En este lado, Palestina
Algunos creen que la silueta geográfica que dibuja a Palestina es tenue. Como si fuera un trazo imaginario, poco compacto y algo borroso por la pólvora esparcida en sus tierras fértiles. Y, sin embargo, no lo es. Ahí permanecen esas candentes laderas donde se agolpan los olivos que no se aminoran frente a una ocupación que prosigue y no da tregua. Décadas de litigios mal venidos, de torturas motivadas por una línea de tiempo que se construye al alero de hojas descompaginadas y vueltas a escribir. Definitivamente, hay mentes torcidas que no respetan el honesto trajín de la historia. Delante los tanques y, en ese lado, Palestina.
Los estragos del apartheid israelí han permitido legitimar un sistema de dominio cruel y sin precedentes hacia el pueblo palestino. Una escalada de reprimendas monstruosas que acostumbra a girar en el mismo sentido de las agujas del reloj, donde sombras voraces arremeten, en mala hora, sin ese espejo que -tal vez- podría recordarles lo oscuras que son. No se trata de seguir repasando la historia ni naufragando en las profundidades más rocosas. Tampoco insistir vestirnos con los ropajes que caracterizan una tragedia griega, aunque Sófocles haya sido uno de los pocos en entender. Quizás de lo que se trata es de comprender que Palestina viene a entregarnos el más duro de los relatos, aquel que ni con libro sagrado en mano el pueblo israelí ha querido reconocer.
La violencia, en cualquiera de sus formas, sólo daña el devenir de la historia. Puede que la precarización humana sea la responsable de visibilizar la ausencia de una conciencia unitaria, tan necesaria por lo demás. Sucede -en este caso- que la memoria se voltea cuando es capaz de recordar la secuencia de ciertos hechos, pero pareciera ser incapaz de darle algún tipo de valor moral a esta realidad. De ahí que muchos terminen por retratar a Palestina como si fuera un lugar incierto, menoscabado y casi aniquilado. Y pasa que Palestina no está ahí, está en ese otro lado, donde las raíces crecen robustas, donde el viento aligera la desesperanza, donde las piedras no reaccionan con sobresaltos.
Por estos días, el Globo interconectado no hace escala por Oriente Próximo. Las noticias dejan de navegar por las aguas del Mediterráneo, ya sea porque la cruenta ocupación es pan de cada día o porque las víctimas palestinas no son suficientes para que tengan cabida en la pauta editorial. Y claro, podemos seguir conmemorando a Palestina con las mismas fechas de siempre; podemos reproducirla con el mismo guion, una y otra vez, mientras la cinta cinematográfica rueda hasta desalinearse. Se puede. Pero lo que no es sensato permitir es esta especie de paradoja entre una realidad pasivamente observada y un fenómeno social y político que se activa sólo cuando las piedras se levantan y las armas disparan. Ahí no está Palestina. No está en los discursillos retrógrados, en una dialéctica verticalizada ni tampoco en un paradigma que acostumbra a ser oscuro y tiránico.
No existen eslóganes ni dogmas para insertar a Palestina en el mapa, porque ya es parte del globo terráqueo. No es necesario consignarla como un elemento difuso en las aulas educativas y menos revictimizarla, porque lamentablemente gran parte del mundo no se ha sumado a una trasmutación de conciencia dinámica y colectiva. No se adornan las vitrinas siempre con los mismos objetos y, por lo mismo, sería bueno modificar aquellas infinitas interrogantes para comprender la desvinculación que muchas veces tenemos con la historia. Extremar el uso de la religión o validar el despiadado poder de la élite, como lo hace Israel, no ayudan a deslegitimar aquellos relatos fanatizados tan propios de su cultura.
Hoy existen símbolos sagrados que permiten divisar cumbres altas y voluminosas. Melodías lejanas que se oyen pese al muro que las circundan. Una bandera se hace cómplice del viento y miles de olivos ensalzan la tierra. Ahí está, en ese lado, Palestina.