Pandemia en el Alto Biobío: Un genocidio/epistemicido
La pandemia ha desnudado las deficiencias estructurales del Estado chileno, dejando al descubierto la precariedad laboral, la falta de conectividad y de médicos e insumos en el sistema público, por nombrar solo algunas dimensiones.
Hoy me interesa destacar una más, la de los pueblos indígenas, y fundamentalmente la del pueblo Pehuenche del Alto Biobío, cuyo territorio ha estado en permanente disputa con empresas hidroeléctricas y forestales.
Alto Biobío tiene una tasa de incidencia acumulada de COVID-19 de 1.815,5 por cada 100 mil habitantes, casi diez veces mayor a la de Concepción, siendo la segunda comuna más pobre del país, con un prevalencia de 39,7%, lo que redunda a su vez en viviendas sin redes de agua potable, ni alumbrado público.
Dicha tasa de incidencia, que señala la probabilidad de que un individuo perteneciente a la población de riesgo contraiga la enfermedad, acusa, por un lado, la falta de una política intercultural seria en salud, y por otro, más descarnadamente, la persistente política de exterminio del Estado de Chile hacia las primeras naciones, que se extiende desde sus albores hasta hoy.
La construcción de Chile como un Estado nacional, quiere decir que Chile ha levantado una institucionalidad pensada en la homogeneidad cultural, o sea, pensando que los habitantes de Chile tienen todos una misma lengua, las mismas costumbres y, hasta hace muy poco, una misma religión. Es la concepción de Estado heredada de la construcción castellana de la península ibérica: un Estado, una lengua, una religión.
Lo interesante de esa construcción, es que en ninguna parte del mundo las naciones y los estados han coincidido en sus orígenes, por el contrario, la idea de un Estado una nación ha sido siempre un ideologismo, una idea falsa, que ocupan las naciones dominantes para someter culturalmente a las naciones dominadas y borrar sus diferencias culturales para gobernarlas con mayor facilidad.
Ante esa idea de borrar las diferencias, para borrar las huellas de la dominación, es que por ejemplo en España se ha rebelado sistemáticamente Euskadi (el País Vasco) y en los años recientes ha tomado fuerza la causa catalana. En Chile, por nuestra parte, son fiel testimonio de resistencia los pueblos indígenas, Mapuche, Aymara y Rapa-Nui, por nombrar solo a algunos.
Cuando hablamos de políticas de salud, esto representa un problema importante, porque lo que hace el Estado-Nación es que opera en la realidad como si no hubiera diferencia, en una realidad donde la diferencia existe, se quiera o no. Como hemos afirmado insistentemente en el debate sobre la plurinacionalidad: las naciones están en la realidad, no se crean ni se destruyen por una ley.
El problema es que cuando la ley no reconoce la plurinacionalidad, el Estado queda ciego a las diferencias nacionales y culturales, por lo que sus políticas fracasan. Es lo que en un primer nivel de análisis podemos ver en el Alto Biobío hoy; en circunstancias que el pueblo Pehuenche conserva antiguas formas de producción y organización social, que hacen infructuosas las políticas sanitarias del Estado.
La visión del estado nación, es siempre una visión colonial. La respuesta del Estado es que la cultura Pehuenche debe cambiar, y no el Estado adaptar sus políticas. Es por esa incomprensión que se han puestos barreras sanitarias que dividen y aíslan comunidades, que interrumpen labores agrarias básicas y estratégicas para el pueblo Pehuenche y que se dan recomendaciones atendibles en contextos urbanos, mas no en contextos rurales de costumbres antiguas, de vida comunitaria, de casas sin piso y de una arquitectura incapaz de asegurar el aislamiento adecuado, a la usanza moderna occidental.
Hasta aquí, entonces, vemos cómo la lógica del estado nación choca con la plurinacionalidad que de hecho existe en Chile. Sin embargo, la actual situación del Alto Biobío no solo es atribuible a la miopía de la política pública, sino, además, a la desidia de un Estado que prefiere resguardar las lógicas del capital antes que las lógicas de la vida.
Si nos atrevemos a dejar los eufemismos de lado, no será difícil darse cuenta que desde la “pacificación” de La Araucanía, que no es otra cosa que la invasión de La Araucanía, el Estado de Chile ha mantenido una guerra de intensidad variable contra la población indígena que ahí habita; y tal como lo fue la viruela en tiempos de la conquista española, hoy el COVID-19 se ha convertido también en arma.
Boaventura de Sousa Santos, el filósofo de las Epistemología del Sur, acuñó el concepto de genocidio/espistemicidio, que puede ayudarnos a entender los riesgos de la indiferencia chilena contra el pueblo Pehuenche. Lo que nos dice de Sousa Santos, es que la conquista de un pueblo sobre otro, no implica solo la muerte y subyugación de una población, sino que además de su sistema de conocimiento. Cuando se acaba con el ser de una nación, se acaba también con su saber; y una forma de acabar con su ser, es acabar antes con su saber.
Es ahí donde el COVID-19 toma un ribete no solo de crisis sanitaria, sino de conflicto político. Sobre todo, si consideramos que la población de mayor riesgo es la gente anciana, que en el caso de la cultura Pehuenche, de fuerte tradición oral, son los sujetos portadores del saber más profundo.
Debemos atrevernos a plantear la pregunta: ¿será que el Estado chileno no solo actúa con ineficacia por su sesgo colonial, sino que ha puesto otros intereses por sobre la preservación del pueblo Pehuenche? Ante esta hipótesis es que hemos recurrido a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Lo que Chile no pudo con el Ejército, ni ha podido con su policía militarizada, lo podría lograr vía pandemia.
Si mueren los ancianos pehuenche, muere el saber pehuenche; si muere el saber pehuenche, muere el Pueblo Pehuenche. Si muere el pueblo Pehuenche, ganan las hidroeléctricas y las forestales. La ecuación parece sencilla, lucharemos para que su éxito no sea igual de fácil.