CRÍTICA| Qué más adecuado que volver al teatro presencial con un clásico absurdo apocalíptico
Al centro de la escena, Hamm es un ciego postrado en una silla de ruedas que es un carro de supermercado. Luego están sus ancianes madre y padre, que también han perdido sus extremidades inferiores y se asoman pero permanecen encerrados en dos depósitos de basura; y finalmente un último personaje, motor de la obra, que es el querible Clov, tullido que atiende u obedece ciegamente al invidente sosteniéndolo como incuestionada autoridad o líder del grupo. Este singular cuarteto conforma una manada de perplejos en su hora final, metáfora de estos tiempos oscuros.
Algunos dicen que esta obra dialoga o evoca al Hamlet de Shakespeare, en su casi existencial “ser o no ser”. Puede ser, hay una reflexión clarividente sin duda de fondo, pues estamos en una suerte de búnker donde los personajes están encerrados como durmiendo ya en su féretro, en su cripta. Son sujetos encriptados, en una realidad encriptada. Afuera, el mundo se percibe posnuclear, no hay vida. Por dos ventanas más bien escotillas, se asoma el único que puede, el cojo Clov. Nunca se ve nada, solo a lo lejos el mar y el desierto. Empujados a este borde de abismo, los individuos se han vuelto cínicos, son unos sátrapas desnudos, despojados de todo, abandonados, en carne viva, que dicen y hacen cosas reiterativas sin un por qué, como ratas en un laberinto-jaula de laboratorio. Hamm de pronto se pone narrar una novela que está escribiendo, de pronto se poner a orinar, o bien le ordena a Clov darles una mezquina galleta a sus padres. Nada tiene sentido. El día o la noche. La hora de la última pastilla. Hasta que…
No vamos a hacer spoiler. Final de partida fue escrita por Beckett en el año 57, o sea que puede usted calcular la clarividencia del irlandés. La traducción más justa creo personalmente que sería Game Over. Ese es el tenor de esta larga escena que retrata a los mencionados cuatro individuos en su miseria y a la vez en su grandeza, entregados a un delirio patético fruto de la conciencia más radical de la insignificancia de todo. Es absurdo todo en su insignificancia, porque han llegado a esta suerte de hora final. La especie humana va camino a extinguirse a sí misma, vamos a desaparecer como los dinosaurios de Charly García. Y sin embargo la vida en el universo prevalecerá, el movimiento persistirá. Nada habrá importado. Entonces las palabras dejan de significar. La realidad deja de significar. ¿Por qué te obedezco? Le pregunta Clov a Hamm. Y no deja de hacerlo.
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Ahora, digamos que las actuaciones y la atmósfera lograda son magistrales, a la altura de un texto clásico como este, de un premio Nobel como Beckett. Aunque es inevitable sentir, como experiencia, que el contexto es de gran ayuda. De eso se trata el teatro también, ¿no? La realidad está ahí. El público asiste enmascarillado, los espectadores se sientan de a pares y a distancia de una o dos butacas del prójimo, hay olor a alcohol gel y cloro, como a ambiente sanitizado con el fanatismo obsesivo compulsivo de mi madre. Y se oye en la fila, en la boletería y a la salida, el comentario emocionado en las gargantas ahogadas de quienes asistimos al teatro, personas a las que nos gustan las artes escénicas, exóticas y exóticos si quiere usted. Estoy tentado de decir en broma que, como nunca, se puede llegar a extrañar al desubicado que no apaga el celular. No es cierto, pero a ese nivel echábamos de menos el ritual de las obras presenciales, extrañábamos la experiencia de ir a emocionarse colectivamente con un viaje inmóvil a las zonas poco visitadas del alma, de su espíritu, de su ser humano.
Pero puede que todo esto sea nada más porque como hemos reconocido acá, nos gusta ir al teatro, y accedemos a realizar este tipo de ejercicios convencidos de que hacen bien, son saludables, brindan algo así como felicidad o satisfacción. Por eso lo recomendamos. Sin embargo, pasa por ejemplo que mi acompañante de ocasión, al despedirnos tras ver la obra, me confesó que se había acordado de la película Toc pues le parecía haber dejado apagado el horno al salir de su casa. No tenía tampoco a quién llamar para tranquilizarse. Así que cuando terminó la función, se despidió, me dijo pucha lo siento, y salió corriendo. Iba a contestarle que mejor nos riéramos de las circunstancias, si lo dejaste prendido ya te habrían llamado los bomberos o alguien de tu edificio. Pero desistí. El horno no está para bollos, me dije con socarronería.
Y no. Por suerte no estaba prendido el horno.
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Final de partida de Samuel Beckett
Director: Francisco Martínez Batarce
Elenco: Willy Semler, Jaime McManus, Norma Ortíz y Regildo Castro
Hasta el 15 Ago
Sá y Do, 18 h.
Paga lo que quieras
Elige tu opción de precio y aporta con ella a la obra.
$3.000, $4.000, $5.000 ó $6.000
Edificio B piso 2, Sala N1
Actividad presencial
- Para esta actividad se solicitará Pase de Movilidad.
- El uso de mascarilla es obligatorio en todo momento.
- La boletería estará abierta para compras presenciales 4 horas antes de cada función.
- Las personas harán ingreso por orden de llegada.
- Aforo máximo de la sala permitido por la autoridad sanitaria: 53 personas.