Machetes en el pavimento: La historia del malabarista abatido por Carabineros en Panguipulli
Desde hace cuatro años deambula por Panguipulli. Solo lleva consigo una mochila, una carpa y unos machetes sin filo. Siempre escoltado por dos perros que lo acompañan a todos lados. No tiene celular, ni redes sociales ni cédula de identidad. Solo camina. Aunque ha pasado frío y hambre, el desapego de la vida material le parece más importante que cualquier apetito mundano. Así lo definen familiares y quienes lo conocen de cerca.
Dicen que siempre va y viene, una y otra vez. Que su figura descalza, paseando por la orilla del lago, ya es un clásico en la zona. Y que esa manera de vivir es, en el fondo, una declaración de principios. No pide nada más y tampoco acepta menos. Así es su vida y eso fue lo que escogió.
Ahora se dirige hacia el centro del pueblo. Está a punto de iniciar sus malabares con machetes para ganarse unos cuantos pesos y seguir sobreviviendo. La luz está en rojo, hace un reverencia hacia ese improvisado público que lo observa y da comienzo a su hazaña. Lanza sus alargados machetes hacia el cielo, para luego recibirlos por el mango con precisión milimétrica. Intenta con tres machetes al mismo tiempo. Pareciera que se le resbalaran de las manos, pero esa circense seguridad tranquiliza a quienes lo miran. Le quedan pocos segundos para finalizar su acto. Lo hace. Recolecta un par de monedas desde las ventanillas de los vehículos, y se va para repetir la rutina en el próximo semáforo.
Su nombre era Francisco Martínez Romero (27), y hace siete días murió producto de disparos efectuados por Carabineros. La escena de él cayendo abatido ante la mirada atónita de los transeúntes, aún repercute en la memoria de su familia. Todavía les inquieta y duele. Tratan de olvidarlo pero no pueden.
Un control de identidad les arrebató al “Pancho” de un segundo a otro.
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Bajo un extenso parrón cargado con abundantes racimos de uvas verdes, está Rocío Caviedes, intentando retomar su vida a días del asesinato de su hermano menor, a quien crió desde muy pequeño. Conversa y esboza sonrisas, pero a ratos guarda silencio. Solo ese pequeño oasis en medio de la población, le devuelve algo de tranquilidad.
-Es importante que sepan quién realmente era Francisco, se han dicho muchas cosas de él que no son ciertas-, afirma Rocío al iniciar su relato.
Francisco Andrés Martínez Romero nació el siete de agosto de 1993. A pesar de llevar el apellido de su padre, éste fue una figura ausente durante toda su vida. Vivió su infancia y adolescencia en los departamentos sociales de la población Bajos de Mena, los que con estrechos 42 metros cuadrados albergó a la familia Romero. Rocío confiesa que el Pancho, como lo llamaban de cariño, tuvo una infancia feliz, creciendo entre partidos de fútbol y fogones en los potreros del sector con una papa asada en las manos.
Cuando cumplió seis años, debió enfrentar un quiebre que lo marcó de por vida: La partida de su madre a Estados Unidos en busca de mejores oportunidades. Trató de comprender la razón de ese viaje sin retorno, mientras que Rocío asumía la compleja responsabilidad de llenar el vacío que dejó la ausencia de su madre en Francisco.
Sus hermanas aún atesoran algunos recuerdos de la infancia de Francisco: mejillas coloradas y abundantes, cabello castaño ondulado, camisa a cuadros rojiza, esperando ansioso un trozo de pastel para después ir a jugar con sus amigos entre los escalones del block.
Su fiel compañero de travesuras, Luciano Alvear, lo recuerda inquieto, aventurero y muy buen amigo, al punto de escaparse juntos al río El Manzano, sin previo aviso, con sus mochilas cargadas de panes con mortadela y jugos en polvo.
-Cuando teníamos ocho años, andábamos en Casas Viejas comprando carne molida y al cruzar la calle al Pancho lo atropelló un colectivo. Me puse a recoger las monedas que quedaron tiradas en el suelo, me fui corriendo a avisarle a la hermana mayor del Pancho que lo habían atropellado y no me creyeron, hasta que el Pancho volvió y al final tuvo yeso en las dos piernas (...) Y a los 12 años nos arrancamos al Cajón del Maipo sin decirle a nadie, después andaban todos buscándonos-, recuerda Luciano entre risas.
Durante su adolescencia comenzó a mostrar interés por el parkour y la artesanía, fabricando figuras de animales con lo primero que encontraba (plásticos o alambres). Su interés por continuar con sus estudios solo duró hasta octavo básico, cuando desertó del colegio para dedicarse al malabarismo y seguir fabricando artesanías.
A los 18 años, fue la primera vez que el Pancho tomó su mochila con algo de ropa, y empezó a recorrer el país haciendo dedo o viajando con el dinero que obtenía de sus manualidades o del malabarismo en los semáforos. Su espíritu de aventura y desapego material siempre fueron más fuertes.
