De altares, Almodóvar y territorios rurales de América Latina
De vuelta al hotel después de visitar la comunidad de Colán, en la región de Piura en Perú, casi en la frontera con Ecuador, descargo las fotografías y las grabaciones de las entrevistas que hicimos durante el día. Mientras espero que termine el proceso veo Hable con ella, ese gran drama de Pedro Almodóvar donde se puede escuchar a Caetano Veloso en un íntimo concierto. Hay un objeto que aparece en distintas escenas y llama mi atención: el altar que prepara la hermana de la torera antes de la corrida y que posteriormente la acompaña durante su hospitalización. Es un altar móvil de terciopelo rojo que se pliega en tres partes, como un tríptico compuesto por imágenes de Cristo y la Virgen en distintos tamaños y colores. A un costado cuelga un rosario y del otro un escapulario, y en frente alumbra una vela dentro de un vaso de vidrio junto a unas medallas.
El altar es un espacio sagrado de diálogo con otra dimensión cargada de fe. En los altares hay ofrendas, agradecimientos, encargos o ejercicios de conmemoración que adoptan diversas formas, como las que he podido apreciar en algunos territorios rurales que he visitado de manera reciente en México, El Salvador y Perú. Vuelvo sobre algunas notas de mis diarios de campo para describirlos.
En la Sierra Norte de Puebla, en México, en febrero de este año, me comenta mi colega con el que recorro el territorio que una joven que participó en el proyecto acaba de ser madre y no vive muy lejos del sector que visitamos en esos momentos. Acordamos pasar a verla y, para no llegar con las manos vacías, en una panadería de Zautla compramos panes dulces. La noche cae y llegamos a la casa de sus abuelos en las cimas de una comunidad montañosa. Nos reciben los perros y detrás de ellos su abuela, que nos dice que Alejandra está en la habitación de atrás con su bebita. Pasamos por fuera, siguiendo el contorno de la casa, donde vemos a su abuelo desgranar maíz en completo silencio. La imagen es potente. A un costado, mazorcas amarillas y negras se acumulan en una ruma sobre el suelo; del otro lado, los granos se acumulan en un canasto de mimbre. A la izquierda de este patio interior está la entrada a la habitación, que es una ampliación de la casa con una entrada independiente.
Nos recibe Alejandra, nos presenta a su hija, pide disculpas por el desorden y nos invita a tomar asiento. En una pieza sin muchos artículos decorativos, frente a mí hay un altar que se ubica sobre una cómoda. El altar es similar al que aparece en la película de Almodóvar, pero el terciopelo esta vez es verde oscuro y las láminas que cubren su extensión son de distintos santos y representaciones de querubines. El estilo churrigueresco de las imágenes envuelve una fotografía del bebé recién nacido en el centro, que sólo se puede ver de frente, pues a ambos lados hay arreglos florales que complementan la intervención.
Las diferencias entre los altares son evidentes, pero conforman una unidad semántica que articula una gramática que también está presente en un altar que vi una semana más tarde en Barra de Santiago, en la región de Ahuachapán, en El Salvador. En este pueblo costero, ubicado casi en la frontera con Guatemala, nos detuvimos a beber un refresco de jamaica en un bar improvisado mirando un manglar.
Mientras esperábamos nuestros vasos, me acerqué a la barra donde atendía un hombre que me preguntó qué tal las cosas por Chile y luego me contó sobre una enfermedad que padecía su padre. Intercambiamos opiniones y vi que detrás de él, sobre el equipo de música desde donde se sintonizaba la salsa que escuchábamos, había otro tipo de altar. Este altar era un pastiche de estampas religiosas pegadas en una cartulina azul contra una pared. Entre las estampas se distinguía la imagen de un joven que no debía superar los 20 años de edad. La fotografía mostraba su rostro amplificado, impreso en un papel carta desteñido por el sol. Me pregunté sobre el destino de ese joven. No me atreví a indagar más con el hombre de la barra, pero por sus similitudes, entendí que podían ser hermanos.
La ola de violencia que atraviesa a El Salvador rápidamente me hizo construir un relato donde este supuesto hermano era víctima, pero esta historia podría haber tenido perfectamente otro final. Incluso, el joven que aparece en la imagen podría no haber fallecido, sino que estar encomendado como tantos otros en la diáspora migratoria que va hacia el norte, lo que conecta con las múltiples historias que escuché en estos días recorriendo la región.
Un tercer altar aparece en la casa de una dirigente medioambiental en la comunidad de Miramar-Vichayál, al norte del Perú. Luego de entrevistarla en un jardín cercano a decenas de molinos de viento que se despliegan por la zona, María nos invitó a su casa a comer guanábanas que acababa de cosechar. Sentados en el salón, mientras esperábamos que nuestra entrevistada volviera con la fruta, me daban vueltas las historias de amenazas y violencia que están presentes en los relatos de todas y todos los dirigentes ambientalistas que hemos entrevistado en estos meses, y el desequilibrio de las fuerzas en disputa por la defensa de los ecosistemas y la vida comunitaria en los territorios.
El salón donde esperamos estaba compuesto por un sillón que miraba dos sillas de mimbre. Detrás de esas sillas, se situaba un mueble que podría haber sido una biblioteca, pero no tenía libros. El mueble tenía papeles y diversos artículos organizados al tuntún, con una serie de fotografías familiares entremezcladas con figurillas religiosas. Era un altar compuesto, porque se desplegaba desde el mueble hasta la pared que colindaba con la estructura. En ese muro, casi en diagonal al mueble, había un cuadro de Cristo con una estructura dispuesta en la base que servía para poner velas y flores. A un costado de la pintura estaba enmarcada la fotografía de una pareja, quien asumí debían ser sus abuelos. La imagen era antigua y parecía estar coloreada por encima de una fuente en blanco y negro. A la derecha de la imagen, una serie de láminas de la Virgen se intercalaban con otras fotografías, principalmente de algunas niñas, que en un caso vestían como si fuese su primer día en la escuela, y otra que parecía ser una celebración familiar, donde había un grupo extenso de personas que sonreía mirando el lente.
Cuando estábamos mirando el altar apareció María, nuestra entrevistada, atravesando una cortina de cuerdas plásticas que separaba el salón de la cocina. Repartió media guanábana para cada invitado y un basurero en el centro para botar las semillas. La conversación continuó y escuché hablar de cientos de propiedades que se le atribuyen a esta chirimoya gigante.