CRÍTICA| Frágil y resentido: El teatro de Heine Mix Toro
El teatro es frágil. Frágil y poderoso a la vez. Lo que brilla sobre el escenario luego se consume solo dejando recuerdos. Digo esto para hablar de Heine Mix Toro (1934), un viejo actor y director teatral. Nacido en Iquique, ya de muy niño actuaba. Después vivió en Antofagasta. Hizo el servicio militar en Calama. Viajó a Santiago, y en paralelo a sus cursos de Ciencias Políticas, estudió actuación.
En ese contexto conoció a Pedro de la Barra, Víctor Jara, Patricio Bunster, Gustavo Meza, entre otros. Pero lejos de destacar solo como actor, se distinguió también por su rol como profesor y gestor. En 1964 dirigió la extinta Escuela Internacional de Teatro de Arica. También trabajó vinculado a grupos de teatro de la CUT, hizo clases en la U. de Chile, en la U. Católica y en la U. Austral, pero siguiendo el espíritu de la revolución cultural en curso, como tantos otros de su generación, puso sus prioridades en contextos aficionados e independientes.
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Sobresale su rol como director del también extinto Departamento de Artes Escénicas de la U. de Concepción, cuyo teatro —el TUC— fue lumbrera cultural e intelectual del Bío Bío. Durante la Unidad Popular trabajó como director, coreógrafo, y también asistiendo a figuras como el uruguayo Atahualpa del Cioppo. Asimismo, intervino fuera de la institución: realizó trabajo de campo en sectores marginales, juegos de improvisación con obreros y estudiantes, y ayudó a capacitar a instructores de teatro en poblaciones, sindicatos, o comunidades mapuche.
En 1972 se fue a Lota donde montó Grisú, obra inspirada en los cuentos de Baldomero Lillo, con la que habría de recorrer distintos campamentos mineros a lo largo del país. Experiencias que confirmaban lo que ya se respiraba en el aire: la gente no quería ir al teatro para ver sus problemas representados en escena, sino ser ellos mismos los protagonistas de las transformaciones que se vivían.
El golpe de estado lo pilló de vuelta en Arica. De Tacna se fue a Ecuador. En Quito hizo clases hasta 1977, cuando otro golpe de Estado lo hizo cruzar el charco. Llegó a España donde siguió haciendo teatro en paralelo a la docencia. De Madrid siguió su errancia a Zaragoza. Regresó a Chile recién el año 90.
Heine es parte de una generación de artistas escénicos que vivió la época dorada de nuestro teatro, pero que llegada la dictadura, y luego la transición pactada, no pudieron —no se les permitió— acoplarse a las nuevas formas del quehacer cultural. Para recibir homenajes, fondarts o premios nacionales había que ponerse en una larga fila de aduladores y cortesanos, transformarse en militante del dolor ajeno, o bien, devenir niño símbolo de aquella reparación generacional, que a muchos los volvió furiosos y forrados. Pero Heine se resistió, su lugar era la periferia. Entendía la institucionalidad, sino corrupta, al menos cuestionable, hecha de subastas y repartijas entre amigotes. Que alguien con su trayectoria tuviese que seguir mendigándole migajas a un sistema cultural decadente resultaba no solo ofensivo e injusto sino sobre todo humillante. "Chile me cerró las puertas", dice hoy con cierta amargura.
Desde 1997, Heine vive en una mediagua en un cerro perdido de Cartagena donde se pasea, cual vagabundo, rodeado de libros y de perros, muchos perros que son sus amigos y su familia. Conserva su lucidez, su autosuficiencia, su insatisfacción y mordacidad frente a la vida convencional de la polis. Y como Diógenes —aquel filósofo cínico de la antigua Grecia— vive en la indigencia, cultivando un desprecio por los bienes materiales y haciendo de la extrema pobreza una virtud.
En su casa, recibe la ocasional visita de jóvenes artistas, poetas, cineastas y teatristas del litoral, curiosos de conocer su obra, deseosos por rescatarla del olvido, pero que sobre todo intentan conocer al personaje —sus éxitos, sus fracasos— y la infinidad de historias que carga en ese cuerpo, hoy frágil. Jóvenes que acepta primero con cercanía, luego con distancia y finalmente con algo de disgusto. Desconfiado, timorato, obstinado, iracundo, resentido. Acaso por su exceso de convicciones, por su férrea moral de hombre de izquierda, por cierta sensación de no calzar con el mundo, o quizás, quién sabe, solo por su avanzada edad, Heine Mix Toro se ha encargado sistemáticamente de pelearse con todo el mundo.
Como sea, Heine no para. En 2013, grabó La última escena, pequeño documental sobre su vida. En 2015, le escribió una Carta abierta al papa Francisco, publicada en formato fanzine. Y ahora aparece su Obra dramática reunida (Editorial Malamadre, 2020), volumen que recopila ¡¡Huidobro!!... ¡¡¡¡HUIDOBRO!!!! (2020), No te será la belleza opio adormecedor (2005), Luis desnudo bajo la parra (2020), y Anfitrión, o el divino violador (2008).
Cuatro obras, que bien pudieron perderse en sus archivos, o en la fugaz evanescencia del teatro, pero que aquí sobreviven como registro de un proyecto de vida inagotable. Porque durante años su autor se la pasó viajando —errancia incómoda, forzosa, triste—, hasta que por fin pudo volver a casa y descubrir una súbita desilusión: el país por el que tanto luchó, y al que tanto buscó regresar ya no existía. Hoy, conocer su obra nos permite mirar algo de eso que perdimos, y por qué no, soñar con recuperarlo.
Heine Mix Toro
Obra dramática reunida
Editorial Malamadre, 2020
204 Páginas
$12.000