-Él se sentía ahogado viviendo en un solo lugar. Le gustaba la naturaleza, sentir el suelo descalzo, no le gustaba lo material. Incluso, cuando le traía zapatillas, él las regalaba. No ocupaba celular ni redes sociales. Tampoco le gustaban las fotos. Se preocupaba más del resto que de él mismo. No le gustaba sentir que era una carga. Él a todos le quería enseñar a hacer malabarismo-, relata Rocío, mientras le avisan que su madre la está llamando por teléfono desde Estados Unidos.
A los pocos meses de iniciada su aventura, recorrió Perú, Ecuador y Bolivia. Su hermana mayor, Lisette Torres, confiesa que Francisco desapareció durante cuatro años, pero asegura que siempre tuvo la corazonada de que se encontraba sano y salvo.
Sin embargo, en su viaje a la Amazonia boliviana en el año 2012, sufrió un accidente. Mientras dormía en la selva, fue atacado por hormigas venenosas, siendo socorrido y atendido por una curandera indígena del lugar, quien lo estabilizó y llevó a un hospital de la zona. Debido a su pronta recuperación, siguió su ruta por Latinoamérica.
El 16 de abril del 2016, la tierra ecuatoriana se sacudió con una magnitud de 7,8 en la escala Richter, y Francisco Martínez estuvo ahí. Trató de ayudar a los damnificados y a los heridos por el colapso de las construcciones. Hizo lo que más pudo, pero sintió la necesidad de reencontrarse con su familia. Regresó al país, pero cargando a cuestas un diagnóstico psiquiátrico que lo tomó por sorpresa.
-En Ecuador es en donde le detectaron la esquizofrenia, por delirios persistentes. Supuestamente, había un papel médico de allá con el diagnóstico, pero no sabemos. Dicen que se da en la preadolescencia pero él nunca tuvo actitudes agresivas (...) Pero desde su viaje en Bolivia cuando fue atacado por las hormigas, él venía extraño. Decía cosas raras. Una se daba cuenta-, explica Rocío ante la mirada atenta de su hermana Lisette.
Francisco no tenía problema de conversar sobre su enfermedad, confesando que no se medicaba para controlarla. Fue durante sus viajes en donde perfeccionó su rutina de malabares, especialmente con los machetes sin filo de utilería, los que lo acompañaron en cada trayecto y esquina, para recaudar algo de dinero y así continuar su estilo de vida ambulante.
Pero, para Luciano, el “mochileo” de Francisco tenía un propósito más allá de desprenderse de una vida material, o de estar conectado con la tierra como él comentó en diversas oportunidades. A través de su viaje creía que de alguna u otra forma volvería a reencontrarse con su madre en Estados Unidos. Su sueño era pisar suelo norteamericano, y recuperar nuevamente el cariño de una madre.
Ese reencuentro, jamás se concretó.
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Al regresar a Bajos de Mena, compartió con sus seres queridos y se puso al tanto de la vida de cada uno. Al cabo de un tiempo se dio cuenta que quería ser libre una vez más; así que tomó su carpa, mochila, machetes y viajó hasta Panguipulli. Es en ese pueblo donde Francisco se asentó con su “ruquita” (como denominaba a su carpa), durante cuatro años. Lisette asegura que se enamoró del lugar apenas lo vio.
A veces se le veía acampando al lado de un supermercado, o en el sector norte de la playa del lago Panguipulli. También, era visto haciendo sus actos de malabarismo en diversas intersecciones de la comuna y vendiendo su artesanía a los turistas en temporada de verano. De este modo lograba subsistir.
“Francisco trabajaba con su artesanía afuera de mi ex casa, luego trabajaba como malabarista en distintos semáforos. Una vez apoyando el paro de profesores tocamos con Kütral Mapu y él nos escuchó y me pidió que le enseñara a leer música, siempre cuando lo veía me decía regálame un libro para aprender (...) Claro no tenía una casa, él vivía en su carpa con sus perros, tal vez no tenía educación y mucho menos dinero, pero tenía muchísimas ganas de que no le regalara dinero sino un libro para aprender”, se lee en la publicación de Facebook de Salvador Pradenas, vecino de Panguipulli.
Rocío explica que a través de una amiga de la familia que vivía en la zona, se enteraban de cómo estaba el Pancho, ya que era la única manera de saber de él. Ella les contaba las veces que lo veía y si estaba bien. O cuando llegaba de sorpresa a la población a visitarla.
En octubre del 2020, Francisco viajó repentinamente a Santiago, después de enterarse de que su sobrino Anthony (16), con quien mantenía una estrecha relación, había sido lanzado al Río Mapocho desde el puente Pío Nono por Sebastián Zamora, sufriendo diversas lesiones de gravedad.
-Cuando pasó, llegó. Siempre ha estado. Iba y venía. Desde que nació estuvo al lado de Anthony. Quería demasiado a mis hijos, éramos cercanos-, afirma Daisy Alvear.
