El papel (maché) de Violeta Parra
Entrando por Alameda a la Universidad Católica, llegamos a una sala donde se exhibe una decena de obras realizadas por Violeta Parra con papel maché entre los años 1963 y 1965. Considerando la diversidad de expresiones que hay al interior de la obra integral de la artista, parece adecuado hacer este recorte que muestra solamente piezas creadas con una técnica determinada. En este caso el papel maché, así como en otros momentos nos podríamos detener en sus arpilleras, pinturas, esculturas; su música y poesía. Y más. En su mayoría se trata de piezas producidas en Europa que en Chile ya fueron exhibidas en el Centro Cultural del Palacio de La Moneda y en el Museo Violeta Parra. Algunas obras de la muestra habrían sido rescatadas recientemente y es muy pertinente reunirlas en un conjunto e incrementar esa colección. Siempre será bueno tener nuevos espacios para divulgar una obra que, a pesar de sus avatares, merece ser más conocida y analizada. De las exhibidas pienso en “La máquina volante”, que recuerda la creatividad de Violeta Parra de cuya cabeza –como en el personaje de papel maché- brotan múltiples creaciones.
Así como sus Décimas constituyen una autobiografía en versos, su obra plástica –y en ella estos trabajos en papel maché- también son parte de sus memorias. “El niño en el columpio”, “El violinista” que podría ser su padre, que tocaba ese instrumento; “la niña y el arpa”, “Los niños en fiesta” son reminiscencias autobiográficas que reflejan sus recuerdos de infancia y familiares; también nostalgias de desarraigo como “La cueca” y “La fiesta callejera”; y, como en “Genocidio”, su indignación por el sufrimiento de su pueblo lejano. Violeta Parra rescata esos recuerdos en su obra plástica y así predominan esas imágenes en una memoria que transfigura dándoles visibilidad y audiencia.
Si la memoria es su material subjetivo, intangible, en el reciclaje está su técnica y material tangible. Es una característica de Violeta Parra la reutilización de los materiales con que trabaja en la producción de sus artefactos culturales. Retazos, sobras, cartones de embalaje. Es decir, “materia prima” que ya fue algo y que en el caso del papel maché se convierte en otra cosa, como los sacos de papas que en manos de Violeta Parra se transfiguran en arpilleras. (Este tipo de artesanía –y para algunos “arte ingenuo”– Levi-Strauss lo asocia con el bricolage). Dignifica lo desechable. La técnica es conocida desde que en la escuela se hacen cabezas de títeres y máscaras, con esta masa hecha con papel picado que se macera con agua y se mezcla con engrudo o cola fría hasta que tenemos una pasta que se puede modelar y luego pintar, etcétera.
En este caso le papier mâché está hecho con diarios y revistas suizas o francesas. Violeta Parra deja el rastro y podemos ver líneas del periódico: palabras, frases, en francés . Generalmente en las figuras de papel maché se oculta el origen –el papel de diario- que sirve de base a la pasta. Se pinta la superficie, a veces se pule y no imaginamos que el objeto es de papel; en cambio en los trabajos de la artista chilena dejar vestigios es dejar huellas. También las hilachas de textos hablan del desarraigo, de estar lejos de su tierra. No es burdo, sino significativo. En el caso de las piezas exhibidas se trata de cuadros –como pinturas- en sobrerrelieve realizados con la técnica artesanal sobre soporte de tela, cartón y madera prensada o aglomerada. Y la artista pinta los fondos y las figuras.
De las obras expuestas, la pieza más política -actualizada por la historia reciente- es «Genocidio». Ahí la masa popular es un amasijo, abatida bajo la represión de la policía y de un rojo infernal pintado sobre la madera aglomerada. Figuras desfiguradas y al menos dos fotos de rostros jóvenes, pedacitos de revistas que acercan la obra al collage.
En otro cariz de la política, que hoy tendría una lectura feminista, está la obra “Ascensión” que por su irreverencia bien se podría inscribir en lo que Ángel Parra llamaba “el paganismo religioso” que hay en la obra de su madre. En este caso, quien se eleva hacia el cielo es la propia Violeta Parra, pintada con el color de sus autorretratos y rodeada de ángeles. El papel maché, con su volumen y relieve, facilita la lectura de un cuerpo de mujer. Para la época es significativo que asuma un rol masculino (la ascensión del Señor) y no el femenino (asunción de la Virgen). Es un gesto desacralizador y transgresor. Recordemos que en otra obra de esos días Violeta Parra se marca con una sencilla ramita con forma de cruz, contrastando con la representación que hace de la iglesia oficial simbolizada al interior de un fusil donde se gatilla la violencia institucionalizada (“Qué dirá el santo padre que vive en Roma…”). Autoirónica, en esos días firma una de sus cartas de amor como “Santa Violeta”. Y ahora está en la Pontificia Universidad Católica.
Si bien la muestra es un homenaje a Violeta Parra también es una reivindicación del papel que jugó en algún momento la Universidad Católica en la valoración temprana de la obra de la artista. Es curioso -al menos ingrato- que el rector Sánchez haya omitido en el texto del catálogo a su remoto colega el rector Fernando Castillo Velasco. La persona que como alcalde de La Reina facilitó el terreno para que Violeta Parra instalara su carpa; el primer rector elegido de la UC, quien organizó la primera exposición póstuma de la artista en 1968 y que bajo su rectoría publicó la primera edición de las “Décimas” de Violeta Parra. Rector de la reforma universitaria y Premio Nacional de Arquitectura, al conectar su nombre con el de Violeta Parra es difícil no evocar la canción “Me gustan los estudiantes”. La exposición, junto a las obras que divulga, nos recuerda a dos grandes personajes de nuestra cultura.