Vivir a cuotas, vivir por cuotas

Vivir a cuotas, vivir por cuotas

Por: Leonardo Piña Cabrera | 24.01.2020
"A nosotros lo que no nos gusta es meter la mano en la urna, es alterar la votación popular", dice la Presidenta de la UDI a propósito de la búsqueda de un mecanismo pro paridad para el proceso constituyente. "A la persona que ganó no la sacas después con un factor correctivo, es decir aquel que ganó no lo haces perder", agrega, omitiendo que esa fue la fórmula que operó largamente en el país, propiciada por su partido, y que significó que Jaime Guzmán fuera electo Senador de la República en 1990, a pesar de obtener muchos menos votos que quien lo antecedió en preferencias.

“Es fácil vegetar, dejar que otros hablen

Y decir ‘ellos saben más que yo’

Ponerse una insignia, marchar detrás de un líder

Y dejar que nos esgriman como razón

No vamos a esperar, la idea nunca nos gustó

Ellos no están haciendo lo que al comienzo se pactó”

(Los Prisioneros)

En días en que se discute cuál ha de ser la cuota de independientes y pueblos originarios en la asamblea o convención constituyente que podría proveernos, en potencial, de una nueva constitución; en días en que la paridad de género adquiere un singular protagonismo como acción afirmativa en contra de la exclusión de uno a manos del que ha sido hegemónico; en días en que La Moneda sigue celebrando el llamado acuerdo por la paz social y la nueva constitución que nos ha llevado, desde la madrugada del pasado 15 de noviembre, hacia esta misma discusión; en tales días, la pregunta por cuál debería ser la cuota de participación de los partidos políticos apenas se ha escuchado, no obstante la confianza y antes la participación han ido sistemáticamente a la baja.

¿Cuál debería ser, empero, ese porcentaje? ¿Un cinco por ciento, menos quizá?

La pregunta, que podría parecer gratuita, no lo es tanto si se tiene que según la encuesta nacional Termómetro social de octubre de 2019, efectuada entre el 29 de ese mes y el 1 de noviembre siguiente, la confianza en los partidos políticos alcanzaba un 2.4 en una escala de 1 a 10, mientras que en las y los parlamentarias/os sólo era una décima más alta (2.5). Menos, incluso, que Carabineros (3.8) y las Fuerzas Armadas (3.7). Y menos, también, que las organizaciones religiosas (3.7), los tribunales de justicia (3.4), el empresariado (3.2), el Presidente de la República (2.8) o sus ministras/os (2.6).

¿Otro ejemplo?

De acuerdo al último Estudio Nacional de Opinión Pública del Centro de Estudios Públicos, realizado entre el 28 de noviembre de 2019 y el 6 de enero de este año, la confianza en los partidos políticos y el Congreso irían a la baja, con un 2% y un 3% respectivamente. Las instituciones peor evaluadas de todas las que se pusieron en consulta, sus porcentajes estarían por debajo del gobierno (5%), el Ministerio Público (6%), las empresas privadas (7%), la televisión (8%) o los tribunales de justicia (8%). Y serían, asimismo, las más bajas desde agosto de 2015 a la fecha.

Preguntarse, en consecuencia, por cuál debería ser el número que mejor representa lo que, a su vez, dicen representar dichas instituciones, no resulta tan descabellado. No hacerlo, más bien sí.

Paradójicamente ausente, tal falta de discusión ha pasado por alto la naturalización que está detrás, cual es que unos de los canales de la participación política tenga que ser el de la representación; y que éste, o el sistema de partidos y su trasvasije en el parlamento, es parte sustantiva de la crítica y situaciones en torno a las cuales se articula o a que reacciona el actual proceso de movilización social.

Peligroso lo segundo y una construcción también lo primero, ello mismo olvida que el principio básico de la representatividad es el de la equivalencia democrática, matemática cada vez más alejada o derechamente divorciada del sentir, o sentires, en que dice asentarse su soberanía. Un vistazo a lo ocurrido durante estas semanas en calles y asambleas autoconvocadas, remárquese esto último, debería bastar para entenderlo. Pero ello requeriría, como se ha podido observar, de otra gimnasia: reconocer que no solo radica ahí el corazón de su mandato sino el conjunto de experiencias, o saber experto, en torno al que gira (o debería girar) su quehacer. En suma, ser cierto que se ha escuchado a la gente, que oír es más que un acto puramente retórico, y que los especialistas son las personas inscritas en su cotidiano, y no quienes dicen representarlo fuera de aquél.

