar a duraderos estándares constitucionales propios de los estados-nación modernos (acompañada, por supuesto, por la revolución norteamericana).
El liberalismo, caracterizado por esta democracia burguesa en Francia y por el utilitarismo en Inglaterra, sería visto más tarde por los marxistas como un fenómeno histórico transitorio: a la revolución democrática burguesa, le siguieron las patologías económicas propias del siglo XIX y, por lo tanto, una revolución proletaria sería el siguiente paso escatológico hacia el comunismo. Es bien sabido que Marx y Engels fundaron una tradición propiamente científica: un socialismo científico. Antes de este, los destellos del socialismo ya estaban presentes en la tradición cristiana, y se habían traducido, en algunos casos, en los llamados “socialismos utópicos”.
Por más de un milenio, de modo casi homogéneo, la tradición filosófica cristiana se había opuesto a la usura y a la acumulación de riqueza, dando destellos constantes de lo que hoy denominamos socialismo, llamando no a la caridad, sino a la solidaridad, como exigencia ética primordial, promoviendo la repartición de lo superfluo entre los necesitados.
Durante el medioevo, el modo de vida económico comunitario había comenzado a ser desplazado -no sin una respuesta radical de los cristianos- por el surgimiento de Estados cada vez más centralizados, capaces de cobrar impuestos necesarios para financiar guerras regionales. Las “sociedades” transitaban a “la sociedad”. A pesar de que una nueva clase de mercaderes ya estaba comenzando a transformar el escenario económico de Europa antes de la Reforma Protestante y los siglos que le siguieron, Tomás Moro, mucho antes que Marx, había colocado las bases de un proto-comunismo. Por otro lado, ciertas ramas del protestantismo, sobre todo las “puritanas” en Inglaterra y su colonia en el norte de América, mostraban una tendencia a justificar en su práctica el nuevo modo de vida económico que posteriormente tomaría su forma en el capitalismo.
Todo esto es un tanto conocido. Lo que no suele entenderse de la historia de Occidente, sobre todo en gran parte de la izquierda contemporánea, es que sin tradición cristiana, y sin las discusiones filosóficas y los quiebres que se desarrollaron en su seno, no existirían ni el liberalismo ni el concepto de dignidad humana, ni los derechos humanos, ni el socialismo, ni el capitalismo y, ni mucho menos, el marxismo. Cuando la cristiandad comienza a decaer, se dispersan sus trozos filosóficos y doctrinales en la proto-Ilustración y sus derivados posteriores, de modo que mucho de lo que hoy, siglos de discusiones teóricas más tarde, consideramos “ateo” o “no-cristiano” no es más que el producto de un proceso de secularización de valores propiamente cristianos.
La modernidad es la dispersión del pensamiento judeocristiano y greco-romano en partes más y más finitas. El Occidente actual es un momento histórico caracterizado por lo que, al parecer de muchos cristianos, fue un grave error filosófico de la modernidad: el fin de la metafísica; el fin de las certezas en lo trascendente deducido a través de la razón. Y si bien es fácil presumir que este cambio de paradigma fue beneficioso para la humanidad (sobre todo en las ciencias) al decantar en la modernidad, lo cierto es que su sustento histórico es primordialmente mítico. Porque el pensamiento judeocristiano, alimentado por la metafísica platónica y el aristotelismo, pocas veces fue sustento de las prácticas más brutales de los cristianos o quienes actuaron en el nombre de ellos.
El mito de la “violencia religiosa” marcado por la narrativa de las guerras religiosas entre protestantes y católicos (ya desmentido a través de análisis históricos geopolíticos), la quema de brujas (ya ampliamente desmentido en su exageración numérica, justificación doctrinal y extensión geográfica); o el de la dicotomía entre religión y razón (creado precisamente en el seno de la Ilustración, a pesar de fundarse esta en el trabajo de cristianos), fueron necesarios para el surgimiento del liberalismo como modo de hacer convivir “verdades” múltiples en pos de una paz perpetua donde la aseveración de certezas trascendentes no provocase divisiones irresolubles. El error de este proceso de mitificación fue justificarse a sí mismo en principios y valores de raigambre inevitablemente metafísica que, escindidos, perdían su cohesión, dejando por consecuencia una pérdida de coherencia en el telos social, escindiendo ética de ciencia, epistemología de ontología y política de trascendencia, creando, de este modo, una suerte de “tolerancia epistemológica” inmanente, siempre conflictiva o, digamos, agónica. Racionalidad e irracionalidad aprendieron a convivir; el error fue relacionar de modo irreflexivo la última con el cristianismo.
