La (ausente) “estrategia” del gobierno para enfrentar la pandemia
No se puede aspirar a controlar una pandemia como el Covid-19 sin contar con una estrategia clara y conocida por todos los actores involucrados, incluida la opinión pública. Pasados ya cuatro meses de haberse declarado la pandemia en nuestro país, el gobierno nunca ha transparentado su estrategia para enfrentarla. No hay un sólo documento donde se pueda acudir para conocerla, lo que no implica que no exista. A mediados de abril, el Consejo para la Transparencia, sin conseguir los efectos esperados, emitió una declaración pública (1) en la que señala que, “incluso más allá de las obligaciones que dicta la ley”, se “sugiere a los organismos públicos asumir una transparencia de carácter proactivo sobre las decisiones públicas que se adoptan para manejar la pandemia y de los fundamentos que se tuvieron a la vista para adoptarlas” (https://www.consejotransparencia.cl/declaracion-publica-cplt-la-transparencia-legitima-las-decisiones/). Entonces, para identificar la estrategia subyacente, es necesario inferirla a partir de las medidas adoptadas por el gobierno, las declaraciones realizadas por las autoridades respectivas, las opiniones de los expertos y, finalmente, por los resultados obtenidos.
La visión “hospitalocéntrica”
Si algo dejó claro el paso del ministro Mañalich, fue su énfasis por dotar a los hospitales públicos y clínicas privadas de camas UCI y, por tanto, de respiradores mecánicos, para poder atender a los pacientes que lo requirieran. En esta línea se concentraron buena parte de los esfuerzos del Ministerio de Salud durante los primeros meses, incluso llegando a exigir (por decreto) a las clínicas privadas duplicar su stock de camas críticas al 15 de junio.
María Paz Bertoglia, magíster en Epidemiología y Bioestadística, además de profesora asistente de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Chile, es enfática al señalar que “una pandemia como el Covid-19 no se detiene en los hospitales, con más camas críticas”. Los hospitales corresponden a la atención terciaria, por lo que es clave integrar a la atención secundaria, pero particularmente a la Atención Primaria de Salud (APS), a cualquier estrategia de contención de la pandemia, algo que recién se está iniciando.
La amplia cobertura de la APS atiende al 80% de la población en sus más de 2.500 establecimientos distribuidos a lo largo de todo el país. Es la puerta de acceso de la comunidad al sistema público de salud y su personal conoce a fondo la realidad sanitaria de sus territorios. Es por todo esto que la APS debió haberse considerado desde la partida como parte de la estrategia de contención del Covid-19. Se perdió una oportunidad, pues la APS podría haber sido un aporte relevante en tareas clave como: ampliar la capacidad de testeo PCR, el seguimiento y trazabilidad de los pacientes Covid, la gestión y derivación de pacientes a las residencias sanitarias, la derivación de pacientes a centros hospitalarios, etcétera.
A pesar de los anuncios realizados por el MINSAL, aún no llegan los recursos adicionales para poder realizar estas funciones y los equipos de atención primaria siguen trabajando abnegadamente, pero en condiciones de extrema escasez de insumos y recursos y sin una orientación clara de parte de las autoridades.
Del foco “hospitalocéntrico”, orientado a “sanar” enfermos Covid, y no a “prevenir” o “cortar” la cadena de transmisión del virus, se puede inferir que el elemento clave, aunque no explícito, que orientó la política sanitaria del gobierno fue dar por hecho que un alto porcentaje de la población se iba a contagiar y otro porcentaje menor iba a morir. Por tanto, lo importante era hacer más lenta la trasmisión del virus (“aplanar la curva de contagios”), de manera que durante el tiempo de duración de la pandemia se contara con la capacidad de camas UCI para atender a los pacientes más críticos. Entonces, más que una estrategia sanitaria, se podría decir que lo que se impuso fue dar por hecho inevitable el contagio progresivo.
A este respecto, Gonzalo Bacigalupe, magíster en Salud Pública y Global de la Universidad de Harvard e investigador del Centro de Investigación para la Gestión Integrada del Riesgo de Desastres (Cigiden), señaló: “Nunca el gobierno se ha comprometido a cortar la cadena de contagio”, que es lo básico en el tratamiento de cualquier pandemia. Algunos indicaron que, a través de este proceso de infección “natural”, se esperaba alcanzar una eventual inmunidad colectiva o “de rebaño” mientras no se contara con una vacuna que permitiera una solución definitiva del problema.
Falta de “estrategia política democrática”
Es un hecho que, a comienzos de la pandemia, el gobierno venía muy desgastado. El estallido social iniciado el 18 de octubre pasado lo había llevado a porcentajes históricamente bajos de aprobación y con el estandarte de la Constitución del 80 rendido y entregado por la derecha al resultado de un plebiscito. Pero era la etapa previa al plebiscito del 26 de abril lo que complicaba decisivamente las pretensiones del gobierno y la derecha. Se les aparecía marzo, un mes temible debido a la anunciada y segura reanudación de la movilización social. Es en este contexto que el 3 de marzo el ministro de Salud anuncia el primer caso comprobado de Covid-19 en Chile.