La última vez que lo vieron, fue el nueve de enero, luego del funeral de su abuela, quien falleció de cáncer dos días antes. Llegó de manera silenciosa al departamento de Rocío, y cocinó papas fritas a los más pequeños de la familia. Estuvo un par de horas, y se marchó.
-Pensé que iba a volver, pero no fue así-, sostiene Rocío.
Ese es el último recuerdo que tienen de Francisco.
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Al igual que los veranos anteriores, Francisco trabajaba en los distintos semáforos de Panguipulli para iniciar su rutina de malabares con machetes, aprovechando la presencia de turistas en la zona.
El viernes cinco de febrero no fue la excepción. A las tres de la tarde, en la esquina de Martínez de Rozas y Pedro de Valdivia, estaba Francisco aprovechando cada luz roja. Los machetes de utilería sin filo, se elevaron una y otra vez, ante la mirada ansiosa de los automovilistas. Minutos después, el sargento Juan González Iturriaga, y los cabos Cristián Moraga y Jocelyn Carvajal, estaban transitando en el centro de la comuna, hasta que se encontraron con Francisco Martínez, quien estaba en la vereda con sus machetes en cada mano. Al pedirle su carnet de identidad y recibir una negativa por respuesta, puesto que no contaba con el documento, pese a que la recomendación para personas en situación de calle del Ministerio de Desarrollo Social era precisamente tener una consideración especial con ellas.
Segundos después, el sargento González efectuó el primer disparo. Luego vinieron cinco más, siendo el sexto el que le ocasionó la muerte al joven de 27 años, según antecedentes presentados durante la formalización del funcionario policial.
“Le dispara en un pie, después le dispara en el otro pie, y en el pecho. Tiene un disparo en el pecho, con salida de proyectil. Carabineros se subieron a la cuca y arrancaron, salieron corriendo (...) lo arrastramos hasta la botillería y traté de reanimarlo todo lo que podía, con todas mis fuerzas, hasta que llegó el SAMU. En el último control de su pulso yo ya sabía que estaba fallecido. Cuando llegó el SAMU ya no había nada que hacer. Carabineros ni siquiera cortó el tránsito de los vehículos”, relató Natalia Peralta, técnico en enfermería, a través de un audio que se viralizó en redes sociales.
En su certificado de defunción se detalla que la hora de su muerte fue a las 15:30 horas, con causa de herida penetrante cardiaca por proyectil balístico y herida múltiples por arma de fuego. Según su tía materna, Roxana Romero, a Francisco no le gustaba poseer un carnet de identidad, pese a la insistencia de sus familiares respecto a futuros viajes. Siempre se negaba a la propuesta, pues no quería “ser uno más en el sistema”.
Pero, antes de aquel control de identidad, fue detenido en dos ocasiones previas: en mayo del 2019 por porte de armas cortopunzantes (sus machetes). Caso que no prosperó debido a que los hechos no fueron considerados constitutivos de delitos, pues se trataría de productos más bien de utilería. Y otra en diciembre del 2020 por incumplir las normas sanitarias al transitar en la vía pública sin mascarilla.
Los primeros instantes en los que Rocío se enteró de lo que había pasado en Panguipulli, sintió angustia e incertidumbre, porque no sabía si Francisco estaba vivo o muerto. Desde Santiago, intentó comunicarse con Carabineros y centros de salud, pero nada.
Lisette y Rocío trataron de obtener alguna información en cada llamada que realizaron, pero cada esfuerzo parecía ser en vano. El rato pasaba, y la idea de que Pancho estaba muerto tomaba fuerza.
-Una conocida de Panguipulli me llama y me dice que al Pancho lo mataron. Es muy fuerte porque hay vídeos y en la manera en que lo mataron, es terrible. Cuando vi el primer video me di cuenta que él intentó escapar pero lo terminaron rematando y cuando vi el otro vídeo me dio más pena, porque veo que él se esconde, se protege para que no le sigan disparando. Hubo una intención de no morir-, relata Rocío.
Esa misma noche, los edificios públicos de Panguipulli ardieron.
El domingo siete de febrero, entre bombas lacrimógenas y contingente de Fuerzas Especiales se realizó su velorio en la población Bajos de Mena, para ser sepultado al día siguiente en el Cementerio Lo Prado de Puente Alto, en donde también yacen Mauricio Fredes y Cristián Valdebenito, víctimas de la Revuelta Social.
Ese mismo día por la mañana se llevó a cabo la formalización del sargento Juan González por el homicidio simple de Francisco Martínez Romero, quedando bajo la medida cautelar de arresto domiciliario, pero dos días después, la Corte de Apelaciones de Valdivia acogió la solicitud de la defensa de González y aminoró la medida a firma quincenal y arraigo nacional.
-Sentimos rabia e impotencia, sabíamos que la justicia era mala, pero no tan mala. No mataron a un animal, mataron a una persona, que tenía una familia que lo esperaba, lo quería y se preocupaba de él. Nadie tiene el derecho de quitarle la vida a una persona. No fue legítima defensa- confiesa Rocío.
Luego respira hondo y remata: “al Pancho lo asesinaron”.