Alejandra del Río, poeta: “Al contrario del pensamiento patriarcal, las mujeres planteamos una lucha más inclusiva, fuerte y con más amor”
–Resulta simbólico que tu séptimo libro, Capuchita Negra salga a la luz en pleno estallido social. ¿Qué te llevó a escribirlo y cuándo lo comenzaste a trabajar?
–El libro es una transición de una capuchita roja hacia una capuchita negra. Y todo lo que significa ponerse la capucha, ocultarse, que es como lo que yo viví en mi infancia, porque nosotros éramos una familia de fachada tradicional, pero detrás de esa fachada estaba toda la resistencia, porque éramos combatientes en un periodo tan difícil como lo fueron los años de dictadura. Lo inverosímil es que era todo un ejército dictatorial contra unas piedras, exactamente como lo que ocurre hoy. Un David contra un coloso, una cuestión tan injusta.
Yo fui una joven militante, empecé a militar desde niña, porque fui educada en el comunismo, fui adoctrinada por mi familia que me decía “no hay que tener miedo, eres una niña revolucionaria”. No todo era oscuro, hubo cosas bonitas y me siento orgullosa de haber sido parte de una familia resistente, combatiente, en donde hasta los niños combatíamos. Pero todo eso arrastró traumas, porque aunque no me mataron, me tocó vivir mucha violencia de Estado. ¿Cómo pude seguir viviendo después de eso?: olvidando.
El 98 ya se percibía que se había traicionado el proyecto de un Chile más justo, todo eso producía un dolor tan grande, que ese quiebre, que no se puede explicar con palabras llanas, tuvo que ser un libro críptico como el Escrito en Braille. No se puede usar el lenguaje común para decir ese dolor. Paul Celan, a propósito del Holocausto, decía que cuando el dolor es tan grande la poesía ya quiebra su posibilidad de decir las cosas directamente.
–Y para eso el artificio es un buen aliado
–Exactamente, el lenguaje poético metafórico, hermético si tú quieres, sin decir lo imposible de ese dolor, pero lo expresas a través de la metáfora, lo entregas, aunque no se entienda. Ahí empezó además ese mito de que a la generación de poetas de los 90 no le importaba lo que había pasado en la dictadura, incluso nos llamaron hijos de Pinochet alguna vez, lo que a mi me dolió mucho. Y bueno, todo eso me chocó, y me hizo pensar mucho, porque ese libro yo lo escribí en un estado de inconsciencia y me sentí siempre con la deuda de trabajar la memoria, porque creo que la poesía debiese hacerse cargo del mundo en que se está viviendo, no solamente del mundo interno.
–Antes de irnos a ese tema de la memoria, por favor retomemos lo del olvido.
–Hay cosas que están totalmente borradas de mi memoria, y que luego de haber estudiado sobre la psicología humana y de haber trabajado mucho en mi sanación personal, sé que estas amnesias son una parte del alma que se escapa para poder seguir sobreviviendo, pero son etapas enteras que quedan como lagunas en tu vida. Yo tengo una amiga que tiene muy buena memoria, que un día me dijo ¿te acuerdas cuando fuimos a tal cuartel a buscar a nuestro amigo que estaba desaparecido?, y yo no me acordaba en lo absoluto. Muchas veces me encuentro con compañeros de la época a los que no les conozco el nombre, porque si tú los sabías, los podías delatar. No saber nombres era algo de vida o muerte. Todas esas son lagunas, entonces cómo puedes seguir avanzando en esta vida sin esas partes de tu alma que quedaron quizás dónde. Como poeta chilena yo necesitaba hacerme cargo de esta historia nuestra y hace como cinco años, estando ya más fuerte, me propuse encarar este tema, aunque la poesía política es compleja.
–¿Cómo traduces esa complejidad?
–A través de la necesidad de hacer de la poesía política algo significativo desde el lenguaje sin caer en el panfleto, porque las cosas en la vida no son blanco y negro. Y la búsqueda es esa, decir algo desde la poesía que no sea solamente un discurso. Cómo puedes trabajar con las palabras “grandes alamedas”, “libertad”, cómo trabajas la palabra “represión” sin evadir toda la significancia que eso tiene. Yo siempre estudié poesía política por la familia en que crecí. Fui criada con Pablo Neruda y esa fue una cuestión ambigua para mí, porque me gusta Neruda y lo detesto. Igual Silvio Rodríguez, que me da una cosa de calorcito de hogar y por otro lado me repele, porque está tan cargado todo eso.
