Pandemia y fractura ética

Pandemia y fractura ética

Por: Adolfo Estrella | 19.06.2020
El Chile de la Revuelta y de la pandemia se muestra como una sociedad fracturada éticamente, dominada por la moral de la impunidad y del desparpajo. Nos acercamos a la desaparición de una ética mínima, imprescindible para la convivencia.

Un evento catastrófico, como una pandemia, además de las tensiones económicas, políticas y sociales que lo acompañan, produce tensiones éticas. O, más bien, pone en evidencia que siempre hay, detrás de estos eventos, tiranteces morales, es decir, discrepancias acerca de lo que se debe considerar bueno o malo para una determinada comunidad humana. En el curso de estos acontecimientos nuestras conductas, implícita o explícitamente, rebelan sus fundamentos morales, esto es, la base de valores y principios que los sostienen. Y eso es bueno porque clarifican las diferencias y distancias entre “nosotros” y los “otros”, evitando que falsos consensos, tranquilizadores y “buenistas”, oculten evidentes diferencias de visión y valoración del mundo.

Lejos de ser un compilado de prescripciones de conductas, de un código moral, la ética es una práctica de reflexión individual y colectiva sobre la vida buena, es decir, sobre la vida digna de ser vivida. La ética es una cuestión de opciones. Supone libertad de elección y está asentada sobre las llamadas “capacidades éticas”, a saber: la capacidad de prever las consecuencias de las propias acciones; la capacidad de hacer juicios de valor; la capacidad de elegir entre modos alternativos de conducta.

La ética es una brújula que tiene por objetivo orientarnos “en el confuso y agitado mar de la vida y, si el homínido se convierte en homo sapiens, no le queda más remedio que convertirse en homo ethicus. Es decir, no le queda más remedio que diseñar un mundo habitable". Pero “con frecuencia elegimos mal. Se dice que hemos inventado la música de cámara, pero también la cámara de gas” (José Ramón Ayllón). Esto significa que hay una ética de la música de cámara y una ética de la cámara de gas. El problema es que ambas pueden converger en un mismo individuo y en una misma comunidad. La ética en sí misma no nos salva ni del error ni del horror.

El Chile de hoy, el de la Revuelta y de la pandemia, un país vulnerado (y no “vulnerable”), se muestra como una sociedad fracturada éticamente, dominada por la moral de la impunidad y del desparpajo. Nos acercamos a la desaparición de una ética mínima, imprescindible para la convivencia, es decir, para vivir juntos. Nuestros comportamientos y juicios morales no coinciden, nuestro campo ético está roto: “no somos de los nuestros”. “Cohesión social” o “todos los chilenos” o “proyecto-país” no son más que expresiones retóricas que resbalan sobre la superficie viscosa del vandalismo moral de los poderosos de todos lados que quieren hacer valer sus intereses particulares como intereses generales. Diálogos y acuerdos políticos son imposibles entre actores con poder desigual y donde nadie representa a nadie después del canibalismo institucional de las últimas décadas.

Durante el curso de la pandemia y antes, para la Revuelta de Octubre, nuestras distancias éticas se han hecho infranqueables. La mayoría no aceptamos ni la represión masiva ni la corrupción policial, ni los mutilados ni el militarismo, ni las manipulaciones informativas ni la miseria periodística, ni el malabarismo de datos, ni la arrogancia ni la desvergüenza de la política-espectáculo, ni el asistencialismo indigno ni los acuerdos tras bambalinas… Las minorías con poder niegan sistemáticamente estos reclamos éticos. Justifican a los represores, apoyan a los ineptos, callan ante los abusos, escabullen responsabilidades, avasallan, otra vez más, a los desposeídos.

Durante la pandemia, en medio del destierro interior, nuestro mundo común se ha hecho más hostil para muchos. En el ejercicio de sus capacidades éticas, quienes tienen el poder de mando han elegido comportamientos que han significado dolor, inseguridad, precariedad y muerte. Han elegido actuar de acuerdo a los intereses de la minoría encubriéndolos como intereses de la mayoría. Han elegido mentir a decir la verdad, han elegido el daño sobre el cuidado. Han elegido ser inmorales.

Desde nuestra intemperie y vida dañada, los mayoritarios vamos a necesitar un buen montón de fuerzas para diseñar y organizar un mundo éticamente habitable en medio de la barbarie que anuncia, en plazos cortos, la gestión enloquecida de la pandemia. Pero no una ética suave, condescendiente, eufemística o blandengue, sino una ética fuerte, crítica ante los tranquilizadores “nosotros” propios de los buenismos soporíferos y warnkenianos que abundan. Una ética arriesgada, de la vida buena, para organizar la intolerancia frente a los intolerantes, para resguardar la naturaleza frente a los mercaderes, para sostener la indignación frente a los abusadores, para defender la libertad frente a los autoritarios, para reivindicar la razón frente a los insensatos. Una ética para la defensa de la autonomía personal y, al mismo tiempo, de todas las solidaridades colectivas y comunes posibles. Una ética defensiva, de guerrilla, frente a la ética ofensiva, de guerra, que nos quieren imponer los mismos de siempre. Una ética de la música de cámara frente a la ética de la cámara de gas. En fin, una necesaria ética de insumisión para vivir con dignidad.