La derecha nihilista
El relato que acabo de exponer sucintamente es importante, porque sólo con él se puede construir adecuadamente el concepto de “derecha” que es objeto de la advertencia. Hoy es común pensar que “conservadurismo” equivale a cristianismo, sobre todo por las llamadas “agendas valóricas”. Sin embargo, es importante que la izquierda sepa que aquello no es técnicamente “conservadurismo” en su sentido más genuino. Oswald Spengler, el profeta y fundador del conservadurismo europeo y la derecha nihilista, además de ateo, fue el ideólogo del Partido Revolucionario Conservador alemán en los años previos al surgimiento del nazismo (del cual fue crítico y, sin embargo, un tremendo inspirador). Evola, también conservador, ateo y admirador de Spengler, declaró estar “más a la derecha” que los movimientos fascistas del siglo XX, y no tuvo problema en decir que el fascismo había fracasado precisamente por no estar lo suficientemente a la derecha.
¿Qué significa “conservadurismo”, realmente?
La pregunta de una derecha conservadora siempre consistirá en determinar “qué es lo que se debe conservar”. Si aquella pregunta es meramente contingente, la respuesta lo es también: aquello que la izquierda pretenda “rectificar” (véase, capitalismo, imperialismo, discriminación, etc.) será entonces lo que definirá la agenda contraria. Esta concepción de lo conservador siempre será útil para crear precisamente discursos contingentes. En cambio, si la pregunta sobre el “qué” debe ser conservado comienza a extenderse a través de una regresión más radical al pasado toma otro sentido al que la democracia y retórica liberal no pueden responder con facilidad. Es en preguntas no-contingentes donde se visualiza con mayor claridad el contenido ideológico del conservadurismo. Al emerger en Europa, su análisis histórico regresivo concluye inspirándolo, de hecho, a praxis revolucionarias. Porque la causa de la decadencia de Europa yace en un proceso histórico de más de un milenio en que las tribus indoeuropeas fueron culturalmente colonizadas por el cristianismo y eventualmente vaciadas de su propia identidad específicamente pagana y comunal.
El conservadurismo de raigambre spengleriana se opone tanto al cristianismo como a los trozos dispersos de este que la modernidad se apropió en Occidente. Aquí, el ímpetu “conservador” consiste en una praxis política primordialmente cultural que busca la solución para la desintegración moderna de Occidente; un regreso histórico al pasado que precede a la llegada del cristianismo. Por lo tanto, dicha praxis no consiste en reunir los “trozos” dispersos de la tradición cristiana con el fin de rearmar una metafísica o una ética social coherente, sino en trascender por completo la tendencia del cristianismo a “igualar” a todo ser humano en base a su ontología e ímpetu salvífico o emancipador. La cultura judeocristiana no es algo a lo que se debe volver (o conservar), sino algo que se debe superar y combatir porque, de hecho, en ella están todos los elementos que dan lugar a los igualitarismos pre-modernos y modernos que desencajan las estructuras sociales capaces de mantener firme la unidad absoluta a través de la jerarquía. Esta tradición, por lo tanto, se asume “irracional”, ya que, desde su genealogía nietzscheana, ve en las categorías y conceptos metafísicos cristianos la máxima expresión de una racionalidad universalista y desintegradora de lo “local” o “cultural”.
