Postales de COVID-19 desde Nueva York: Lo extraño es ver la ciudad vacía

Postales de COVID-19 desde Nueva York: Lo extraño es ver la ciudad vacía

Por: Elisa Montesinos | 25.04.2020
Camino por este barrio donde conviven la gentrificación, la población racializada y bastante comercio. Las costuras siempre son notorias en Manhattan. Las casas en hilera, una tras otras, parecen uniformes, casi todas del mismo color, pero tras las cortinas se ven interiores muy distintos entre sí. Departamentos que cuestan una barbaridad conviven junto a departamentos cuya renta está controlada por el Estado de Nueva York para que la gente originaria del barrio pueda seguir viviendo. En una ventana, un cartel: Harlem sigue sonriendo. Por toda esta mixtura el virus circula, casi invisible. Llego a mi casa y veo una imagen de una mujer blanca sosteniendo un cartel: Mi cuerpo, mi decisión, Trump 2020. Otra persona blanca: Distanciamiento social = comunismo. Protestas a lo ancho y largo de Estados Unidos contra la cuarentena, contra el distanciamiento social. A favor de Trump. Son imágenes que no conectan entre sí.

Comienza un caceroleo. Chiflidos, aplausos, gritos. Son las siete en punto y miro hacia arriba: en los edificios, torsos humanos se asoman por las ventanas abiertas mientras golpean ollas vacías para agradecerle al personal médico por el trabajo que han estado haciendo durante la crisis de COVID-19. 

Estoy en una fila para entrar al supermercado. No es muy larga ni la espera ha sido mucha. El guardia, instalado en la puerta, nos mira y nos cuenta repetidas veces. Su rostro está cubierto con una mascarilla que tiene una X blanca recortada sobre un fondo negro. Unas personas atrás mío comienzan a reclamar: que ha salido mucha gente del supermercado y que nos están haciendo esperar innecesariamente. Pasa corriendo un tipo con una caja llena de aerosol desinfectante. Me río en complicidad con una persona de la fila porque parecía que se había robado todas esas latas de aerosol, oro líquido de estos tiempos. Ya volvió el jabón, volvió el pan, volvió incluso el papel higiénico. Pero no ha vuelto el desinfectante en aerosol a los supermercados. Me río y, sin embargo, todo este despliegue que ocurre en menos de cinco minutos tiene algo que me incomoda. El reclamo por entrar al supermercado, el hombre corriendo con latas y latas de aerosol me parecen postales del sálvese quien pueda estadounidense. La libertad parece comenzar en la entrada al supermercado. “Ha salido mucha gente”, insiste esta persona que reclama. Pero ahí dentro los trabajadores del supermercado, expuestos al tránsito ansioso de clientes, no pueden salir. 

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[caption id="attachment_362524" align="alignnone" width="3024"] ©Roberto Ibáñez[/caption]

Es viernes y recibo un mensaje de texto de un médico al que le doy clases particulares de español. Quiere practicar porque su esposa es venezolana y sus hijos hablan perfecto el idioma. Él es el único que se queda atrás, aunque no habla nada mal. Vivimos muy cerca, a un par de cuadras y por eso suele pedirme que le cuide la casa y los gatos cuando sale de Nueva York con su familia. Los dólares extra que me llegan nunca son mal recibidos. Su especialidad es en enfermedades infecciosas y trabaja en el Hospital Mount Sinai, frente al Central Park. Las lecciones que teníamos semanalmente ahora están en pausa por la contingencia. En los breves intercambios de mensajes que hemos tenido en este mes me cuenta que sus turnos son eternos y que la situación es muy desoladora. Pero en este nuevo mensaje me pide si puedo cuidarle la casa y los gatos durante una semana. 

Me quedo pensando mucho más tiempo de lo normal. ¿A dónde se va? Llega otro mensaje y me explica que se va donde están su esposa, que también es médica, y sus hijos, en Massachusetts. Sigo sin entender del todo, pero no quiero preguntar, no quiero ser imprudente. Solo hay una pregunta que no puedo dejar de hacer. “Has estado trabajando en un hospital lleno de contagiados, ¿es seguro que entre a tu casa?”, le escribo. Me cuenta que estuvo contagiado de COVID-19 hace tres semanas y que esta ha estado en una unidad de pacientes no contagiados. “My swab test is now negative”. Googleo swab test y encuentro que es un testeo de las secreciones nasales. Quisiera saber más pero no me atrevo a preguntarle, no quiero pedirle información que no necesito o que no quiero saber. 

Abro la puerta, Rhodes y Adler me miran y tienen hambre. Maúllan. 

