EDITORIAL| Convención Constituyente para comenzar a escribir e imaginar un nuevo Chile

EDITORIAL| Convención Constituyente para comenzar a escribir e imaginar un nuevo Chile

Por: Gonzalo Badal, Director de El Desconcierto | 22.10.2020
La sociedad chilena se encuentra en un punto de quiebre. Hemos comenzado a vivir probablemente el trance epocál más abismal y potente de nuestra historia reciente: el cambio del antiguo orden social -amarrado y heredado de la dictadura que se consume a si mismo en el intento de conservar una democracia a la medida de los privilegios de unos pocos en desmedro de la mayoría-, hacia un nuevo orden, un fenómeno social en movimiento que necesariamente nos tiene que conducir a una democracia directa, abierta y expansiva que busque el bienestar de la sociedad en su conjunto.

El Cambio es la ley de la vida, es la fuerza natural que permite la evolución y transformación de las condiciones de existencia del cosmos, de la naturaleza y también de la sociedad humana. Desde la sabiduría antigua del libro del I Ching al materialismo dialéctico, desde la  historiografía moderna a las actuales claves astrológicas de energías planetarias, nos enseñan que los ciclos de la vida y la muerte son inevitables e independientes de la voluntad del ser humano. Hoy, en medio de profundas crisis sistémicas a nivel mundial, pandemia y emergencia climática incluidas, la energía de la vida late en su mayor intensidad en el corazón de la muerte. El colapso de viejas formas y estructuras son necesarias para el surgimiento de brotes verdes de lo nuevo.

En Chile, el tsunami de conciencia que generó el estallido social hace un año abrió las condiciones para el salto y mutación hacia nuevas formas y estadios de organización de nuestra sociedad. Formas colaborativas de organizarnos que permitan superar nuestra condición de cuerpos mercantilizados -regidos por el individualismo, la competencia y la ilusión del consumo-, para crear un nuevo contrato social inspirado en la confianza, el diálogo y la esperanza de un buen vivir para todos.

La promesa neoliberal y su ideario de progreso y prosperidad que se instaló en el país en las últimas tres décadas está llegando a su fin y los pilares que la han sustentado se están cayendo a pedazos. Los niveles de degradación institucional y política que los chilenos y chilenas presencian consternados a diario son señales irrefutables de un sistema en abierta descomposición moral. El estallido de las cloacas a nivel mundial con el circo de personajes que van de los más abyectos o los más incompetentes también tiene su correlato en Chile. A la corrupción política de una serie de parlamentarios y autoridades de Estado en las últimas décadas, se suma un gobierno atrapado en el corazón de la tormenta, manipulando datos de la pandemia, intimidando a fiscales y, lo más grave, utilizando políticamente a las llamadas Fuerzas de Orden y Seguridad para mantener un modelo abusivo y acorde a sus intereses, vulnerando severamente los derechos humanos de la población. A este escenario se suma una oposición confundida entre los partidos del orden, sin liderazgos nítidos y menos aun con un proyecto transformador con mínimos programáticos, éticos y políticos en común.

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En este descampado institucional, la ciudadanía y un sinnúmero de organizaciones de la sociedad civil, aun dispersas y sin plena cohesión, parecen ser mucho más conscientes del importante rol que pueden tener en este ciclo fundamental de transformaciones. La votación de este domingo arrojará un diagnóstico de cuán despierta está la gente. Una clase media irritada con el modelo, endeudada, que ha visto fuertemente mermados sus ingresos y que está experimentando una creciente precarización de su vida dentro del neoliberalismo; una gran masa asalariada amarrada a su fuente laboral, desafectada de la política y que ha vivido en carne propia la desigualdad en todas sus expresiones, pero que ha comenzado a perder el miedo a la manipulación mediática y levantar su voz por dignidad; y finalmente, la emergencia de una multitud de jóvenes conscientes, diversos, que entienden el mundo más allá de la dicotomía derecha-izquierda, saben lo que quieren y su calidad de vida está ligada mucho más a su libertad y a soluciones sociales más horizontales y respetuosas de su entorno que a las promesas de una frustrada movilidad ascendente.

