El viejo oficio de hacer y robar libros: "Recuerdos de un bibliófilo" de Mauricio Amster
Creía no tener talento para la pintura. Pero su facilidad para el dibujo, rápidamente reconocida por sus pares, hizo que Mauricio Amster (1907—1980) optara por aquellas consideradas como “artes menores”. Polaco de origen judío, luego de abandonar sus estudios de Bellas Artes en Austria, partió a Alemania interesado por el diseño y la tipografía. Más tarde viajó a España donde se destacó por su trabajo gráfico en prestigiosas editoriales y revistas que apoyaban la causa republicana.
Como buen miliciano comunista hizo de la imprenta, el principal mecanismo de instrucción, difusión y agitación de las ideas que movían la batalla cultural en curso. Después se casó con Adina Amenedo, encuadernadora y amante furiosa de los libros, junto a quien, arrancando del franquismo, llegó a Francia. Allí escucharon de un tal Neruda, poeta y diplomático que estaba gestionando el Winnipeg, un viejo barco que llevaría al sur del mundo, a los refugiados de la guerra civil. Amster no lo pensó dos veces y, junto a su compañera, se vino a Chile.
Amigo de poetas, no de gendarmes
Llegó a Valparaíso en 1939. Luego se radicó en Santiago. Lo que sería una estadía provisoria, con el tiempo se volvió definitiva. De este modo, inició un largo trabajo en emblemáticas editoriales como Zig-Zag, Cruz del Sur, Nascimento, Universitaria, entre otras. En 1953, junto al escritor Ernesto Montenegro, fundó la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile. Cómo no, si traía de Europa el saber de una larga tradición imprentera, heredera de Gutemberg, que intentaba conjugar de forma inédita en Chile, la vieja destreza de las bellas artes, con una base científico-técnica, que tenía por objeto no solo masificar el libro, sino acoplarse al incipiente proceso de industrialización que vivía el país.
Amigo de poetas, no de gendarmes. Cercano a la doctrina, mas nunca al dogma. De personalidad meticulosa, inquieta, mesurada, detallista, nunca estridente. Aquellos que lo conocieron dicen que era mal genio pero estricto. Si le preguntaban “Mauricio, ¿cómo estás?”, él siempre respondía, “mal, gracias”.
Hombre de pocas palabras, Amster también dejó por escrito sus ideas. De hecho, acaba de aparecer Recuerdos de un bibliófilo (Carbón editores, 2022), pequeña recopilación de catorce textos, algunos ya publicados en viejos manuales pedagógicos como Técnica Gráfica (Ed. Universitaria, 1966), y otros de orígenes diversos, como la mítica revista Babel. Aquí el polaco habla de diversos temas. De la guerra, de sus años en Europa, del oficio de robar libros. Y también de su militancia. Así, sabe denunciar tanto la degeneración pequeño burguesa de cierta elite de izquierda, como la draconiana censura estalinista que recorría el mundo. "Ningún militante es capaz de precisar el momento en que su partido comienza a corromperse", dice Amster, acaso sospechando la desilusión que lo volvería primero trotskista y luego anticomunista.
Como sea, todavía resulta sorprendente explicarse cómo sostuvo un trabajo tan sostenido y que abarcó tantos estilos, formas y labores diferentes. Nada difícil es encontrarse hoy con algún viejo ejemplar en el que su nombre brille como ilustrador, tipógrafo o proyectista de la edición. Podía diseñar portadas particulares o colecciones enteras. Ejemplares de lujo o finas publicaciones populares. Resolvía problemas de composición, diseñaba soluciones para la diagramación, compaginación y encuadernación de los libros. Trabajaba de redactor, cartelista, corrector, iconógrafo, calígrafo, acuarelista y fotomontajista. Incluso tradujo textos como el mismísimo Manifiesto Comunista. Amster lo hacía todo. Y lo hacía todo bien. La tapa, los colores, el gramaje de los papeles, hasta el colofón. En cuarenta años diseñó más de quinientos libros. Su importancia en el mundo editorial chileno es tan indiscutible como inagotable.
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Y por eso parece insólito que su nombre sea hoy casi desconocido. Estableció "(…) la forma y función de los libros de Chile y el relato visual de nuestra república ilustrada, y es quizás por ese atrevimiento tan pragmático que ha sido castigado con el olvido". Eso dice Juan Guillermo Tejeda en Amster (Ed. UDP, 2011), acaso el estudio más importante realizado a la fecha, en torno a la vida y obra de uno de los principales artesanos de nuestra ciudad letrada. Porque un libro —valga la obvia, pero todavía necesaria aclaración— es bastante más que su literatura. Digámoslo así: cuesta leer libros feos. O mal diseñados. O armados con tipografías predeterminadas o simplemente no elegidas. Combatir la epidemia del mal gusto, peste denunciada y perseguida por Amster, antes que una exigencia de sofisticación impostada, se transformaría en un imperativo de orden político.
Con el tiempo siguió trabajando, incluso después del golpe de estado. Murió en 1980, dejando un amplísimo legado. Porque sin ser pintor, Amster construyó la visualidad de una época. Sin tener discípulos, nos legó un extenso catálogo de imágenes decisivas. Como la mítica portada de Hijo de Ladrón de Manuel Rojas. O la que hizo de María Nadie de la inmensa Marta Brunet. Dibujos que permanecerán alojados en nuestra memoria. O bien, en las repisas de alguna vieja biblioteca. Haga el ejercicio. Vaya y revise. Busque los ejemplares más añejos que tenga. Si guarda alguno editado en este país entre la década del 40 y la del 80 es bien probable que encuentre a Mauricio Amster como silencioso protagonista. Ahí, en las primeras páginas. De oficioso ilustrador, de metódico cajista o diagramador. Sin duda, un nombre fundamental para el arte de hacer libros.
Mauricio Amster
Recuerdos de un bibliófilo
Carbón editores, 2022
80 Páginas
Precio referencial: $10.000