La ultraderecha, el Distrito 11 y la romantización de octubre
Un par de días antes de la elección parlamentaria, La Tercera publicó un análisis de bigdata clasificando a cada uno de los 155 parlamentarios actuales en izquierda, centro y derecha, de acuerdo con todas sus votaciones realizadas en los últimos cuatro años. Según ese ranking, el humanista Tomás Hirsch es el diputado más de izquierda de todo el actual Parlamento. Por otro lado, los resultados de la elección parlamentaria muestran que Tomás Hirsch es el único diputado de oposición electo en el Distrito 11 (Peñalolén, La Reina, Las Condes, Vitacura y Lo Barnechea), el llamado distrito del Rechazo y que concentra la mayor votación de la derecha y ultraderecha de todo el país. Es decir, en el distrito más ultraconservador del país, en la cuna de la extrema derecha, no resultó electo ningún diputado DC, PPD o PS, sino que resultó electo el diputado más de izquierda de Chile perteneciente a la vertiente humanista de Apruebo Dignidad.
¿Cómo explicar esta aparente paradoja? Cualquier asesor comunicacional hubiese sugerido que en este distrito habría que moderar el lenguaje, alejarse de toda “izquierdización” y hacer gestos hacia el centro para mostrar “gobernabilidad” y estatura de “estadista”. Pero Tomás Hirsch hizo todo lo contrario durante su periodo parlamentario, expresó con fuerza nuestra convicción por liberar los presos del estallido y el rechazo a la ley antibarricadas y anticapuchas. Fuimos parte activa de todas y cada una de las acusaciones en contra de Piñera y de todos sus ministros y acompañamos con fuerza las movilizaciones de pobladores desalojados de Cerro 18, la defensa de la precordillera y de los comités de vivienda de Peñalolén y de La Reina y -por último, pero no menos importante- apoyamos a todas las agrupaciones de derechos humanos en su esfuerzo de mantener la memoria y hacer justicia.
Otro dato muy útil para graficar de mejor forma nuestra mirada del actual momento social, es que Tomás y nuestro equipo nos opusimos públicamente al Acuerdo de noviembre de 2019 pues entendimos que era un error, no porque fuera una “traición al momento revolucionario” que supuestamente vivía Chile en ese entonces, sino porque se firmó a espaldas del llamado movimiento social. Un movimiento social heterogéneo y diverso, de mucha energía social pero que estaba lejos de ser un movimiento revolucionario.
El desborde social de octubre de 2019 hizo coincidir en las calles a cesantes y profesionales, asalariados y comerciantes. Allí estaban los jóvenes endeudados por el CAE, los adultos que no pueden cuidar a sus padres enfermos y los viejos que sobreviven con pensiones miserables, la diversidad sexual discriminada junto con los medianos empresarios asfixiados por los bancos. Pero también estaban el lumpen organizado, las redes de narcotráfico y los infiltrados de carabineros, investigaciones y quizás qué otro grupo de extrema derecha que actúa en las sombras.
Y aquí entramos al meollo de la cuestión: para captar bien lo que pasó con el triunfo electoral del ultraderechista Kast es necesario entender lo que sucedió en ese octubre del llamado estallido o despertar social. Mi reflexión personal es que durante los últimos 30 años la mayoría de la gente no ha estado dormida, sino muy despierta y activa, aunque siguiendo el modelo de consumo neoliberal, llenando los malls elegantes y también los llamados “malls chinos”. Unos para comprarse ropa refinada, salir de vacaciones fuera del país o adquirir el último modelo de Apple; otros para juntar monedas y comprarse zapatillas de 120 lucas, enchular el auto o comprar bling bling para ostentar en el próximo carrete. Unos y otros coinciden en el sobrendeudamiento y su empeño de trabajar incansablemente desde el amanecer hasta anochecer para financiar sus fines de semanas de consumo personal o familiar. Por otro lado, un segmento distinto, que no tiene acceso a un salario o un ingreso informal, comienza acercarse a una cultura, aún no dimensionada en toda su magnitud y que ha permeado los sectores populares despolitizados. Me refiero a la narcocultura, aquellos que viven dentro o en la periferia del mundo narco, que incluso tienen sus propios y exitosos cantantes en un singular circuito artístico, y a quienes hemos negado su existencia pero que nos sorprenden cotidianamente con sus desafiantes fuegos artificiales o funerales ostentosos.
Por cierto, también están creciendo los grupos de jóvenes que no coinciden con este patrón de consumo, que están preocupados por construir un modelo alternativo y que descreen del neoliberalismo y quieren un modelo de democracia directa, me refiero a les jóvenes cleteros, feministas, animalistas, de la diversidad sexual y veganos. Estos grupos de jóvenes convergen con los anhelos de aquellos ochenteros frustrados por la democracia heredada de Pinochet y profundizada por la Concertación.