Cualquier gobierno, que se encontrara en una posición tan frágil, vería en la cruzada de la unidad nacional contra la pandemia una posibilidad de reposicionarse y retomar la iniciativa política. Piñera tuvo esa posibilidad. Contaba con la experiencia que ya estaban viviendo los países asiáticos y europeos y tenía una ventana de tiempo de más de 2 meses para haber hecho los aprendizajes necesarios. Si lo hubiese hecho bien, habría conseguido importantes dividendos políticos, se habrían salvado miles de vidas y todos le habrían tenido que reconocer los resultados. Pero lo hizo mal.
Pasados ya los cuatro primeros meses de la expansión del virus, podemos afirmar, como lo expresa María Paz Bertoglia, que “no ha existido una estrategia democrática para enfrentar la pandemia”. Las primeras intenciones de instalar mesas sociales y científicas que asesoraran al gobierno se diluyeron rápidamente. A pesar de solicitarse hasta el cansancio los datos e información básica para funcionar, ésta no era entregada por el gobierno. Pero lo peor es que no eran vinculantes. Se podía conversar, discutir e incluso llegar a acuerdos, pero en el punto de prensa del día siguiente el ministro Mañalich salía diciendo lo que se decidía en un estrecho círculo político, donde los únicos integrantes ciertos eran Piñera, Cristián Larroulet (el asesor clave del Presidente) y el propio Mañalich.
Para enfrentar adecuadamente la pandemia, sobre todo considerando los bajos niveles de legitimidad y confianza con los que contaba el gobierno, se necesitaba que las autoridades estuvieran dispuestas a dialogar y escucharan a distintos actores (técnicos, sociales y políticos, nacionales y locales, de gobierno y oposición), se dejaran asesorar y acogieran las recomendaciones de expertos de todas las corrientes. Esto no ocurrió así e incluso fueron algunos alcaldes afines al gobierno los primeros en manifestarse y tomar medidas como el cierre de las escuelas y liceos, antes de que el gobierno a través del Ministerio de Educación lo decretara. Por otra parte, la deriva autoritaria y castigadora, evidenciada a través de numerosos proyectos de ley, el establecimiento de estados de excepción, el retorno del toque de queda y de las Fuerzas Armadas a las calles, así como la mantención en prisión preventiva de más de 2.400 participantes del estallido social, vinieron a agravar las heridas aún abiertas de la revuelta de octubre.
Tema aparte ha sido el manejo comunicacional del gobierno, que ha venido a empeorar lo que ya era deficiente. Desde el triunfalismo inicial (del “Nos empezamos a preparar desde comienzos de enero”, pasando por el derrumbe del “castillo de naipes” expresado por Mañalich en su discurso de despedida, siguiendo ahora con “la leve mejoría” expresada por el nuevo ministro Paris en julio) podemos decir que al discurso del gobierno le ha faltado honestidad, transparencia, claridad y empatía. Y esto no es neutro en términos del impacto sobre la pandemia, pues toda señal que disminuya artificialmente la sensación de riesgo hace que las personas relajen sus estándares de autocuidado. Asimismo, si los mensajes no dan confianza, ni comunican herramientas de apoyo a la gente, generan frustración y la sensación de que el Estado falta una vez más a su deber de garantizar derechos, en este caso a la salud, dejándolos solos y abandonados.
Esta falta de “estrategia democrática” para enfrentar la pandemia responde en parte a la reiterada visión economicista, tecnocrática e ideologizada del gobierno.
Luego de los meses en que se desplegó el estallido social, hubo una fuerte caída en las ventas e inversión de muchos sectores económicos, terminando el año 2019 con un pobre crecimiento de 1,1% del PIB. Si a esto se agregaba el plebiscito convocado para abril, la incertidumbre y expectativas empresariales no eran las mejores en marzo de este 2020. En ese contexto, la pandemia ofrecía una oportunidad política al permitir apelar a la debilitada unidad nacional para enfrentarla. Pero también constituía una amenaza, si su expansión provocaba masivas pérdidas de vidas, obligando a parar la actividad económica, generando tanto pérdidas de empleos como de utilidades y obligando al gobierno a aumentar el gasto público para financiar subsidios y prestaciones dirigidas a los sectores más pobres de la población. En definitiva, la ausencia de una estrategia sanitaria y política con visión sistémica, dispuesta con claridad a priorizar la vida de la población por sobre los intereses económicos (y por tanto a hacer las pérdidas económicas que se necesitaran para cumplir con su objetivo), terminó provocando la tormenta perfecta, en la que están ocurriendo simultáneamente todos los malos presagios.
Haciendo el mejor esfuerzo de optimismo, podríamos esperar del gobierno la adopción de medidas urgentes orientadas a prevenir y salvar vidas, así como a aliviar la pesada carga económica, sicológica y sanitaria, que está sobrellevando la gran mayoría de la población. De lo contrario, una nueva versión del estallido se proyecta casi inevitable. Y puede que ya sea tarde.