El socialismo secular, internacionalista e igualitario, por ejemplo, puede fácilmente ser interpretado como una versión secularizada de la escatología cristiana (su noción de “progreso histórico hacia un final”) y, por lo tanto, sumarse junto a todas las otras ideologías modernas a la agrupación de enemistades de un “algo”, que no es más que el genuino conservadurismo, guiado por una escatología alternativa perversa en que la comunión, la unión en la diferencia entre personas igualmente dignas, es descartada en favor de la mera uniformidad identitaria, marcando el fin de la pluralidad en el modo de vida interno de culturas más o menos capaces de constituirse como “civilizaciones”; porque una civilización requiere uniformidad para mantenerse y, eventualmente, conquistar a otras civilizaciones. La única forma de alcanzar esa uniformidad es deshaciéndose de todo lo que huele a cristianismo o sus frutos teológico-políticos (sus versiones secularizadas) como el socialismo, el liberalismo o el comunismo.
Los pensadores de la “derecha nihilista” suelen resaltar el rol de Europa en el escenario global como la última esperanza del cosmos cultural que asumen supremo. En ese sentido, en la destrucción de “universalismos” de raigambre cristiana se encuentra el modo de reafirmar una identidad “propiamente” europea y, del mismo modo, separar las aguas entre unas y otras culturas. Desde este punto, diversas posiciones pueden tomarse.
Francis Parker Yockey diría que Europa y Estados Unidos deben restaurarse identitariamente a su genuina raigambre no-semita, para formar un imperio global liberado del judaísmo, entendido no como raza, sino como “espíritu” crítico, contestatario e igualitarista que toma su forma en la tradición cristiana y el marxismo (“espíritu judío” que, para aquel autor, está en el sustrato de toda la desintegración civilizacional de Occidente). Para él, judaísmo no es más que el antecedente del “marxismo cultural”, parte del vocablo común de la derecha actual. Otros, como Alain de Benoist, aún activo políticamente en Francia, dirían que Europa debe ser protegida contra identidades externas a toda costa, rearmando una identidad pagana (según él, la expresión más esencial de Europa) que recupere la cohesión comunitaria que el cristianismo, el liberalismo y el marxismo le arrebataron.
Para Julius Evola, quizás el más aterrador de los pensadores de la derecha nihilista, “tradición” no tiene nada que ver con cristianismo; este último sería el enemigo de la primera. Tradición es, para él, la mera existencia de estructuras simbólicas “trascendentes” fijas (una concepción proto-antropológica estructuralista de toda simbología y praxis cultural) que perpetúan la desigualdad que él considera esencial y positiva para todo orden social. A través de los hábitos de sumisión de una mayoría que se entrega a quienes guían, por su superioridad inherente, a los incapaces o inferiores, una sociedad se ajusta a la “tradición”. Es, en términos simples, la idea de que sólo con jerarquías cuasi-metafísicas de orden absoluto mantenidas por una élite peculiar, una comunidad política puede gozar de la tan ansiada paz que toda forma de universalismo rupturista o igualitarista le arrebata.
Estas teorías están imbuidas de un misticismo pagano y un bizarro anhelo de retornar a un pasado que jamás existió, pero siempre estuvo latente a pesar de la irrupción del cristianismo y la modernidad como fuerzas desintegradoras de la identidad europea. Son, por lo tanto, teorías utópicas cuya escatología pende de una ficción epistemológicamente incoherente. No son visiones pre-modernas ni modernas de la realidad. Son, de hecho, contradictoriamente, anti-modernas, post-modernas o a-modernas. Son la justificación mítica de una cultura, a la vez “como es”, a la vez “como debe ser” por su esencia, deducida a través de especulaciones fantasiosas o sofisticados argumentos teleológicos centrados en los productos culturales que son la genuina manifestación de una civilización y, en muchos casos, síntomas de su anunciada decadencia.
Estos pensadores (sobre todo Alain de Beoist) no carecen de sofisticación intelectual ni elementos contradictorios con aquello que en Chile se suele llamar derecha. Entre las fuentes teóricas más relevantes de la “derecha nihilista” están Gramsci y su concepto de hegemonía. La política de la nueva derecha no se disputa al estilo “democrático moderno”, sino en un campo que han denominado “metapolítica”. Rescatando la noción gramsciana de que los cambios en el modo de pensar colectivo anteceden a los cambios políticos, la derecha nihilista desarrolla sus más feroces luchas en el campo de la cultura, en nichos en constante expansión a través de las redes sociales, la producción artística, la polémica, el espectáculo, think tanks, editoriales, etc.