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Hace un par de meses, cerca de mi departamento abrió una pastelería chilena, La Dulcería. Daniel, su dueño, quien está tras un mostrador y tras una mascarilla, me dice que la repostería le parece la rama más interesante de la gastronomía chilena. La más desarrollada, la más compleja. En la vitrina, brazos de reina, tortas, pan, pasteles de panqueque, alfajores de maicena, queques y manjar, manjar, manjar. Tiene una vista grande a la calle Frederick Douglass, uno de los corazones de Harlem. Le pregunto si ha visto algo extraño. Piensa un momento y me dice que lleva 18 años viviendo en Nueva York y que uno se acostumbra a ver de todo: que lo extraño es ver la ciudad vacía. Le pido una marraqueta y una torta de manjar y chocolate. 

Trabajaba en un banco antes de abrir La Dulcería. Allí le tocó vivir la crisis de la gripe porcina. Pero no fue nada parecido, me cuenta. El banco dio un instructivo, se usó mascarillas, pero nadie dejó de ir a trabajar presencialmente. Quizás esa, pienso, era la vara con la que se quería medir la COVID-19 ahora. No era para tanto, quizás. Ahora, de nuevo, le toca vivir una pandemia lejos de su país. La familia de Daniel está en Chile, como la mía. Me cuenta que están preocupados, pero también me dice que las noticias muestran la porción más terrible del virus. Mientras conversamos, algunas personas entrar y piden, sobre todo, café. Si nota preocupación en sus clientes, pregunto. Me dice que no. Miro por el ventanal de la pastelería y todo parece tan tranquilo, tan quieto. Parece imposible que a un kilómetro y medio haya un hospital de campaña en pleno Central Park, imposible pensar que están enterrando cuerpos que “nadie reclama” (así decía en una noticia que leí) en una isla cerca de Manhattan. ¿Cuál versión, entonces, es más real? ¿La del caos de la pantalla o la de la tranquilidad de la ventana? 

[caption id="attachment_362525" align="alignnone" width="828"] ©Roberto Ibáñez[/caption]

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Dos personas caminan con metros de distancia. Él le dice a ella, en inglés, “¿por qué te alejas de mí?”. Ella, en español, “yo no voy contigo”. Siguen en silencio. La mujer se da vuelta y comienzan a discutir. Los dos metros de distancia se van acortando y pronto ya están uno frente al otro. Más allá, una tipa sin mascarilla le grita a una fila fuera de un supermercado. Nadie la mira. No alcanzo a comprender lo que grita, salvo un par de palabras sueltas. Bastardos, fuck, a nadie le importa. Hay muchos niños en la calle, adultos paseando niños. Una mujer se sienta en una escalera. Va con un coche y dos niños a pie. Ella es morena y los niños son blancos, rubios. Se toma la cabeza, mira con preocupación y fuma un cigarro. Va atardeciendo y aparecen, como en un lugar común, vendedores de droga y gente que fuma sola en la calle. Un hombre adorna, llena de luces su townhouse. Entre todas las luces, justo al centro, hay una bandera estadounidense iluminando la calle de rojo, azul y blanco. Pienso si hay alguna efeméride cerca, pero el 4 de julio parece lejano aún. Miro la bandera y deseo que titile, que decaiga su brillo artificioso. Y no, no decae. Pero solo son luces conectadas a la corriente, nada más.  Camino por este barrio donde conviven la gentrificación, la población racializada y bastante comercio. Las costuras siempre son notorias en Manhattan. Las casas en hilera, una tras otras, parecen uniformes, casi todas del mismo color, pero tras las cortinas se ven interiores muy distintos entre sí. Departamentos que cuestan una barbaridad conviven junto a departamentos cuya renta está controlada por el Estado de Nueva York para que la gente originaria del barrio pueda seguir viviendo. En una ventana, un cartel: Harlem sigue sonriendo. Por toda esta mixtura el virus circula, casi invisible. Llego a mi casa y veo una imagen de una mujer blanca sosteniendo un cartel: Mi cuerpo, mi decisión, Trump 2020. Otra persona blanca: Distanciamiento social = comunismo. Protestas a lo ancho y largo de Estados Unidos contra la cuarentena, contra el distanciamiento social. A favor de Trump. Son imágenes que no conectan entre sí. Que ocurren con cuadras, kilómetros, estados de distancia. Así parece funcionar la ciudad ahora (¿o el mundo? ¿O el barrio? ¿Cuál es la escala con que tenemos que mirar este problema global?). Imágenes sueltas que intentan contar un relato coherente, pero solo iluminan ciertas zonas. Imágenes terribles que llegan y se van, de celular en celular, mientras por la ventana veo un niño deteniéndose a mirar los tulipanes que no sé si alguien plantó bajo los árboles o simplemente crecieron gracias a la primavera.

[caption id="attachment_362526" align="alignnone" width="4032"] ©Roberto Ibáñez[/caption]