Veamos.

Todo actor social competente, afirma el sociólogo inglés Anthony Giddens, es por definición «un teórico social en el nivel de una conciencia discursiva y un ‘especialista metodológico’ en los niveles de una conciencia discursiva y una conciencia práctica». En otras palabras, un experto o experta que conoce el mundo en que vive y que podría, dos más dos son cuatro, no requerir de esa intermediación para representarse, especialmente si ella ha dejado de cumplir dicho rol o no concita la confianza que ameritaría.

«Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos», señala el Artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. «Y dotados como están de razón y conciencia –prosigue–, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros», lo que constituiría un deber para todos, también para las elites que en minoría los administran (a tales derechos), no pocas veces en contra de las mismas mayorías de que emergen y a quienes, curiosamente, hasta se las llega a signar de minoritarias.

«Todos hemos escuchado el mensaje. Todos hemos cambiado», escribió el Presidente en su cuenta de Twitter el pasado 26 de octubre, tras la multitudinaria concentración que copó sendas calles de la capital y otras ciudades del país pero que, contrario a muchos de los sentidos que la hizo posible, difícilmente podría caber en la cuota reservada por los partidos políticos a los independientes. Y, tampoco, en la llamada agenda social resultante, escrita con la pequeñez de la letra chica y la grandilocuencia de la dádiva no igualitaria.

A «nosotros lo que no nos gusta es meter la mano en la urna, es alterar la votación popular», dice la Presidenta de la UDI a propósito de la búsqueda de un mecanismo pro paridad para el proceso constituyente. «A la persona que ganó no la sacas después con un factor correctivo, es decir aquel que ganó no lo haces perder», agrega, omitiendo que esa fue la fórmula que operó largamente en el país, propiciada por su partido, y que significó que Jaime Guzmán fuera electo Senador de la República en 1990, a pesar de obtener muchos menos votos que quien lo antecedió en preferencias (224.396 en relación a los 399.721 de su desplazado oponente).

Con otro sentido de los números y de lo que se entiende por mayorías y minorías, que 24 votos a favor y 12 en contra no pudieran aprobar, el 7 de enero último en el Senado la idea de legislar acerca del agua como un bien de uso público, no debiera llamar a la sorpresa. Que siga ocurriendo, sin embargo, después del 18-O cuando comenzó a evidenciarse la diferente y muy desigual carga que todos llevamos, sí, más todavía en tiempos de sequía y revisión de las formas en que nos relacionamos los unos con los otros, y todos con nuestra casa común.

No un asunto de alto interés –o sí, pero administrado por el tercio constitucionalmente impuesto que ejerce su derecho de minoría–, la ejemplificación a partir suyo busca cuestionar la legitimidad de este tipo de ejercicio de la democracia, por mano de un tercero, y de la ciudadanía que desde ahí deriva, no exactamente agencial. Importante por la expropiación que supone, el hecho que en ese rango de participación independiente no quepan las mayorías que saltaron los torniquetes, los de los 30 años y no sólo los de los 30 pesos, refuerza la idea de que acá no ha pasado mucho y es poco lo que se ha ganado.

La resolución del Consejo Nacional de Televisión en orden a rechazar la participación de las organizaciones de la sociedad civil en la franja electoral para el plebiscito del 26 de abril, es otra muestra más de esa singular manera de sumar, altamente excluyente y exclusiva. Porque cómo podría permitirse que sean parte de ello esos mismos jóvenes, sean los secundarios, millennials, otaku o k-pop que nos precedieron en el salta-salta de la evasión; los del boicot a la selectividad del proceso de admisión universitaria, año a año instalado como barrera de clase; o los de la primera línea que a muchos hacen arrugar la nariz, por barra brava, lumpen o no adaptados al Sename. Inadmisible. Lo mismo sus madres y padres de Unidad Social, No + AFP o quienes fuese, todos ignorantes de sus vidas, una cuota más que se esgrime como razón.