VOCES| Un viudo de la sala de cine
Ver algo de cien minutos sin ninguna interrupción es toda un proeza en una pandemia. ¿Será que extraño el contrato implícito que prohíbe contestar el celular en la sala de cine, pase lo que pase? ¿O será la expectación de saber si me gustará lo que elegí entre las cinco películas disponibles? Que al lado de los catálogos que cada empresa de streaming ofrece, parece mucho más amable y abordable.
Hasta el ruidoso sonido de las cabritas, ese que siempre iba acompañado de un acaramelado olor y un pegajoso suelo, me parece muy lejano. Las estufas en esas frías tardes de invierno en el ahora quemado Cine Arte Alameda, o el vino de cortesía que la Sala K ofrecía a sus espectadores son los pequeños detalles que te enamoraban de esos espacios. Eran tiempos en que aún se buscaban películas para verlas en una pantalla gigante. Antes de que la primera pregunta al hablar de una película fuera: ¿Y está en Netflix?
No negaré las maravillosas herramientas que los computadores entregan al visionado de películas. El poder pausar y retroceder una escena para “masticarla” mejor, las infinitas posibilidades que sitios como YTS y Cuevana3 entregan, e incluso el acceso a películas pre 90 que no son consideradas por las multimillonarias plataformas, fueron invaluables para el año y medio de encierro. Pero nada de eso se compara a la sensación irracionalmente placentera que me producía caminar por los pasillos antes de entrar a una sala, ver las ansiosas miradas de los asistentes y el murmullo de las conversaciones de quienes iban acompañados.
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Es cierto que hay un romanticismo absurdo en la frase “extraño la sala de cine” o en la cliché idea de sentarse con desconocidos durante 90 minutos. Tampoco es que hayan pasado décadas desde la última vez que fui, y no puedo negar que hay un afán de distinguirse del resto en esa ridícula egolatría que cada cierto tiempo sentimos. Y aunque no es mucha, la acepto abiertamente si tengo que decidir entre la casa y la sala. Por eso defiendo esa, tal vez para algunos, presuntuosa sensación de añoranza. Porque disfrutaba el enojarme, el emocionarme y el llorar solo en esa privada y al mismo tiempo compartida habitación oscura. Es la forma perfecta de pasar tiempo solo junto a otros.
Pero este dilema excede por mucho la mera nostalgia cuando lo entendemos también como una cuestión económica. ¿Qué ocurre con las películas que simplemente no llegan a estas empresas o que no están disponibles de forma global? Nomadland, película que este año ganó tres Oscar –incluyendo Mejor Película y Mejor Directora– aún no forma parte de ninguna megaplataforma y, por el cierre de los cines en gran parte del mundo, ese amplio espectro de fanáticos que no posee un reproductor de Blu-Ray (donde yo me encuentro) ni conoce las maravillas del ilegal mundo pirata (donde mis padres se encuentran) simplemente no pudo ni la podrá ver en un futuro cercano.
El problema vuelve y vuelve a estas verdaderas empresas de entretenimiento. La gran mayoría de quienes han contratado una de estas plataforma de streaming se han visto en la angustiosa posición de no saber qué poner. ¿Cómo lo solucionó Netflix? Integrando el botón “Reproducir algo” dándole play a lo que el algoritmo cree que te gustará. Mismo algoritmo que clasifica a Parasite en la categoría de comedias. Otro ejemplo. Aparentemente los 20 segundos de introducción en las series son demasiado tiempo perdido, por lo que diseñaron el botón “Omitir intro”. Ahora está disponible para saltar la escena inicial de Django sin cadenas, secuencia que literalmente nos presenta al personaje principal.
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El tema de la sala de cine se está perdiendo, me podrán decir. Al contrario. De hecho mi problema se acerca más al espacio y a la forma de ver que al producto audiovisual en sí. Son estas pequeñas decisiones corporativas –las que muy probablemente fueron tomadas por un grupo de sujetos parecidos a nuestros ingenieros comerciales– las que me hacen querer volver aún con más ganas a las salas de cine.