–¿Cuál fue tu forma de aproximarte al lenguaje de Capuchita Negra?
–Hace años yo estaba interesada en un grupo alemán, la Fracción del Ejército Rojo RAF y en la periodista fundadora de ese grupo, Ulrike Meinhof. Me interesaron porque ellos en la cárcel se comunicaban a través del libro Moby Dick, que era el único que tenían en esa prisión de alta seguridad. Entonces, subrayaban algunas palabras y de esa manera se mandaban mensajes secretos. Fue a través de las metáforas de Moby Dick que ellos realizaron parte de su estrategia subversiva. Eso me motivó a preguntarme cómo podía yo hablar de las familias combatientes, de la clandestinidad, y buscando una metáfora pensé en el cuento de Caperucita Roja. Quise escribir un libro de poemas que se leyera como un cuento, siendo este un género que te lleva a lugares muy profundos del inconsciente, lo que me ayudó a entrar en esas lagunas que yo tenía de mi historia personal. Estar en esos lugares fue doloroso, me vinieron muchas críticas a mi pasado, a mi propia familia y me pregunté cómo podría transformar eso.
–¿Y qué caminos encontraste?
–Cuando leí la entrevista a Ricardo Palma Salamanca publicada en The Clinic en febrero de este año, pude comprender algo más por algo que él dijo, algo así como “yo era muy joven y esa experiencia cambió toda mi vida”. Luego del asesinato a Jaime Guzmán él ya no fue dueño de su vida. Muchos fuimos jóvenes carne de cañón, jóvenes que ofrendan su vida, siempre con esa metáfora que ahora revivió y que tiene que ver con la sangre de los caídos que vive en nosotros y en nuestra memoria. Todo eso me ha hecho preguntarme qué peso tiene la vida humana, la vida ofrendada de un joven.
Capuchita Negra partió siendo mi historia, pero a poco andar me empecé a dar cuenta que no me pertenecía solo a mí. Por ejemplo, me encontré con Paulina Aguirre Tobar, la joven combatiente que entró a Chile a los 16 años en clandestinidad a luchar también con su padre, que era del MIR. Paulina Aguirre Tobar que hasta hace poco era escasamente nombrada y recordada.
–Su asesinato ocurrió el mismo día que el de los hermanos Vergara Toledo, por quienes se destinó el Día del Joven Combatiente.
–Sí, pero es a ella a quien dedico este libro, porque ella es mi alter ego, yo podría haber muerto como ella perfectamente. Por eso honro su memoria y por eso en el libro opongo la sangre de los caídos con la sangre menstrual. Y ahora que miro todo esto que pasa hoy, veo como el movimiento de las mujeres feministas contribuyó a despertar a Chile. La marcha del 8 de marzo fue un anticipo de lo que ahora está pasando y al contrario del pensamiento patriarcal, las mujeres planteamos una lucha más inclusiva, fuerte y con más amor.
La primera imagen que vi al comenzar a escribir el libro, fue la capucha, imagen que encontré hace cinco años en una de las tantas versiones que estudié de Caperucita Roja. Y fue la capucha, porque yo también me encapuché cuando niña, pero que además con el movimiento feminista a pecho desnudo cobró una vitalidad tan grande como símbolo, las mujeres le dieron una vuelta metafórica tan increíble, que ahí confirmé que este libro no trata solo de mí y que contiene la fuerza de los símbolos.
–¿Qué le dirías a las capuchitas que están en nuestras calles hoy?
–Sé que todos les agradecen por estar en la primera línea, yo también les agradezco, pero también les diría que son personas muy valiosas, que se cuiden, que no sean carne de cañón. Tal vez decirlo es burgués y discursivo, pero las queremos vivas, con sus ojos. Y les diría además que se sigan expresando, que no sigan ningún libro, que escriban en su propio cuaderno. El libro es recibir, podemos leerlo y agradecerlo, pero un cuaderno es donde tú viertes tu verdad. La libertad del camino es propia, aunque estamos en un colectivo, es propia.