El campo político frente al acontecimiento del 18-O
El efecto dislocatorio del 18-O afectó no solo al gobierno y al establishment sino que a la totalidad del campo político que, con mucha dificultad, ha intentado interpretar la energía social desbordada y acercarla a sus propios marcos de comprensión.
Mientras para algunos el estallido es la expresión misma de su proyecto político, para otros corresponde al resultado de una confabulación narco-anarca, fruto de fuerzas extranjeras y otros poderosos brazos conspirativos. Los primeros, han intentado traducir a términos táctico-estratégicos un acontecimiento difícil de reducir a gramática; los segundos, desconocen la indesmentible expresión de un malestar social incubado tras décadas de euforia neoliberal de una élite que difícilmente pisaba Plaza Italia, y que nunca supo de lo que acontecía en Cerro Navia, Renca, Puente Alto o Monte Patria.
Todos los actores políticos, de fuera y dentro del campo institucional, o se han quedado cortos o se han excedido: quienes apostaron al efecto de cierre que podía generar el proceso constituyente en curso y quienes lo rechazan por insuficiente; quienes apostaron a medidas sociales específicas y quienes las rechazan de plano; quienes colocan el acento en la demanda de orden público y quienes la desestiman livianamente; quienes acentúan el ánimo destituyente y quienes se parapetan en la defensa de una alicaída institucionalidad.
Una de las razones que pudiera explicar estas dificultades radica, a mi juicio, en el hecho de que las contradicciones y complejidades del acontecimiento del 18-O no se traducen en la división del país en dos sectores coherentes y plenamente identificables sino que, por el contrario, habitan en un mundo social configurado justamente por estas contradicciones. A diferencia de otros tiempos históricos en los que se producían clivajes que distinguían claramente dos mundos diferenciados, el acontecimiento del 18-O ha derivado en una densa y compleja trama social habitada al mismo tiempo por el optimismo y el temor, la alegría y la preocupación, la esperanza y la desesperanza.
Encarar estas tensiones vitales entre la esperanza por el cambio y el temor a un futuro incierto constituyen, en este sentido, un desafío clave para este año 2020, un año en que a la continuidad de las movilizaciones sociales se adicionará un ciclo político electoral marcado por el plebiscito de abril y las elecciones de constituyentes, alcaldes, concejales y gobernadores de octubre. Quienes logren expresar esta energía contradictoria, asumiendo la complejidad de un fenómeno social difícil de traducir a códigos binarios, podrán ser actores incidentes en el proceso de construcción del nuevo Chile cuya puerta se abrió el 18-O.