VOCES| Revuelta y pandemia: Nos están matando
Las frases escritas en los muros de octubre pasado nos alertaron sobre lo que sucedía en las comunas más pobres del país. Entre el asombro y el escándalo, los habitantes se enteraron de una realidad que habían ignorado en la medida que no los tocaba o no se presentaba frente a sus ojos. La mayoría, partiendo paradojalmente por el presidente y parlamentarios, se confesaron pillados por sorpresa, no esperaban tal cantidad de desesperación acumulada.
Con el paso de los días aparecieron frases por todas partes que verbalizaban las razones de esta revuelta. La gente escribió su día a día en rayados que se esparcieron por las ciudades. Fachadas de bancos, murallas de instituciones, el metro, las iglesias, los paraderos, cualquier poste o pedazo de muro se convirtió en papel en blanco. Lo primero que hizo la autoridad, apenas la pandemia nos encerró, fue limpiar y cubrir tanta palabra y dibujo que no hacía más que ensuciar la ciudad, no solo por una cuestión estética, sino más bien por borrar todo vestigio de esos días aciagos, donde la desigualdad social era recordada en cada esquina.
Volvimos a la limpieza urbana, los monumentos se lavaron y hasta el presidente aprovechó el aseo y se tomó una foto dominguera a los pies de su estatua, ahora sobria, sin pechugas a la vista ni jinetes indeseables. Volvió a ser su plaza, instaló su propia bandera. Pero quedaron en la memoria esas frases que ahora resultan proféticas. No solo cumplieron con mostrar las injusticias de una larga historia pasada, sino que predijeron el presente. Lo primero que recordamos y que fue motivo de infinitos titulares: Chile despertó. Aquella afirmación que puso nombre a una resignación mantenida en escabeche, pero que se avinagró por su propio peso y en dos palabras, fue titular del movimiento. Parecía dormida, silenciada por un virus, más no olvidada.
La fuerza de las frases fue subiendo de intensidad: Nos están matando, y muchos tragaron saliva mientras otros fruncían la cara porque estos cabros estaban exagerando. Ahora, en este mismo momento, hay comunas que tienen hambre, ciudadanxs que no están comiendo. No calcularon ¿No se dieron cuenta? Una tardía planificación, recursos atrasados que se pierden en una maraña burocrática mientras el vecindario clama con desesperación por ayuda. La frase fatídica se volvió real y podemos verla en la tele, en el matinal donde sus comentaristas espantados repiten una y otra vez que los entienden. Lo dicen desde el otro Chile, desde su lugar de confort distante, donde jamás han despertado una mañana sin tener que comer. Por eso después pasamos a comerciales como si nada y nos venden cuarentenas de lujo, con papás sonrientes que no golpean y mamás que sirven una mesa llena de comida.
La palabra Desigualdad se alzó como la clave a solucionar, las cifras la confirmaban, pero parece que de tanto hablar de ella, nos fuimos haciendo inmunes a su vasto significado. La tenemos tan incorporada que nos pueden vender la felicidad de quedarnos en casa, con espacios amplios y la familia unida, mientras unos kilómetros más allá los metros cuadrados hacinan conflictos y estómagos vacíos escuchando soluciones que no llegan.
Los empresarios vuelven a hacer de las suyas y se reparten utilidades mientras sus empleados dejan de recibir los sueldos. Nada ha cambiado, la indiferencia es la regla. Es cierto que este virus no discrimina los cuerpos, pero sí los territorios. No es lo mismo enfermarse y poder acudir a las opciones de clínicas que otorga una Isapre a llegar a la urgencia del hospital de la comuna, con cadáveres donde debiera haber pacientes y una espera que no corresponde a la gravedad, pero sí calza con la falta de camas libres. Esperar es el lema de la salud pública, es la condición normal de un día sin pandemia. Pensemos ahora con personal desbordado, ambulancias en fila sin poder dejar a los pacientes, mascarillas precarias, insumos restringidos, exámenes limitados. La realidad está frente a los ojos de todos, ya no es una frase, no es eslogan.
La desigualdad feroz apalea en lo que más duele a los cuerpos enfermos. El gobierno intenta tapar con un dedo el desborde y el abuso de años, corre y llama a la calma, también predica el miedo, nos hace responsables por no comportarnos de manera civilizada, no ser conscientes del otro; nos convencemos que la culpa es nuestra porque somos ignorante a las advertencias. Y por ahí recordamos otra frase de la revuelta: Educación pública de calidad, que hubiese incluido menos competencia y más sentido de comunidad, menos individualismo y más solidaridad, que no hubiese acumulado otra frase de las calles: Rabia, esa que vuelve temerario al que ya perdió todo.
Se alzan voces de sospechas ¿Nos estarán engañando una vez más? Nos suben y bajan las listas, los fallecidos permanecen casi siempre iguales, como si se hubiesen puesto de acuerdo para no molestar, para no incomodarnos con destinos fatales.
Colapsa la salud, médicos, enfermeros, personal técnico reclaman fuera de sus hospitales por las promesas de protección incumplidas, mientras el ministro por un lado no escucha ninguna disidencia, ni siquiera de los expertos, y jura soluciones, respiradores, abastecimiento, calce perfecto entre cama que se desocupa y enfermo nuevo.
¿Es posible que un sistema ya deteriorado se haya rejuvenecido en un par de meses? ¿No cabe al menos, la perplejidad? Entonces es incorrecto, es sedicioso, son anormales los que dudan, no contribuyen a una unión que exige silencio, que demanda cero crítica, que una vez más quiere que permanezcamos con la cabeza gacha, que olvidemos las frases: Piensa y Actúa de esos días fundamentales, donde la otra que decía No Hay Miedo perdura silenciosa pero palpitante.