Quien haya despertado el día siguiente de las elecciones preguntándose ¿qué pasó en este país, que ayer exigía Asamblea Constituyente y hoy termina votando por Kast o Parisi?, es probable que haya pensado que el desborde de octubre estaba compuesto sólo o mayoritariamente por este grupo de jóvenes lúcidos y que la construcción del paraíso socialista o el surgimiento de una nueva sensibilidad estaba a la vuelta de la esquina. Los sectores políticos que romantizaron la primera línea o quienes validaron los saqueos deben ser los más perplejos con los resultados electorales de ayer, pues recién descubren que detrás de la inexplicable votación de Parisi están muchos de los votantes de la Lista del Pueblo y que la votación de Kast penetra en los sectores populares que ven como el narco avanza sin que nadie haga nada. “Son todos narcos”, dicen en los sectores populares, y ese “todo” incluye aquello que huela a institucionalidad, sea de derechas, pero también de izquierdas, aunque la ultraderecha hábilmente ha sabido posicionarse como un actor outsider, al estilo Bolsonaro o Trump.
No estoy minimizando o quitándoles importancia a ese octubre chileno que remeció al mundo, sólo digo que es necesario caracterizarlo bien. Ese octubre fue un desborde social muy heterogéneo, de una inusitada energía social, pero muy alejado de un momento revolucionario. Fue mayoritariamente un reclamo, una gran catarsis de un enojo colectivo producto que muchos se sintieron marginados de una fiesta de 30 años, fiesta a la que asistían unos pocos y donde ellos también querían estar. Ese era el reclamo mayoritario: “nosotros también queremos estar en esa fiesta”, algo muy distinto y alejado de la comprensión de que es necesario cambiar de fiesta, comprensión que sería el germen para un fenómeno realmente revolucionario.
Entonces, ¿qué había de común en los millones de chilenos que salieron a las calles ese histórico octubre?: el sentimiento de enojo y el hastío por la injusticia, la marginación y el abuso que ha realizado toda la institucionalidad (partidos, iglesias, prensa, fútbol, FF.AA., etc.) y que está presente en los sectores populares despolitizados, las capas medias profesionales y hasta en los medianos empresarios. Entonces cuando algún representante público se diferencia sinceramente de esa institucionalidad abusadora, denuncia con claridad las injusticias y la corrupción, abandona los privilegios que su propio cargo puede traer, no es necesario autodenominarse pueblo o izquierda para que la gente reconozca un intento sincero de una nueva forma de hacer política.
Y eso es lo que ha intentado hacer Tomás Hirsch en el Distrito 11: no ha moderado su discurso ni su accionar y en su tarea de representación ha conectado con sinceridad con ese sentimiento de abuso presente en los sectores populares despolitizados, la clase media empobrecida, los profesionales endeudados y el mediano empresario asfixiado por los bancos. Y este mensaje, expresado con claridad y firmeza, también resuena y convoca a ese grupo de jóvenes de una nueva sensibilidad, que quiere construir un nuevo Chile, pero detesta la violencia.
Entre el 18 de octubre del Santiago en llamas y el acuerdo cupular de noviembre firmado en la cocina del trasnoche está la marcha del millón de personas del 25 de octubre. Marcha absolutamente pacífica, sin vidrios rotos ni saqueos. Ese millón de personas bien pudo haber marchado unas cuantas cuadras para asaltar el Palacio de La Moneda y nadie los hubiese podido parar, pero en una intuición colectiva, en una tácita sincronía, no lo hizo, pues no se estaba dispuesto a confrontar la violencia contra la violencia. Fue una clara muestra del poder de la No Violencia en contra de la represión, un téngase presente de que “ustedes tienen el poder, pero en cualquier momento lo pueden perder”. Romantizar como revolucionario los saqueos y la violencia, más allá de los infiltrados que también existen, es equivocar el diagnóstico, es forzar mañosamente la realidad para hacerla parecer a los anhelos románticos de algunos, es regalarle el “buen vivir” al fascismo pues la gente común quiere vivir tranquila y ese buen vivir no incluye justificar o hacer la vista gorda con los saqueos de los negocios de los vecinos ni tampoco complicidades con las redes delincuenciales o de narcotraficantes.
Y este error de diagnóstico en lo que realmente fue el octubre chileno no es baladí, no es una simple e intrascendente equivocación; muy por el contrario, es mayúsculo y muy peligroso, pues los humanistas sabemos muy bien que cuando fuerzas algo hacia un fin produces lo contrario, entonces ¿por qué habría de extrañarnos el ascenso de Kast y de la ultraderecha?