El problema de Valparaíso
Es difícil exagerar la gravedad de lo que está ocurriendo en Valparaíso. De hecho, usted puede agarrar alguna foto de la misma ciudad tomada en el siglo pasado, compararla con una del presente y sabría que no es exageración afirmar que la ciudad está pasando por una severa crisis. Sabría que no es exagerado afirmarlo, cuando transite por las avenidas Pedro Montt, Condell, Uruguay, barrio puerto o mire a los cerros y vea los inflamables eucaliptus crecer junto a los campamentos de fonolita, en el mismo terreno donde hace poco ocurriera un incendio de proporciones bíblicas.
No sería para nada exagerado. Es más, ese ejercicio de comparar las fotos del Valparaíso del siglo XX con las del presente podría hacerlo con algún turista o joven foráneo (de esos que llegaron a conocer la ciudad en sus recientes años de estudiantes universitarios). De seguro, el turista le preguntaría si acaso la ciudad recibió el ataque de alguna tropa enemiga. Lo más probable es que al joven universitario le importaría poco la comparación; al fin y al cabo, para él la ciudad es un lugar de paso: un laboratorio de ciencias sociales o escenario teatral donde ensayar obras de la guerra civil española. Lo cierto es que hoy la ciudad se ha transformado en una especie de pueblo fantasma donde sobreviven, a duras penas, tiendas chinas, chumbeques, una que otra oficina de servicios y un borde costero con gran parte de sus espacios en desuso. De aquella joya del pacífico donde floreciera la globalización y las mejores noches de bohemia del continente sólo quedan libros, cuadros y un diploma de la Unesco.
Es complejo referirse, en estos días de campaña política, sobre la situación de Valparaíso, pues inmediatamente el debate se traslada a las pasadas de cuentas entre los bandos que se disputan el poder. Y esto es un problema tremendo, pues la ciudad se debate entre un grupo de personajes que, ingenua o torpemente, piensan que pueden solucionar la crisis con una lista de ofertones de corto plazo o discursos moralinos. Por un lado, aparecen los herederos de la vieja política, la del fallecido ex alcalde Hernán Pinto, aquel personaje que fue capaz, a punta de carisma, de constituir una especie de partido transversal donde cabían derechas, centros e izquierdas. Pinto fue una especie de Perón de los cerros y, al igual que el general argentino, dejó incrustado un estilo populista y mañoso. Por otro lado, está el actual alcalde, un representante de la nueva política que, también a punta de carisma, ha sido capaz de constituir un partido incoloro donde sólo aparece estampado su rostro y apellido. Sin embargo, sería injusto endosarles a los alcaldes la culpa por el deterioro actual de la ciudad. Sabido es que los jefes comunales tienen atribuciones de aseo, ornato, tribuna en matinales y escasos recursos para reactivar a un coloso como Valparaíso. A lo más, uno podría darse el gustito de hacer bullyng a esos alcaldes que, de manera fanfarrona, se creyeron Obama gobernando Estados Unidos.
Lo cierto es que la comuna de Valparaíso hoy está padeciendo las consecuencias de un modelo de desarrollo país, centralista y con escasa mirada de largo plazo. Desde Aylwin a la era Caburgua (Bachelet-Piñera), nunca se planificó a Valparaíso en conjunto con la Región Metropolitana. Para cualquier país OCDE, ambas regiones pasarían a estar planificadas como una megalópolis con vista a Shangai (Valparaíso y San Antonio poseen la ruta más corta –22 días– de traslados hacia China del continente). Sin embargo, en los últimos 15 años, Valparaíso ha mirado con cara de niño pobre cómo la capital ha ido inaugurando nuevas líneas del metro, autopistas y hasta refundando su transporte público. Mientras, acá, nos hemos tenido que conformar con la cruel promesa de un tren rápido a Santiago y una vía férrea a Mendoza.
El ocaso de Valparaíso devela lo mediocre que han sido los gobiernos del Chile post Pinochet en su proyección al Asia Pacífico. Lagos fue el único que intentó algo (las últimas grandes obras hechas en Valparaíso ocurrieron en su periodo), pero luego Bachelet cambió el modelo, por un mall de medio pelo (mall Barón) y un pésimo proyecto de expansión portuaria (T2). Un amigo con experiencia en logística de puertos decía no entender cómo una ciudad-puerto, desde donde se podría conectar en tan sólo 22 días la carga de toda América Latina con China, se encontraba en este estado de ruina. Atiné a responderle con una bravuconada chovinista, a lo porteño, de esas que, a punta de grito y choreza, dan a entender que nos gusta vivir así y al que no le parezca se puede largar a otro lugar. Pero luego recapacité, mirando a los cerros y entendí que existe algo más nocivo y peligroso que los malos políticos: la romantización de la pobreza.
Porque lo que se observa en Valparaíso de parte de quienes bailan en los balcones al ritmo (burgués o revolucionario) de la miseria ajena, no es propiamente crueldad ni soberbia. Es algo mil veces peor, un virus porfiado contra el cual hasta ahora no se ha descubierto vacuna: la simple tontería, esa forma de irrealidad a que conducen las ideas cuando alisadas y simplificadas, y aplaudidas por adolescentes, y refrendadas por intelectuales que nunca pagan la cuenta de lo que dicen, llegan a la boca de un líder suficientemente narciso e ignorante, capaz de orientar su quehacer y de repetirlas sin maldad ninguna, con la tranquila seguridad e inocencia de quien no sabe lo que dice.