Con todo, la sensación de desasosiego e incertidumbre respecto de la fractura social, política y económica de vastos sectores de la población ha empezado a tornarse insostenible; de ahí el ambiente de frustración, rebelión y violencia frente una política institucional en el suelo y deslegitimada. La responsabilidad que implica asistir a votar al plebiscito este domingo 25 de octubre aprobando una Convención Constituyente que vuelva a darle legitimidad a la política, se yergue entonces como un hito histórico sin precedentes para iniciar este nuevo ciclo.

La inmensa mayoría de los chilenos y chilenas sabe que la dura realidad es que no volverán a su antigua normalidad, e intuyen que el proceso constituyente que se viene puede ser el germen de un cambio en sus futuras condiciones de vida. La nueva Constitución puede sentar las bases para un verdadero Estado Social que asegure la realización de los derechos en educación, salud y seguridad social de la población, entre otros focos fundamentales; y no como la actual, de carácter subsidiario, donde en materia de derechos sociales el Estado está obligado a asegurar las condiciones del mercado por sobre los derechos de las personas. El primer paso para caminar hacia este gran objetivo será la capacidad de la ciudadanía y los nuevos actores políticos de compartir una visión común de superación del neoliberalismo y actuar en convergencia. Un trabajo organizado y territorial con todas las fuerzas sociales -trabajadores, feministas, profesores, estudiantes, profesionales y empresarios independientes, pueblos originarios, mundo rural, intelectual y científico, entre muchos otros-, capaces de democratizar la política y de construir poder constituyente. Una fuerza propia que le de gobernabilidad a la ciudadanía desde su base social, en la realidad en la cual se mueve y vive a diario.

La tarea es compleja y nada fácil. Como una especie de rito de paso, se trata de iniciar un profundo cambio de perspectivas y formas de ver y participar de lo político tanto a nivel individual como colectivo. Despojarse de lo superfluo y dejar de ensoñar ese mundo feliz que proponía el capitalismo neoliberal con sus cantos de sirena y reconocerse en la propia integridad y capacidad discriminativa. Un cambio cultural en las prácticas cotidianas para asumirse y relacionarce con uno mismo desde la esencia e invulnerabilidad de cada ser. Atreverse a investigar la realidad y conocer las causas originales de los problemas que ocurren en nuestro entorno, tomar decisiones propias y delegar las decisiones colectivas sobre temas que importan en seres cercanos, creíbles, probos, de los cuales conozcamos su verdadera manera de pensar y construir bien común.

En este panorama, la Convención Constitucional debiera estar conformada por nuevos rostros y liderazgos, personas idóneas y sin conflictos de interés, capaces de recoger lo avanzado en los cabildos y múltiples instancias de participación nacidos luego del 18 de octubre del año pasado, de establecer un diálogo fértil de escucha y apertura dentro de las divergencias con las comunidades y territorios en donde están insertos; capaces de imprimir racionalidad y equilibrio a temas profundamente humanos que se tratarán en el nuevo texto junto a sus pares constituyentes. Por cierto, personas en las antípodas de aquellas autoridades y políticos que han usufructuado del poder por décadas y permitido que el abuso y la corrupción campeen en los gobiernos, el Congreso y un sinnúmero de instituciones públicas del país, y que hoy, sin siquiera sonrojarse, rasgan vestiduras de demócratas y buena gente.

Convención Constituyente sin trampas ni letra chica para una Constitución del Bien Común; el primer eslabón de un largo viaje de transformación que inicia la sociedad chilena del siglo 21 para comenzar a escribir e imaginar un nuevo país. Cambiar el rostro tosco, desesperanzado, discriminador y poco inteligente que predomina en el Chile actual, es regenerar los vínculos sociales destruidos por un capitalismo salvaje para acoger una nueva sociedad; una que incluya fraternalmente a todos y ponga la vida en el centro de su atención, el medioambiente, la soberanía de sus recursos naturales y la sostenibilidad de los territorios y comunidades que lo habitan. Un maravilloso desafío por el bienestar de la nación y un compromiso ineludible con las futuras generaciones.