Su objetivo es crear activistas contra-culturales que sean capaces de confrontar retóricamente el sustrato ideológico del liberalismo sin, al mismo tiempo, transar su capacidad de convencer a sectores poco versados en asuntos políticos. Han hallado precisamente en los temores a la inmigración, la desintegración comunitaria, la pérdida de identidad y cierta insatisfacción y marginación de los jóvenes y sectores de la clase obrera, el caldo de cultivo para dar respuestas que parecen ser tanto o más coherentes que las de la “élite liberal” de la izquierda.
Steve Bannon, el ideólogo sin fronteras de las nuevas praxis populistas de la derecha contemporánea (y asesor de Donald Trump y Jair Bolsonaro), es uno de los principales puentes entre la metapolítica y la política, teniendo entre sus inspiradores a varios autores de esta línea. Esto hace surgir una pregunta bastante insidiosa pero necesaria. Si la derecha populista actual suele esgrimir retóricas “cristianas”, liberales o libertarias para justificar sus programas, ¿por qué uno de los principales creadores de dicha praxis política en los últimos años adhiere a las ideas de una línea ideológica peculiarmente anticristiana? No es tan descabellado pensar que, quizás, en la política electoral cotidiana, ciertas retóricas son útiles, pero responden de hecho a agendas profundas mucho más peligrosas.
He sido un tanto ambiguo en esta exposición, ya que no sólo hace falta espacio para indagar en las similitudes, alianzas y contradicciones entre unos y otros pensadores, sino que hay un punto aún más relevante en el que me quiero centrar. Alain de Benoist, probablemente el principal intelectual público partidario de esta derecha nihilista, reconoció en uno de sus textos que el fundamento esencial de su posición política no es ni nada más ni nada menos que el nominalismo ontológico, es decir, la posición filosófica que no acepta la existencia de los universales de la metafísica clásica y cristiana (universales como lo justo, lo bello y lo bueno) y, en cambio, asume que toda propiedad o valor es simplemente un artificio lingüístico culturalmente contingente con el que las cosas son nombradas. Reconoció que el punto de partida de su ideología es, precisamente, el rechazo de los valores trascendentes y, por consecuencia, de la filosofía cristiana que los articuló en Occidente. Esto es importante, porque la derecha suele acusar a la izquierda de ser “relativista moral” y, sin embargo, para la reafirmación de un conservadurismo localista es necesario el relativismo moral. ¿No es, de hecho, en la izquierda donde permanecen los trozos dispersos de la metafísica cristiana a través del ímpetu por lo justo?
Esta declaración del filósofo pagano es extremadamente importante, porque revela que quizás la esperanza de la izquierda para enfrentar a esta inminente derecha nihilista se encuentra en un diálogo con el cristianismo o el realismo ontológico, es decir, la posición filosófica contraria al nominalismo, que asume la existencia de los universales y analiza la realidad en base a ellos. ¿Cómo puede la izquierda categorizar una cosa como más justa, bella o buena que otra a fin de determinar sus luchas políticas sino con ciertas certezas ontológicas?
El genuino conservadurismo al que debemos temer, para disgusto de muchos, no se encuentra de modo alguno en la tradición metafísica cristiana sino, más bien, en una forma de paganismo nihilista y voluntarista que ensombrece los escritos de Nietzsche. Es una forma de conservadurismo ya desligado de la idea de status quo y, por el contrario, imbuido de un futurismo insidioso que no tiene relación alguna con la tradición cristiana, sino que se le opone.
Conclusiones
La izquierda, en algún modo, “ganó” en el siglo XX. No ganaron el marxismo o el socialismo: ganaron ciertas propiedades discursivas de estos que, eventualmente, el liberalismo igualitario se apropió y estableció como parte del status quo en la convivencia democrática. A los ojos de un derechista posliberal, izquierda no es sinónimo de “revolución” y derecha de status quo. Han dado vuelta esta lectura: la izquierda es sinónimo de status quo y la derecha es sinónimo de “revolución”. Este giro propiamente postmoderno es síntoma de una carencia interna de gran parte de la izquierda.
