CRÍTICA| Living Teatro: lo último de Rafael Gumucio, teatro inocuo para tiempos brutales
El contexto ha forzado el ingenio de los creadores escénicos. Mientras algunas salas, productoras y compañías ponen a disposición videos de registros de sus obras, documentales y entrevistas, otras intentan hacer teatro sin salir de casa, transmitiéndolo en vivo. Hace unas semanas una álgida discusión se desató en redes sociales, ¿puede considerarse teatro el proyecto de la productora The Cow Company, que funciona como una videoconferencia a través de la plataforma digital Zoom, llamado precisamente Living Teatro?
Hay un guión, un texto por supuesto y los artistas interpretan sus personajes frente a las cámaras de sus computadores, lo que se suprime es principal o únicamente el espacio físico de la sala. La escena es la pantalla, la escena se divide y multiplica. La sala es lo virtual. Seguimos presenciando una obra única en el sentido que cada función es irrepetible. Se mantiene el efímero en vivo. Y no hay filas preferenciales, ni el siempre odioso que no apaga su celular a pesar de las advertencias; nada de eso sucede. Los micrófonos y cámara del público están apagados y solo la enciende uno mismo si así lo desea, por ejemplo en el momento final de las preguntas, o en el ruidoso y extrañísimo turno de los aplausos. Esto más o menos es lo que el propio Gumucio nos avisa antes del inicio de la función, como si estuviese defendiendo el experimento, el soporte, la plataforma desde la que está haciendo teatro. Porque eso es lo que hace, una comedia, sí, sin más pretensiones que invitar a reír y desahogarnos. Pero por ahí no va la crítica.
La clase magistral, lo mismo que El laúd francés se pretenden obras políticas en tanto declaran invitar a una reflexión en torno a la realidad. Se supone que nos hablan de cómo son en esta época de videochats, nuestras relaciones laborales, estudiantiles y aún sociales, a través de Zoom o de Instagram. Hay una tercera pieza, El corazón de la fiesta, que reconozco no haber visto, pero que interpretan los mismos tres actores más Alvaro Espinoza, sobre los que descansa todo el peso y la responsabilidad de hacer pasar al espectador al menos un buen rato.
Los grandes actores y actrices suelen convertirse en intérpretes de sí mismos. Los papeles se avienen y adaptan a ellos. De Niro y Pacino son ejemplos palmarios o arquetípicos de lo que estoy diciendo. En ese mismo sentido, ya sabemos cómo es Luis Gnecco en su papel de personaje desagradable, de viejo facho, pituco, prepotente, cínico, medio depravado, ya sea como un profesor en La clase magistral o como un apoderado en El laúd francés. Y nos hace reír sin duda, como si lo estuviésemos viendo en aquel programa de la recién recuperada democracia, El Desjueves.
El anclaje con la realidad pasar por la teleeducación como contexto del relato, en ambas obras. Aunque es difícil pedir más versatilidad entre profesores, estudiantes y apoderados, Amparo Noguera lo intenta en dos personajes que siguen siendo indistinguibles una de otra, acaso porque para Gumucio las mujeres son seres impenetrables. Ni la decana y alguna vez amorcito del desagradable profesor que se configura en centro de acción, ni la madre loca y aspiracional que hace tocar el laúd francés a su hijo como síntoma patético del deseo de pertenencia a una alta cultura, siendo esta vez quien gatilla el conflicto; logran ser personajes femeninos que estén a las alturas de los tiempos vividos. Ya sea como cómplice pasiva o como directa figura del desequilibrio, su ambigüedad le impide alcanzar –pese al esfuerzo de la intérprete– un trazo caricaturesco firme que se acerque al del maqueteado Gnecco.
El triángulo escaleno lo completa el tercer actor a quien corresponde el rol de antagonista, es el joven, el provocador, el rebelde, el díscolo, Gabriel Urzúa. Al igual que con la mujer, el personaje sucumbe en su mero enunciamiento, tan indefinido y difuso como estudiante universitario que como apoderado joven y confrontacional. Y con esto cierro con un total aplauso para los actores y la actriz que igualmente logran nuestra complicidad y convocan nuestro sentido del humor. Sobre sus talentos y desempeños es que pesa el mérito.
Porque ¿qué aplaude el espectador? Recojo algunas palabras de las que se plantean directo a Gumucio antes del inicio de la función, así como a los actores al término, y aún por chat a todos mientras la obra sucede. Me remito a ellas. El público aplaude el humor. Lo identificados que nos sentimos con sus personajes, estresados en esta realidad, encerrados así como estamos, oye, qué atroz. Un público tan ABC1 como los alumnos del colegio privado caro de El laúd francés, y como los de la universidad privada de La clase magistral. Que es el mundo que conoce y al que pertenece Gumucio. Un mundo en el que el más roto es de Ñuñoa. Esta es una obra ideal para quienes nos reíamos de los pitucos con Coco Legrand y su caricatura de la clase media acomodada, de nuestra burguesía criolla.
¿Hasta cuándo nos vamos a reír con Gnecco diciendo que en mi época a los maricones les decíamos maricones sin tanto escándalo? Para alguien que dirije una oficina del humor con estatus académico, esto debiese ser un desafío. No hay ironía si quien ríe no la intelige como tal. La figura se queda llana en el grotesco deleznable. El problema es, o parece ser, que no se puede seguir haciendo ni comedia ni tragedia ni teatro como si nada hubiese pasado, como si no estuviésemos ya en otra época.
Es más. Un poeta me decía que vivimos tiempos tristes, para oscilar entre la desesperación exaltada y la depresión abúlica, porque dedicarse al arte hoy puede llegar a ser tan fútil, tan pueril, tan superfluo cuando oyes a gente pidiendo comida y la ves muriendo en los hospitales. Diría que aún todo el arte, en esta situación de crisis total y cambio de paradigma, debe pasar cual camello por el ojo de una aguja para poder entrar al reino de los cielos. Pero bueno, no le voy a pedir eso a The Cow Company, una empresa que se dedica a la venta de contenidos. No, tan weón no soy.