En tanto esta se “liberalizó” conquistando instituciones con una retórica propiamente liberal, a ojos de muchos es precisamente ella la que se muestra más “conservadora”, porque conserva o sólo aceita una cultura y una forma de Estado cada vez más decadente. Debido a esto, la izquierda debe también transitar a tesis políticas posliberales. Es un error concebir a la derecha aquí presentada como “anticuada”; al contrario, la visión de la derecha nihilista puede ser muy futurista, y derivar en formas de transhumanismo, eugenesia, etc. Tampoco puede la izquierda ser ingenua ante el ímpetu comunitarista de esta nueva derecha; la izquierda actual tiene una deuda con el comunitarismo.
Sin embargo, quizás el punto más relevante para rescatar de la llamada “metapolítica” es que en ella se disputan los denominados “identitarismos”. La política identitaria no se articuló en una praxis desde la izquierda, sino precisamente desde la derecha, teorizada por Alain de Benoist, quien no tuvo problema alguno en rescatar a Michel Foucault y otros autores herederos del 68 francés para gestar esta idea. Es decir, la subjetivación propia del mundo actual es perfecta para dar una guerra cultural desde la derecha. Lo cierto es que hoy, y sin duda en los próximos años, la política identitaria puede transformarse en la mayor justificación de los discursos esgrimidos por la derecha nihilista. En la metapolítica poco importan los argumentos puramente racionales. Su fuerte se encuentra en la explotación de temores e incertidumbres que son propios de la modernidad desde sus orígenes y, de ese modo, todo lo que parezca ser constitutivo de una desintegración social progresiva puede ser releído como una fuente de retóricas útiles.
Daré un ejemplo de los riesgos que esta nueva derecha trae si se la reduce a lo que comúnmente es llamado “conservadurismo”. Hoy se asume que una marca propia del conservadurismo es el rechazo a la lucha de las minorías sexuales por libertades y garantías del Estado. Crear retóricas para combatir este discurso desde la izquierda ha sido, por lo tanto, un constante foco de atención. Guillaume Faye, uno de los pensadores más importantes de la derecha nihilista, explicitó que la libertad sexual y, en general, la liberación de la moralidad, son absolutamente compatibles con su paganismo. ¿Por qué? Porque el paganismo no tiene las exigencias del cristianismo o del liberalismo para justificarse. Su genuina disputa está en un ámbito en que gran parte de las luchas de la izquierda actual son fruto de dicotomías liberales forzosas. El interés por parte de una derecha como ésta en el mundo cristiano es meramente electoral y contingente. Por ahora, el electorado cristiano tradicionalista le es útil, pero, en el fondo, es absolutamente dispensable en una pintura completa de su agenda a largo plazo. La dicotomía entre “conservadores” y “progresistas”, tan característica de la política liberal democrática actual, es inmanente e instrumental a ojos de la derecha nihilista.
La pregunta que, a uno u otro cristiano con cierto respeto por la ortodoxia y la ética cristiana puede acecharle, es ¿por qué esta línea de pensamiento parece haber entrado o, al menos, comenzado un diálogo en las filas de los creyentes de la tradición que pretende destruir?
La razón es simple: la metapolítica es atractiva para los desencantados del orden liberal. Es muy importante aclarar que el liberalismo en efecto está en los que parecen ser sus últimos momentos (por más subjetivamente extensos que puedan parecer para una generación o dos) y, sin embargo, la apertura de Occidente a reflexiones posliberales no tiene razón alguna para decantar en la aceptación de estas teorías más radicales que el mismísimo fascismo.
Me parece, de hecho, que la izquierda debe ser posliberal, pero en un sentido completamente distinto. De existir una agenda de la “derecha nihilista” que acecha a Occidente, la corrupción de la ética cristiana y su alianza electoral con el populismo de derecha no sería más que una herramienta transitoria dependiente de la ingenuidad de los creyentes. Y, si hay una derecha nihilista posliberal, ¿no debiese haber una izquierda posliberal con sustentos cristianos o, al menos, ajenos al nominalismo ontológico que caracteriza a este nuevo movimiento enfermizo? ¿Está el futuro del cristianismo en la derecha? Cada vez me queda más claro que, de hecho, no es así.